Después del 2 de mayo

Artículo publicado originalmente en The Citizen Mag, en dos partes: primera y segunda.

Han pasado 211 años del levantamiento popular del 2 de mayo en Madrid y la fecha ha sido convenientemente celebrada por pueblo y autoridades como festivo, puente y Día de la Comunidad que es. No obstante debajo del aparato institucional que ya ha recubierto esta fecha con un envoltorio de plástico, que la ha -siempre pasa- esterilizado, late una verdad: el 2 de mayo de 1808, en Madrid, emergió lo que cuatro años después, en Cádiz, se codificaría en una de las primeras constituciones liberales de Europa, la nación política española, o sea, la comunidad soberana de españoles libres y dueños de su propio destino.

El filósofo Gustavo Bueno definió el problemático concepto de nación como “oblicuo y análogo”, es decir “algo que debía ser definido desde una determinada plataforma implícita en el propio concepto, y que no significaba siempre lo mismo, en todas partes”; de este modo clasificó todas las ideas de nación que existen en el reino del pensamiento humano usando una metodología, por así decirlo, de taxonomista, en tres géneros y siete familias, “sucesivas unas a otras de modo complementario”: naciones biológicas, etnológicas y políticas.

O sea, lo que la gente de Madrid (y luego, de cada ciudad y villa del país) defendió en las calles a punta de chuzo, navaja y a ladrillazo limpio, fue la soberanía de la nación histórica española, una nación, entrando en la clasificación taxonómica de Bueno, histórica en tanto que etnológica, entendida esta categoría como la que aloja a “grupos sociales dotados de instituciones propias que, en el caso de las naciones históricas, están compuestas por habitantes de diferentes regiones que son considerados nación por los extranjeros gracias a unos rasgos de uniformidad y cohesión”. Esta soberanía histórica española había sido dejada en el suelo, desamparada y vendida al invasor extranjero por las élites políticas del país, empezando por la corona. Lo que nace en Madrid culmina en Cádiz, intramuros de la última ciudad libre de Europa occidental, protegida por la marina de guerra británica mientras que en la otra punta del continente Napoleón avanza hacia Moscú.

Curas ajenos a toda directriz jerárquica, bandoleros, convictos, capitanes y sargentos del ejército por su cuenta, campesinos y profesionales liberales que dejan la ciudad y se van al campo, se echan al monte: todos ellos, españoles mezclados en un revuelto interrregional e interclasista, custodian la soberanía nacional hasta la playa de Cortadura y allí se reúnen con representantes de “las Españas”, es decir, de los españoles de América y Asia. El rey está completamente fuera de esta voladura histórica. Los tres primeros artículos de la Constitución de 1812 son claros: “La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios. La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona. La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales”.

Lo escribe el historiador francés Pierre Vilar: “España afirmó su cohesión, su valor de grupo; el movimiento es profundo y arrastra a todas las provincias, y es sensible en todas las clases”.

Ahora que España tiene un presidente electo que no cree en dicha idea nuclear de nuestro modo de vida y organización política (por ejemplo, preguntado en verano de 2017, en plena campaña para recuperar en las primarias la secretaría general del PSOE, aseguró en Barcelona que “para mí España es una nación de naciones y Cataluña es una nación”) y va a tener a un hombre presidiendo la Cámara Alta del principal poder -nominalmente hablando, se entiende- del Estado que cree que una generación bastará para que el conjunto de españoles libres e iguales en virtud de su condición de comunidad soberana (es decir, de nación) trague con el derecho de autodeterminación, es importante mirar hacia esos días posteriores al 2 de mayo de 1808.

El 17 de junio Murat abandonó Madrid rumbo a Bayona. Napoleón le acababa de nombrar rey de Nápoles. Abandonaba un país en armas contra el francés, un país al que había entrado comandando una fuerza amiga y aliada, en apariencia. Uno de sus edecanes era Jean Baptiste Antoine Marcellin Marbot, que entonces tenía 26 años. Más adelante, ya barón de Marbot, recordaría en sus memorias que “como militar, hube de combatir a los que atacaban al ejército francés; pero no podía dejar de reconocer en mi fuero interno, que nuestra causa era injusta y que los españoles tenían razón al intentar rechazar a los extranjeros que luego de haberse presentado en su casa como amigos, querían destronar a su soberano y apoderarse de su reino por la fuerza. Esta guerra me parecía injusta; pero era soldado y no podía rehusarme a marchar sin ser tachado de cobarde. La mayor parte del ejército pensaba como yo, y sin embargo, obedecía igualmente”.

Louis Phillipe de Ségur, el conde que se haría universalmente célebre con sus memorias de la campaña rusa de 1812, también estaba en España entonces, como teniente coronel al mando de un regimiento de reclutas acantonado en Aranda de Duero. En sus “Memorias de un ayudante de Napoleón” abunda en la impresión de Marbot, confirmando que la lucha que los españoles habían empezado “era una lucha nueva, en que los papeles quedarían cambiados, en que el buen derecho no estaba ya bajo nuestras banderas; en que todas las potencias morales, la justicia, la fe pública, el derecho de gentes, el orgullo nacional sublevados, se habían vuelto contra nosotros; en que, en fin, la guerra de un pueblo por su independencia, guerra parecida a aquella cuyo brío nos había salvado durante nuestra Revolución, se encontraba del lado contrario”.

“La soberanía se había transferido para siempre, ya no iba a residir más en el Palacio Real de la plaza de Oriente, de donde los soldados de Murat se llevaban a los infantes para Bayona”

Era en efecto la nación en armas, axioma y premisa de la modernidad que habían alumbrado los franceses entre 1789 y 1793. La soberanía se había transferido para siempre, ya no iba a residir más en el Palacio Real de la plaza de Oriente, de donde los soldados de Murat se llevaban a los infantes para Bayona. A partir de entonces residiría en quienes miraban ceñudos y hoscos aquel atropello, culminación simbólica de una transición, la del antiguo hacia el nuevo régimen. Las élites dirigentes habían abandonado a los españoles, bien por cobardía, bien por interés. Lo dice Ségur, que estaba allí: “era únicamente el pueblo quien había comenzado; los grandes, los ricos, las autoridades civiles, incluso el ejército español, en fin, todo el que calculaba, todo el que tenía interés en el orden y no concebía más fuerza que la fuerza organizada, vaciló y contemporizó”.

“La tormenta rugía a nuestro alrededor” antes del 2 de mayo, dice Marbot en sus memorias. Después de esa fecha, empezó a tronar por toda España, que se levantó “como un solo hombre”. El entonces edecán de Murat hace una curiosa e interesante defensa de la descentralización política de la vieja nación histórica española cuando escribe que “el combate del 2 de mayo y el rapto de la familia real habían exasperado a la nación española; todas las poblaciones se insurreccionaron contra el gobierno del rey José que, aunque proclamado en Madrid el 23 de julio, no tenía ninguna autoridad sobre el país. España ofrece la particularidad de que Madrid, residencia habitual de los soberanos, no tiene ninguna influencia sobre las provincias, cada una de las cuales, habiendo formado antaño un reino pequeño por separado, ha conservado su dignidad. Cada uno de estos antiguos estados tiene su capital, sus usos, sus leyes y sus administraciones particulares, lo que permite que se basten a sí mismos si Madrid llega a estar en poder del enemigo. Esto es lo que sucedió en 1808. Cada provincia tuvo su Junta, su ejército, sus depósitos y sus finanzas. Sin embargo, la Junta de Sevilla fue reconocida como poder dirigente central”.

Con la llegada de José al trono de España el mando supremo de los 80 mil soldados franceses reclutados a la ligera entre la tropa más bisoña del ejército y un contingente apreciable de aliados italianos y alemanes, quedó en manos del mariscal Savary aunque en realidad era Napoleón, desde Bayona, quien disponía las líneas maestras de su nuevo plan para España: pacificarla a punta de bayoneta mediante el lanzamiento de columnas rápidas con el objetivo de controlar las principales capitales y arterias de comunicación de un país demasiado escarpado, demasiado áspero y demasiado hostil. El 19 de julio, con José Bonaparte de camino a Madrid, una de estas columnas francesas, al mando de Dupont, veterano de Austerlitz y de Jena, quedó bloqueada entre Sierra Morena y la meseta. Había descendido desde el Tajo hasta Córdoba con la orden de llegar a Cádiz pasando por Sevilla. Sus 26 mil hombres, desperdigados a través de una línea muy larga entre la llanura de Andújar y los puertos de Sierra Morena, fueron cortados por una fuerza de 30 mil soldados regulares y milicianos alistados a toda pastilla entre Sevilla y Despeñaperros por iniciativa personal del general Castaños y de varios militares francosuizos emigrées. Dupont capituló ante Bailén creyéndose cercado por un ejército mucho mayor que no existía y entregó al enemigo 18 mil soldados, algo inaudito que pasmó a una Europa sedienta de noticias adversas al poder aparentemente omnímodo de Napoleón.

La derrota de Bailén obligó a Napoleón a marchar personalmente a España y arreglar el entuerto. Él se iría luego a seguir combatiendo en Europa pero en realidad de la ratonera ibérica ya no saldría nunca más. Perdió un cuarto de millón de soldados entre 1808 y 1813. Sus previsiones antes de entrar eran, si acaso, unas bajas cercanas a los 12 mil hombres. España fue una sangría sobre todo cuando estaba a punto la invasión de Rusia. Napoleón se quedó, literalmente, sin soldados ni caballos: los reclutas cuyo destino era España se escondían en los bosques, había que ir a sacarlos de allí bajo amenaza de Consejo de Guerra sumarísimo, había que tirar cada vez más de contingentes polacos, napolitanos, piamonteses, alemanes, que luchaban con cada vez menos ganas a medida que se desintegraba el ideal imperial europeo de Bonaparte. Si la Revolución hizo posible el nacionalismo, las guerras de Napoleón crearon las condiciones materiales para su emergencia: en los territorios alemanes divididos y ocupados Fichte ya estaba identificando la gracia divina cristiana con la “cultura”; los pueblos nacidos en el parto infernal de la Revolución, nuevos sujetos de soberanía, hallaron la inspiración perfecta en esta “cultura”, por supuesto única y diferente en cada caso de todas las demás, para reclamar un Estado propio que la garantizara.

Después del 2 de mayo España volvió a anticiparse a Europa; como en 1492 y el Estado moderno, los españoles dibujaron, en medio de la guerra contra Napoleón, una organización política divergente de la tendencia dominante entre los enemigos del imperio francés: una constitución democrática y liberal articulada en el reconocimiento de la comunidad nacional, sujeto de soberanía política; al mismo tiempo sin embargo, como dice el autor Eric Hobsbawn, Europa “era presa de la pasión romántica por el campesinado puro, sencillo y no corrompido, y para este redescubrimiento folclórico del pueblo las lenguas vernáculas que éste hablaba eran importantísimas. Es durante este período cuando vemos cómo los movimientos nacionalistas se multiplican en regiones donde antes eran desconocidos, o entre pueblos que hasta entonces sólo tenían interés para los folcloristas”. La “cultura” de Fichte, el padre del nacionalismo alemán, al igual que la Gracia cristiana, dividía el Universo en dos partes, una sobrenatural (lo que eleva al hombre de su condición animal a un estado superior) y otra material o natural. Esta noción etnosimbólica cuyos frutos en el tiempo serían entre otros el racismo o el nazifascismo, tardaría medio siglo en llegar a España, y lo haría en forma de constructo identitario vascocatalán abonado gracias al declive comercial y político del imperio americano de España.

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