Puta época

 

Arde todavía Notre Dame y yo tenía que escribir una cosa y la verdad es que no puedo. No puedo, sólo me sale estar pendiente de Tuiter. Para escribir es necesaria cierta templanza mínima, un equilibrio anímico. Ni la tristeza ni la alegría son compatibles con la escritura, cuánto menos la excitación, sobre todo cuando te hierve la sangre y el flujo neuronal es un torrente desbocado, un lodazal donde ideas, miedos, intuiciones y asociaciones corren mezcladas a toda pastilla, por eso admiro a los cronistas de las grandes catástrofes, de los grandes atentados terroristas. Ese temple. Yo esta noche sólo puedo recordar. La vez que llegué a París. No llevábamos ni una hora, llegamos al hotel, estaba en la rue Monge. Dejamos las maletas, hacía frío, comimos algo, unas hamburguesas en un sitio cool, sobre todo estaba cerca y era barato, rápido, rápido, veíamos las agujas de Notre Dame a lo lejos, sobrevolando las azoteas de los edificios más viejos de la ciudad. Una bocacalle, el perfil iluminado, la piedra del color de la canela con el azúcar glaseado que le daba esa luz. Alcanzamos corriendo el Sena, el poyete helado nos traspasaba los vaqueros con su fresco, yo no quería ver otra cosa, quería ver Notre Dame a toda costa, sentí entonces una emoción que no me ha abandonado nunca. Era lo que más ansiaba ver de París, era, esa noche, un bosque que entraba y salía de la oscuridad, el contorno de los arbotantes se confundía con el cielo negro, eran árboles pelados por el invierno, debajo corría tranquilo y congelado el río. Luego caminamos hacia abajo y yo no hice más que girarme para verla, le eché un montón de fotos, todas iguales a las que a puñados guardan en el carrete de sus iphones todos los turistas del mundo, pero esas eran mías. Y Notre Dame al final se perdió en la constelación urbana de París. Hoy era una tea ardiendo. Unos cuantos ciudadanos han rezado avemarías espontáneamente en algunos puntos alrededor de la Île, junto al cordón policial. Las imágenes, el humo sobre los tejados de París, un humo que salía a borbotones de la techumbre de la catedral, como la sangre del muslo corneado de un torero, cada vez más oscuro, cada vez más rápido, cada vez más irreversible. He visto esos vídeos de los parisinos rezando, una y otra vez, he hallado un consuelo. Se manifestaba en ellos una grandeza, una trascendencia. Es imposible impostar algo cuando arden tus huesos, necesitamos acudir a los gestos aprendidos al alba del tiempo. Los símbolos nos ordenan el mundo y hoy mientras veía arder Notre Dame de París he sentido que el mío se terminaba. Es una sensación terrible, puramente subjetiva pero no logro deshacerme de ella, como tampoco de la impresión de estar viviendo un punto dramáticamente bajo de la civilización mediterránea: la destrucción de uno de los lugares-colmena no sólo de la nación francesa sino de Europa, a través del vínculo universalizante de la cristiandad, ahonda, al menos hoy, esa impresión, hace un pozo de ella, me deja la moral por los suelos, es un descabello. Evidentemente se desconocen las causas del fuego, el chapitel del XIX estaba siendo restaurado, había un gran andamiaje sobre el crucero del templo, lo más probable que un chispazo fortuito junto a un despiste, la cosa más normal del mundo entero, haya abierto la caja de las catástrofes. Suele ocurrir así aunque a esta hora y desde el principio mucha gente atisbaba indicios de tramas antieuropeas, anticristianas, sospechosos cónclaves conectados a otras desgracias recientes contra el patrimonio religioso en Francia, algunas de ellas, parece, atentados. Alguien me lo ha dicho en Tuiter, Notre Dame es uno de nuestros puntos de anclaje, en tanto somos individuos conformados por una cosmovisión determinada. Todos quisimos ir a París, todos quisimos ver Notre Dame, todos quisimos dejarnos el cuello mirando hacia su bóveda, todos conocemos sus gárgolas, aunque no hayamos ido nunca a París, todos hemos leído a Victor Hugo gracias a Disney, Notre Dame es el Partenón y el Coliseo, lienzos de piedra inscritos en la memoria colectiva de la gente. Yo fui feliz en París, fui feliz en Notre Dame. De inmediato sentí la necesidad de buscar fotografías. De Gaulle entrando a pie, erguido, escoltado por Leclerc y sus republicanos españoles, había un francotirador alemán en la plaza, algunos se agacharon, otros respondieron tirando al aire, París había sido liberada, Francia había sido liberada. La Revolución pasó como un tornado por Notre Dame, fue de facto desacralizada y recibió una somanta de palos sacrílegos de la que salió coronando a un Emperador, tocando sus campanas Te Deums por cada victoria en remotos campos de batalla. La Comuna la quiso quemar, Hitler la quiso quemar, su piel gótica está llena de cicatrices, casi novecientos años en una de las ciudades donde más cosas han pasado siempre no son puñalada de pícaro. El culto a la madre continúa vivo en el centro de la tierra. Hace un rato vi una foto tomada por un dron de la policía, se veía el techo completamente abrasado, se distinguía perfectamente la planta en cruz latina de Notre Dame, la imagen, rodeada por la negrura de la noche, avivado el rojo del fuego por el contraste, era satánica. A estas horas los bomberos aseguran que la estructura resiste y resistirá. Macron ha proclamado, en traje, serio, frente a su fachada llena de apóstoles y santos, de arcos ojivales, una cruzada internacional para restaurarla. Han cambiado los tiempos, es un papa laico, no llama a matar infieles, hemos avanzado, detrás de él una luz blanca y dura de linterna iluminaba el interior de la catedral, parecía una gruta, los bomberos se adentran como espeleólogos, el paisaje que alumbran sus faros es lunar, hay cráteres en los nervios abovedados, se ven las filas de los bancos de madera arracimadas a los costados de la nave principal, pequeñas gotas de fuego siguen cayendo del techo herido pero no muerto. Los periodistas apagan su cobertura, los bomberos cruzan desde la isla a París, los ciudadanos, en vigilia, aplauden sus camiones, que se retiran del campo de batalla rugiendo mansamente, con las lucecitas ya calmadas, la alarma ha sido atendida con éxito. No era una alarma cualquiera. Nadie, nunca, puede imaginarse lo inimaginable y cuando sucede nos preguntamos cómo es posible que hayamos vivido tan ajenos a un peligro tan real. El peligro hoy era perder un trozo de la memoria colectiva, que es un mosaico, que está hecha con las teselas propias, anecdóticas, ¡no para nosotros, que lo son todo!, de los individuos. La foto de arriba es de AP, la he visto en Tuiter, he querido ponerle palabras, me ha salido una gran mierda, no se puede escribir con el corazón, la mejor literatura es una literatura fría. Cabezas, cabezas humanas, muy juntas, enlatadas, ligeramente desenfocadas, en un primer plano; esperan algo, permanecen atónitos, no se lo explican, hace siglos se habría buscando una explicación teleológica, en base a algún pecado que la deidad nos hace necesariamente purgar, nuestro software no está hecho para lo inexplicable, necesitamos la coherencia como las flores necesitan sol y agua; arriba, un cielo añil tiznándose, cirros sobre el cielo, quizá los raíles de la Historia; al fondo un templo que parece, visto así a lo lejos, algo desdibujado, distorsionado como la pintaban los impresionistas, como la pintó luego Matisse, el templo parece una lumbre, una lumbre encendida en medio del campo. Notre Dame va a seguir en pie y yo ya me acuesto.  

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