Artículo publicado en dos partes en The Citizen Mag, el 3 de febrero y el 21 de febrero de 2019.
La etimología de la palabra pogromo es muy interesante y sobre todo, muy ilustrativa. Si vamos al DRAE, encima de su definición (masacre, aceptada o promovida por el poder, de judíos, y por extensión, de otros grupos étnicos) viene su origen (del ruso pogrom, “devastación, destrucción”). Descomponerla es aún más revelador. El prefijo po indica “por, encima”; definitivo es el grom, literalmente, “trueno”. Del ruso se integró en las lenguas de Europa occidental para describir una persecución torrencial, explosión furibunda y más o menos espontánea aunque breve, atronadora, contra las juderías. Su uso era recurrente y popularmente extendido al menos hasta que las masacres organizadas y sistemáticas patrocinadas por el Estado nazi durante la Segunda Guerra Mundial la hicieron parecer incluso ridícula, por todo lo que tenía de contrario a esa matanza metódica e industrial de seres humanos a cuenta de su condición étnica. No obstante sigue revelando mucha información pese a su obsolescencia, tanto su origen semántico como geográfico, de ese fascinante “acertijo, envuelto en un misterio, dentro de un enigma”, como dijo Churchill, que es Rusia.
El elemento judío y el elemento violento son inevitables a la hora de acercarse al imperio ruso y de entender algo de la convulsión que lo agitó entre finales del siglo XIX y la primera mitad del XX. Ambos elementos son consustanciales a la desintegración del zarismo y a la forja del Estado soviético; ambos se entrelazan dramáticamente explicando muchas de las personalidades literarias y políticas fundamentales en estos dos procesos históricos consecutivos, también en la percepción de lo ruso y de lo soviético fuera de las fronteras del imperio, en la influencia de fenómenos como la emigración procedente de sus territorios en naciones luego aliadas y enemigas como los Estados Unidos o Francia. Lionel Trilling, crítico literario estadounidense, escribió en el prólogo de la edición española de los cuentos del (judío) escritor Isaak Babel “Caballería roja” a cargo de Barral Editores (1970) que “con respecto a la violencia y la brutalidad, el lector occidental difícilmente puede tener, a no ser que se empeñe en adquirirla, una idea adecuada del lugar que ocupa en la vida de la Europa oriental. Tal y como nos han enseñado, la tendencia hacia la violencia es propia del género humano. En. ciertos grupos humanos esta tendencia es más libremente tolerada que en otros. Los americanos son conscientes y están avergonzados de la realidad o de la potencialidad de la violencia en su cultura, pero la violencia norteamericana no es nada comparada con la de la Europa oriental; las gentes para quienes los empalamientos colectivos y el látigo forman parte del recuerdo del ejercicio de la autoridad sobre ellas, tienen su peculiar modo de expresar su rabia. En comparación con lo que se puede conseguir con la navaja, o la pica construida en casa, o la bota, no cabe duda de que el revólver es un instrumento de delicada diversión y tierna piedad…”
Lo judío y lo violento están íntimamente relacionados porque a menudo la autoridad ejercía una brutalidad, física o administrativa, sobre la población judía de sus vastos territorios; una brutalidad sancionada por el zar y reproducida por mímesis en todas las capas de la sociedad rusa, en diferentes grados. En el mejor de los casos el judío era tratado con un desdén proverbial. La autocracia (y esto no cambió con el totalitarismo soviético, al contrario) procuró desarrollar un Estado-nación étnicamente ruso, que se correspondía grosso modo con las fronteras históricas del principado de Moscovia y con sus habitantes nativos, los llamados gran-rusos. Lo ruso dominaba los resortes de una administración imperial que gobernaba un territorio multiétnico, con las tensiones implícitas que cabe imaginarse.
En 1917 el Partido Bolchevique destruyó la precaria “república parlamentaria” (por llamar de alguna manera a aquel gobierno fallido articulado en torno a la Duma de Petrogrado que compartía el poder fatalmente con su Soviet) que sucedió a la abdicación de Nicolás II. Había muchos judíos entre sus cuadros de mando. En realidad toda la intelligentsia rusa que llevaba décadas conspirando para derruir los cimientos de la autocracia estaba plagada de judíos, en un porcentaje asombroso comparado con la proporción de habitantes judíos sobre el total del imperio de los Romanov. Uno de los temas nucleares de la propaganda antibolchevique dentro y sobre todo fuera de Rusia fue a partir de entonces el antisemitismo: la identificación entre marxista, bolchevique y judío cuajó con enorme éxito entre los segmentos de población europea que veía con pavor lo que estaba sucediendo en Rusia. En realidad había más judíos entre los mencheviques, e incluso formaban un partido propio (el Bund) dentro de la gran matriz del movimiento revolucionario ruso marxista, el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, de la cual como se sabe los bolcheviques constituyeron su más exitosa escisión (los mayoritarios, que acabaron deglutiendo a todas las demás escisiones). Una de las razones del exagerado número de judíos en la constelación de agitadores, intelectuales y terroristas que promovieron la revolución y llevaron a cabo el golpe de octubre era la ya comentada marginación sistemática de los judíos en los territorios administrados en nombre del zar. El ejemplo paradigmático es ese tercer astro del firmamento bolchevique, Trotski, nacido Liev Davídovich Bronstein. Sin embargo, el mismo Júpiter del Olimpo comunista, Lenin, tenía sangre judía: un bisabuelo por parte de madre, Moshko Blank, era “un comerciante judío de vinos y licores” de Starokonstantinov, en los confines de la Rusia europea, “una población pequeña” donde “la mayoría de sus habitantes eran judíos”.
Lo cuenta Robert Service en su excelente biografía de Lenin. El bisabuelo materno de Lenin se convirtió luego al cristianismo aunque cabe dudar de su profesión de fe ortodoxa a la luz de lo que escribe el historiador británico, puesto que así “eliminaba obstáculos en el camino del ascenso social y económico”. Había pocos judíos, relativamente, en Rusia hasta el último tercio del siglo XVIII cuando Polonia es descuartizada por los tres ogros de la Europa oriental, Rusia, Austria y Prusia. La incorporación de Polonia implicó, dice Service, “que los zares adquirieron un gran número de súbditos judíos”, sobre los cuales cayó de inmediato la prohibición de desplazarse fuera de la Rusia occidental y de acceder al codiciado estamento aristocrático. No es despreciable esto: en Rusia significaba encontrar cerrada la puerta del inmenso aparato burocrático, auténtico Leviatán administrativo sobre el que se hacía efectiva la autoridad emanada de San Petersburgo y que empleaba a cientos de miles de individuos en todo el territorio. Por tanto, el fenotipo del judío “revolucionario” ruso manifestaba incluso rasgos de antisemitismo, como reacción generacional de adaptación a un entorno en extremo hostil; en todo caso mostraba un desapego evidente de sus raíces étnicas y religiosas, rechazo, hacía profesión de ateísmo e irreligiosidad y procuraba ocultar su rastro genealógico en forma parecida a la del bisabuelo del fundador del Estado soviético, con rasgos de verdadera apostasía: aun después de la destrucción del Estado zarista, pervivió en muchos herederos de la raza hebraica la convicción de que les iría mucho mejor renunciando a la fe de sus ancestros, circunstancia que se fundía con el ateísmo militante de los bolcheviques y en general de los propulsores del cambio político en Rusia.
El mismo Service, en su igualmente interesante y bien documentada biografía de Trotski, señala que éste, “aunque no reniega abiertamente de sus orígenes judíos, procuró que escasearan las referencias a este hecho”. Una de las razones es también la convicción entre los apóstoles del bolchevismo de que el nuevo hombre socialista debía diluir todos los elementos “heredados” de su identidad personal para definirse sólo, precisamente, por el socialismo. Por su “heredabilidad” y autoafirmación comunitaria, lo hebreo precisaba de ser soslayado con vehemencia en la creación del homo sovieticus. Y es que Trotski era genuinamente judío, hijo de padre y madre judíos y criado en la Nueva Rusia, una provincia del sur de Ucrania tomada por Catalina la Grande a los turcos y parcialmente despoblada por el magnetismo que ejercía la joya comercial del Mar Negro, Odesa. “Los sucesivos emperadores”, escribe Robert Service, “temían que los judíos contaminaran el corazón de Rusia con su religión, su sagacidad en los negocios y su habilidad en la educación. Los rusos vertebraban demográfica y espiritualmente el imperio y sus sensibilidades debían tenerse en cuenta. Pero los judíos tenían que vivir en algún sitio si no se iba a deportarlos, y el gobierno nunca soñó con la posibilidad de expulsarlos, como se había hecho en España en 1492. Los mismos judíos deseaban quedarse, el éxodo masivo a Estados Unidos no empezó hasta finales del siglo XIX y el movimiento sionista para una patria judía en Palestina todavía tenía que iniciarse”. Se creó por tanto la Zona de Asentamiento, una faja de territorio que atravesaba verticalmente el imperio desde el Báltico hasta Crimea y que en la práctica iba a funcionar como un gueto gigantesco del que sólo podía escapar el judío rico, al que sí se le permitía asentarse en las capitales.
Aunque la mayor parte de la población judía del imperio ruso permaneció en la mitad norte de esa ancha faja llamada Zona de Asentamiento (entre Polonia y Ucrania, en la costa báltica, en regiones mestizas como Galitzia), la familia de Trotski respondió al llamado de Alejandro I y marchó a colonizar la Nueva Rusia. Los judíos del imperio ruso vivían en aldeas y villorrios propios y separados de las aldeas y comunas que habitaban los mujiks. No obstante la distancia entre estos núcleos de población era relativa en las desperdigadas comunidades campesinas de la rusia rural. En todo caso judíos y mujiks, y los campesinos polacos y los ucranianos de toda la Rusia occidental, compartían unas condiciones de vida parecidas, de pobreza y miseria. Los judíos “conservaban las costumbres de sus antepasados: se mantenían las tradiciones de la caridad, el apoyo mutuo y la escolarización. Estudiaban la Torá y sus niños adquirían un nivel de alfabetización y de conocimientos muy superior al de los polacos, rusos y ucranianos, pues desde tiempos inmemoriales incluso los judíos más pobres ahorraban para que sus retoños pudieran estudiar los libros sagrados. Se observaban las normas kosher en la alimentación y el calendario religioso tradicional. Se reverenciaba a rabinos y solistas del coro y se apreciaba la erudición”. Es decir, se cultivaba la diferencia, una diferencia, que como señala Richard Pipes en su obra canónica “La revolución rusa” estaba relacionada con la percepción de “extranjero” que seguía teniendo el judío para el campesino ruso merced al vínculo religioso que unía a las masas de población ortodoxa con la fe nacional del imperio. “La Iglesia ortodoxa -entre las diversas instituciones al servicio de la monarquía rusa- era la que disfrutaba de mayor apoyo popular; representaba el principal vínculo cultural con los ochenta millones de de gran-rusos, ucranianos y bielorrusos que profesaban la fe. Es indiscutible que las masas de la población ortodoxa observaban fielmente los rituales de su iglesia. La Rusia anterior a la revolución estaba visual y auditivamente llena de símbolos religiosos: iglesias, monasterios, iconos y procesiones religiosas, el sonido de la música litúrgica y el tañido de las campanas. A ojos tanto de las autoridades como de la población ortodoxa, un polaco o un judío, por muy asimilados que estuvieran y muy patriotas que fueran, seguían siendo foráneos”.
Esto es sustancial porque es el mujik quien tradicionalmente se descargaba como un trueno (grom) sobre el judío en los célebres pogromos. Estas agitaciones sanguinarias sacudieron el imperio ruso a lo largo del siglo XIX y estaban vinculadas, en su fermento y en su virulencia, tanto con el antisemitismo oficial de la Iglesia ortodoxa como con la concepción patriarcal del poder del mujik. Escribe Pipes: “En tiempos de agitación interna, la Iglesia cumplía su papel en apoyo del orden público por medio de sermones y publicaciones. Presentaba al zar como el vicario de Dios y condenaba como un pecado los actos de desobediencia. En relación con ello, la Iglesia ortodoxa recurría a menudo al antisemitismo. Era la más antisemita de las iglesias cristianas y había desempeñado un importante papel en la exclusión de los judíos de Rusia con anterioridad a las particiones de Polonia en el siglo XVIII y, con posterioridad, en su confinamiento en las provincias de lo que había sido ese país. El clero culpaba a los judíos de la crucifixión de Jesús y, aunque no aprobaba los pogromos, tampoco los condenaba”. Esto es importante porque la erupción volcánica contra la población judía solía suceder tras una fase previa de instigación pública por parte de popes, archimandritas, ermitaños y todo tipo de personalidades religiosas que pululaban constantemente por las comunidades rurales; el trueno sanguinario era permitido por la autoridad civil, que miraba hacia otro lado hasta que las cosas se desbordaban y tras el estallido, todo volvía lentamente a su cauce: los pogromos se producían en momentos de volia desbocada, eran, por utilizar otro término ruso, bunts iracundos de una turba exaltada.
El concepto volia es fundamental porque ilustra sobre la psicología del campesino ruso y ayuda a entender los pogromos. “Las actitudes políticas y económicas de los campesinos rusos se habían forjado en los primeros quinientos años del segundo milenio”, dice el Richard Pipes, “cuando ningún gobierno ponía trabas a sus desplazamientos a través de la llanura euroasiática y había un acceso ilimitado a la tierra. La memoria colectiva de esa era anidaba en la raíz del anarquismo primitivo del campesinado y también determinaba las prácticas hereditarias seguidas por los campesinos rusos hasta los tiempos modernos”. Sólo un jefe fuerte pudo domesticar al mujik libre y arrebatarle la libertad “ancestral”; el jefe que le puso puertas al campo se transfiguró en el zar, cabeza y cuerpo del Estado; para el mujik, volia comenzó a significar “anarquía, la liberación de cualquier obligación con el Estado”.
Para el mujik, según Pipes, la autoridad más directa en su vida cotidiana la encarnaba el bolshak, es decir, el jefe del dvor o casa familiar, unidad básica de la vida campesina en Rusia. Esta casa reunía bajo el mismo techo a padres, hijos, yernos, nueras y toda la descendencia, era “la estructura familiar adaptada a las condiciones climáticas de Rusia (sobre todo de la Rusia europea), ya que la brevedad de la temporada agrícola exigía un trabajo estacional coordinado por parte de muchos labriegos, con ráfagas de un esfuerzo intenso”. Aquí, la autoridad del bolshak era lo que daba sentido a la cohesión familiar enfocada a un trabajo disciplinado; también llamado joziain, el jefe era “por regla general el padre, pero el cargo podía atribuirse, de común acuerdo, a otro varón adulto. Sus funciones eran muchas: asignaba tareas agrícolas y domésticas, disponía de los bienes, resolvía las disputas familiares y representaba a la casa en sus tratos con el mundo exterior. El derecho consuetudinario campesino lo revestía de una autoridad indiscutida sobre su dvor; el bolshak era el paterfamilias en el sentido más arcaico de la palabra, una réplica en miniatura del zar”. Los rusos siguieron conociendo popularmente al zar como “el padrecito” incluso cuando el zar se tornó rojo: era uno de los apelativos coloquiales con que se dirigían a Stalin. Como el jefe en el dvor, el zar domeñaba Rusia: no en vano el título oficial del autócrata era literalmente el de “dueño de toda la tierra” de Rusia y en sentido estricto la manera en que el mujik concebía el ejercicio del poder político se correspondía con el modo en que desde palacio se lo consideraba a él la encarnación de la auténtica esencia rusa en contraposición con la “intelligentsia occidentalizada” que se le oponía desde la Duma, el periódico y la conspiración en el extranjero.
Con la progresiva tensión política, devenida en terrorismo magnicida, entre el zar y sus súbditos, sobre todo urbanos, la monarquía intentó “mimar” al campesinado procurando separarlo tanto de la nociva influencia propagandística de la ciudad y sus círculos proletarios como de la población judía, enemiga ancestral para los custodios de la fe del pueblo. El antisemitismo, siempre presente en la cultura popular de Europa oriental, llegó a ser un tema tan recurrente en el cambio de siglo que dio lugar en Rusia a la aparición de libelos de éxito tan internacional como “Los protocolos de los sabios de Sión”. El judío que conspira contra el trono y el altar se convirtió en un cliché que posteriormente la propaganda antibolchevique transformó en una suerte de profecía autocumplida.
El padrecito de San Petersburgo exhibía por lo común su autoridad mediante la violencia, y así lo asimilaba el pueblo, como señalaba Trilling en el prólogo de “Caballería roja”. Escribe Richard Pipes que “para el campesino el gobierno era un poder que forzaba a la obediencia; su principal atributo era la capacidad de obligar a la gente a hacer cosas que, si por ella fuera, jamás haría, como pagar impuestos, servir en el ejército y respetar la propiedad privada de la tierra. Conforme a esta definición, no había gobierno si el gobierno era débil. Las personas que tenían vlast (autoridad) y que no la ejercían de una manera que suscitara sobrecogimiento podía ser ignorada”. “El campesino”, continúa citando al escritor eslavófilo Yuri Samarin, “no conoce otra garantía inequívoca de la autenticidad de las órdenes imperiales que el despliegue de una fuerza armada. Los gobernantes débiles posibilitaban el retorno a la libertad primitiva o volia, entendida como la licencia para hacer todo lo que uno quisiera, sin los obstáculos puestos por la ley de los hombres”.
Un pogromo, en suma, sólo podía darse en un momento de ausencia total de la autoridad del bolshak. O sea, en un momento de “libertad primitiva”. La mejor descripción de uno de estos pogromos la hace Joseph Roth, el gran novelista austrohúngaro (de origen judío, hijo de la frontera oriental del imperio) en su libro “Tarabás, huésped de esta tierra”. Ambientada en una pequeña ciudad de la frontera occidental del imperio ruso en plena desintegración de la monarquía, el lector asiste al desencadenamiento de una violencia multitudinaria, feroz, irracional y bruta contra la población judía del lugar por un supuesto ultraje a una imagen de la virgen por parte del cantinero judío de la ciudad. Lo interesante de la descripción tan vívida que hace Roth del pogromo es que la crueldad de la turba sólo comienza ante los signos manifiestos de que la autoridad, encarnada por el despótico y misterioso Tarabás, no hará nada para impedirlo. También la violencia contra los judíos cesa precisamente cuando Tarabás acude con los soldados a su cargo dando salvas de mosquetería, en suma “desplegando una fuerza armada” como citaba Richard Pipes en su libro. Agitando con “sobrecogimiento” su vlast, símbolo inconfundible de la autoridad para el mujik, el mujik abandona su furia depravada y vuelve poco a poco a los cauces de la normalidad.
Pipes cita a Stalin, que en el Quinto Congreso del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, el famoso congreso de Londres de 1907, escribió: “La estadística reveló que la mayoría de la facción menchevique estaba compusta de judíos. Por otro lado, una mayoría abrumadora de la facción bolchevique estaba formada por rusos. En este aspecto, uno de los bolcheviques (el camarada Alexinski, al parecer) señaló en broma que los mencheviques eran una facción judía y los bolcheviques, una auténtica facción rusa, por lo cual no sería una mala idea que nosotros, los bolcheviques, organizáramos un pogromo en el partido”. La referencia es heladora porque precisamente Lenin desató un verdadero pogromo contra los mencheviques una vez asaltado el poder en 1917. Stalin, que terminó de construir el Estado soviético siguiendo sobre las sangrientas bases bien asentadas por Lenin, era georgiano. Eso no le impidió que de facto emulara la tradición zarista y reorganizase la Unión Soviética de un modo predominantemente gran-ruso. Recuperó el nacionalismo ruso clásico renovando su mitología patriótica con la Segunda Guerra Mundial, Gran Guerra Patriótica para los rusos: la Guerra Patriótica original fue la victoria sobre Napoleón en 1812, paradigma propagandístico para el estalinismo.
Aunque como matarife masivo no distinguió entre judíos y no judíos a la hora de purgar las diversas capas de la población del imperio soviético y aunque se rodeó constantemente de mujeres de origen hebreo, con las que no dudaba en mantener esporádicos escarceos, es sabido que a su muerte preparaba lo que se puede llamar en puridad un pogromo. Fue lo que se conoció como el Complot de los Médicos, una purga limitada en el tiempo por la muerte del mismo Stalin y emparentada directamente con la creación del Estado de Israel. El antisemitismo inveterado de Stalin estaba seguramente muy vinculado con su juventud georgiana, con “el caldero de prejuicios irracionales” del déspota, como escribe Simon Sebag Montefiore en “La corte del zar rojo” y con el recelo geopolítico: coincidente en el tiempo con el Plan Marshall para Europa occidental, la fundación de Israel se cernió muy pronto sobre la desconfiada mente de Stalin como un peligro y “sionismo, judaísmo y Estados Unidos se convirtieron en conceptos intercambiables en la mente de Stalin”, dice Montefiore. Las viejas ascuas ancestrales, comunes a los habitantes de todas las partes del imperio ruso, fueron reavivadas por inocentes pero letales sugerencias procedentes de círculos intelectuales judíos dentro de la URSS, como que Crimea podía ser la tierra idónea para el establecimiento de Israel y cosas por el estilo. Se puso en marcha en seguida la fatídica maquinaria aniquiladora que descendía como una orden divina desde las alturas del Kremlin y recorría todos los cuerpos de la administración soviética. El Complot de los Médicos comenzó llevándose por delante el famoso Comité Judío Antifascista, creado durante la guerra como instrumento de propaganda antinazi; muchos médicos de origen judío fueron arrestados sucesivamente, incluso el médico personal de Stalin, acusados de espionaje sionista y proamericano. Se dio por tanto la cómica circunstancia de que mientras Stalin agonizaba en la dacha de Kuntsevo “el mismísimo médico de Stalin estaba siendo torturado simplemente por haber dicho que el Vozhd necesitaba descansar”, y la corte de jerarcas con los que compartía el poder, paralizados y aturdidos, no encontraba, sencillamente, a nadie ni sabía cómo actuar ante la imprevista apoplejía del dictador.
El antisemitismo seguía goteando entre los intersticios de la Rusia soviética, incluso después de la muerte de Stalin. Jrushchov, recoge Montefiore, “llegó a comentar en tono condescendiente” a unos comunistas polacos que “ya conocemos a los judíos; todos tienen alguna conexión con el mundo capitalista porque tienen parientes viviendo en el extranjero. Éste tiene una abuela, el de más allá…empezó la Guerra Fría; los imperialistas conspiraban para ver el modo de atacar a la URSS; luego los judíos quisieron establecerse en Crimea…aquí están Crimea y Bakú…a través de sus parientes y amigos, los judíos habían creado una red destinada a hacer realidad los planes de los americanos. Por eso Stalin acabó con ella”. Seguramente la mejor descripción histórica de lo judío en Rusia la hace el Babel que citábamos al principio, un escritor (purgado como tantos otros por Stalin) hijo de comerciante judío que vivió en la tensión permanente entre sus dos almas, judía y marxista, con la identidad personal, por así decirlo, desdoblada. En “El primer amor”, uno de sus “Cuentos de Odesa”, relata cómo “la turba saqueaba nuestra tienda, sacaba cajones de clavos, máquinas, y mi nuevo retrato con uniforme escolar” y su padre se acercó a “un oficial con bandas en el pantalón, con cinturón plateado de gala” que cabalgaba a la cabeza de un grupo de cosacos “despacio, sin mirar a los lados, parecía marchar por un barranco donde sólo se puede mirar hacia adelante. Capitán, musitó mi padre cuando el cosaco pasaba por su lado, capitán, dijo mi padre encogiendo la cabeza y se arrodilló en el barro, mire, están destrozando lo sudado, capitán, ¿cómo puede ser…? El oficial murmuró algo, se llevó a la gorra el guante limón y soltó la rienda pero el caballo no se movió. Mi padre se arrastraba de rodillas ante el caballo, se restregó contra sus patas cortas, bonachonas, despeluzadas. A sus órdenes, dijo el capitán, tiró de la rienda y se fue. Los cosacos le siguieron. Cabalgaron impávidos en sus sillas altas, marcharon por el barranco imaginado hasta perderse en la bocacalle de la Sobórnaya”.