Artículo publicado en The Citizen Mag el 13 de diciembre de 2018.
Cuando Fukuyama aventuró el fin de la Historia en su libro de 1992, tras la caída del Muro de Berlín, estaba en realidad recordando una música antigua. Dice el historiador francés Pierre Miquel en su ensayo sobre la batalla de Austerlitz (La batalla de los Tres Emperadores, editado en España por Ariel) que Hegel “pensó que Austerlitz era el amanecer de un mundo nuevo”. La Historia de Europa y por lo tanto del mundo, tal y como se había conocido hasta entonces, empezaba otra vez con alguien “que tenía el poder necesario para robar los señoríos y los bienes, para trastocar el orden profundo de las sociedades, mientras se daba los aires de un príncipe soberano, y para colmar a su familia y a sus amigos de privilegios. Era el que ponía en cuestión la propiedad de los señores y de los eclesiásticos. Podía arrogarse todos los poderes”. El 2 de diciembre de 1805 el sol de Napoleón se alzó sobre el centro de Europa y su calor, en efecto, pudo sentirse desde Cádiz hasta San Petersburgo.
Tal fue la fuerza con la que irradió la victoria francesa en aquella pradera checa que bien puede decirse que Napoleón ejerció allí de sepulturero del orden antiguo, del Ancient Regime, cuya defunción los libros de Historia casi siempre ubican el día del asalto a La Bastilla. En realidad Napoleón estaba encarnando un proceso histórico evolutivo que había empezado mucho antes de su nacimiento pero que lo necesitó como potencia transformadora absoluta, como demonio hacedor de prodigios. 1789, la revolución, la ejecución de Luis XVI, las guerras de los ejércitos-ciudadanos contra las potencias absolutistas vecinas, la independencia de las colonias inglesas de Norteamérica, el terror jacobino, los desórdenes del Directorio: el campo estaba abonado para la aparición de un puño de hierro que trajese el orden preciso para que lo codificado en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano fuese, por fin, posible.
Toda revolución termina en un tirano pero nadie podía adivinar que el dictador, el espadón militar que auguraba Robespierre iba a ser el genio abrasivo más grande desde Alejandro Magno. Como él, con quien Napoleón estaba obsesionado, cruzó un continente como un relámpago y a su paso dejó cenizas, miles de cadáveres y un mundo nuevo. Porque como el caudillo macedonio Bonaparte fue algo más que un conquistador, dejó un código jurídico y una reforma socioeconómica que sustentó el modelo político cuyas invasiones dejaron plantado en media Europa y que sólo fue germinando años después de su derrota definitiva.
En Austerlitz, Austria y Rusia se habían unido de nuevo, con generosa participación del capital británico, para derrotar por fin a Napoleón. La idea no era sólo vencer, era destruir: al “falso Emperador”, como se conocía a Bonaparte entre las cortes europeas, y a la Francia revolucionaria, devolviéndola a los límites territoriales anteriores a 1792 y a ser posible, al regazo de los borbones desposeídos. Austria había perdido todo lo que tenía en Italia e incluso las provincias croatas y el acceso al Adriático, echada de allí a patadas por el entonces desconocido general Bonaparte; Rusia temía por Polonia y por el Báltico, pero sobre todo temía por su influencia en los acontecimientos de la política europea, ambición que la dominaba desde Pedro el Grande. Sobre todo, lo que austriacos, rusos, ingleses, suecos y prusianos temían era el contagio de las ideas republicanas, auténtico Leviatán que podía corromper sus sociedades desde el núcleo.
Esta vez iban en cabeza de sus ejércitos incluso los emperadores Francisco II de Austria y Alejandro II, lo que era muy inusual a esas alturas de la Historia. Hasta ese punto había forzado Napoleón las cosas, cambiado los usos y las costumbres de la guerra y la diplomacia: ellos dos, un Habsburgo y un Romanov, no podían ser menos que un “Buonaparte”, como pronunciaban su apellido remarcando el origen italiano, para despreciarlo. En paz con Austria desde 1802, Bonaparte se había hecho coronar en ese impás de tiempo, la primera tregua entre Europa y Francia desde la proclamación de la Primera República. Concentró desde entonces un ejército de cien mil hombres en el norte de Francia en previsión de un gran desembarco en Inglaterra y así lo creían todas las cancillerías que, mientras articulaban una respuesta devastadora al poder francés en Alemania, Italia y los Balcanes, pasaron por alto los movimientos que Napoleón dispuso en secreto para lanzar su Grande Armée justo en la dirección opuesta, hacia el corazón del continente. Para él, emperador a través del voto de los franceses (por un referéndum de dudosa legalidad, naturalmente) su supervivencia dependía en exclusiva del éxito militar: la suya y la de la revolución, ante la cual el imperio, en el novedoso formato meritocrático que Bonaparte había ideado, se erigía como único baluarte defensivo.
Cuenta Tolstoi en Guerra y paz que los rusos, en la víspera de la batalla de Austerlitz, vieron “una brillante luz roja” en las avanzadillas francesas y escucharon “los gritos prolongados de miles de voces” como si, de repente, el enemigos estuviera “a diez pasos”. El príncipe Dolgorukov, estrecho asesor del joven zar Alejandro, creía, según Tolstoi, que era “un ardid” de Napoleón, “se retira y ha ordenado a la retaguardia encender unos fuegos y hacer ruidos para engañarnos”. Pero el genio del escritor recreó convenientemente la escena, ofreciendo al lector una panorámica general, llevando la literatura a un lugar que el cine tardaría un siglo todavía en alcanzar:
“Si la vista de Nikolai Rostov hubiera podido penetrar a través de la niebla de la noche otoñal, penetrar hasta donde ardían los fuegos del enemigo cuando iba por las líneas de la avanzadilla, entonces en un lugar de la avanzadilla francesa, a una distancia no mayor de mil pasos de él, hubiera visto lo siguiente: sin los fuegos de campamento, en la oscuridad, había carros de fusileros de la infantería, alrededor de los cuales caminaban los centinelas y detrás de los carros sobre el mismo suelo o sobre paja, yacían los soldados franceses envueltos en sus capas y detrás del montón de soldados se alzaba una tienda de campaña. Junto a la tienda se encontraba un caballo de silla y su jinete. Un joven oficial francés salió de la tienda y llamó al sargento. Tras él salió otro francés con uniforme de ayudante de campo. Los cabos llamaron a asamblea y los soldados que estaban dormidos se desperezaron, se levantaron y en cinco minutos se encontraban reunidos alrededor de los dos oficiales. ¡Soldados! ¡Orden del emperador! promulgó el oficial, adentrándose en el grupo de la amontonada compañía. Un soldado de infantería sostenía, cubriéndola con la mano, una vela de sebo para iluminar el papel. El fuego comenzó a vibrar, se estremeció y se apagó. El oficial se aclaró la voz, esperando la luz. El soldado cogió un manojo de paja, lo fijó a un palo, lo encendió en la hoguera y lo sostuvo por encima de la cabeza del oficial, para darle luz. Apenas un manojo de paja se consumía, otro se encendía, y el oficial pudo leer sin interrupciones todo el contenido de la significativa orden del emperador. Mientras el soldado liaba el manojo de paja, el ayudante le dijo al oficial que sostenía la orden: Mírelos, y que no haya posibilidad de saber qué es lo que está sucediendo allí, dijo él señalando a los rusos. El emperador lo sabe todo, repuso el oficial de infantería. ¡Atención! Y comenzó a leer la orden con cierto énfasis, como en el teatro. Durante la lectura tres jinetes se acercaron y se detuvieron tras las filas de soldados que escuchaban la orden. Tras la lectura el oficial agitó el papel por encima de la cabeza y gritó: ¡Viva el emperador! Y los soldados elevaron al unísono un alegre grito. en este instante un jinete con un sombrero de tres picos y un capote gris, se adelantó hacia el grupo iluminado por el manojo de paja. Era el emperador. La mayoría de los soldados vieron su rostro y a pesar de la sombra que cubría la parte superior del mismo a causa del sombrero, le reconocieron en el acto, y abandonando la formación a causa de la alegría, le rodearon. Los gritos se elevaron más y más, de tal modo que resultaba incomprensible cómo tan pocos soldados podían gritar tan alto. A uno de los soldados se le ocurrió encender dos manojos de paja más, para iluminar el rostro del emperador, otros soldados siguieron el ejemplo del primero y en todas las líneas ardieron manojos de paja. Los soldados de las compañías y los regimientos vecinos corrieron hasta el lugar en el que se encontraba el emperador y se esparcieron más y más por las líneas las luces de los manojos de paja, y se generalizaron más y más los gritos que eran cada vez más intensos. Y esos eran los gritos y los fuegos que sorprendieron aquella noche no solamente a Rostov, Bagration y Dolgorukov, sino a todos los regimientos de la avanzadilla del ejército ruso que ya se encontraban en el campo de Austerlitz”.
Era además la víspera del aniversario de la coronación de Napoleón como emperador en Notre-Dame. La fecha no podía ser más propicia para un genio también de la propaganda.
La campaña, en marcha desde septiembre, había tenido su primera parte en Ulm, villa bávara hasta la que se aventuró el general austriaco Mack con el grueso del ejército del emperador Habsburgo. Creyendo cortar la progresión de los franceses desde Estrasburgo, perdió contacto con Viena y no aguardó a reunirse con los rusos de Kutuzov. Bonaparte dispuso detalladamente sus piezas sobre el tablero para que Mack hiciera precisamente eso, meterse en la boca del lobo y no poder dar marcha atrás. En un tiempo en el que las movilizaciones y las concentraciones de los ejércitos, infinitas masas humanas de cuya logística y aprovisionamiento dependía la mitad de la victoria final, comprendían el cruce de miles de kilómetros y la gestión de mucha información imposible de contrastar, atravesar cordilleras, valles, ríos, superar obstáculos naturales de todo tipo, Napoleón aprovechó mejor sus bazas que sus adversarios. Sobre todo, explotó las debilidades del alto mando austrorruso, prepotente y carente por completo de un sistema de contrainteligencia: nunca supieron a ciencia cierta por dónde se movían los soldados franceses.
Con los ejércitos rusos en camino, Bonaparte jugó con los Alpes, con el control francés del norte de Italia y con la celeridad de su infantería, la mejor del mundo. La idea era forzar una situación en la que de todas las trayectorias posibles los ejércitos enemigos se encontraran con el suyo en el lugar y en el momento más favorable a sus intereses. Era, en cierto modo, un asunto parecido al cálculo balístico que tenía que realizar un artillero, juego de probabilidades y distancias. Y Bonaparte era, antes que nada, teniente de artillería. Dividió su ejército en siete columnas y gracias a una hábil red de espías en territorio alemán supo en todo momento los movimientos austriacos; aisló a Mack y sus 60 mil hombres en el corazón de Baviera, reino amigo de Francia, y mediante una serie de escaramuzas lo encerró en Ulm, donde Mack hubo de capitular. Sólo le costó 1500 bajas. Entonces Bonaparte ocupó Viena, de pronto vacía. La aristocracia vienesa huyó en desbandada hacia el cuartel general del emperador Francisco en Brno, un hombre a esas alturas “envejecido prematuramente, deprimido y desacreditado a causa de los desastres que habían sufrido sus ejércitos” según el historiador militar David Chandler. Los rusos, de pronto, se vieron con el peso de la campaña sobre sus hombros. Reunidos los aliados en territorio checo, Napoleón los atrajo hacia el campo de batalla que más favorecía a sus intereses, una zona situada en el cruce de los caminos que conectaban Viena, Praga, Hungría y Polonia; allí movió sus alfiles y preparó el tablero para destruir lo que quedaba del ejército austriaco y al ruso, en un día y en un sitio.
Estaba demasiado lejos de Francia como para dejar escapar al enemigo con vida.
La batalla tomó el nombre de Austerlitz porque como recoge el barón de Marbot (que luchó en ella) en sus memorias “los emperadores de Austria y de Rusia habían pernoctado la víspera de la batalla en Austerlitz, población delante de la que se libró, en su castillo, de donde Napoleón los expulsó”. En realidad tuvo lugar en una meseta abierta entre dos riachuelos, llamada de Pratzen, a 12 kilómetros de Brn, que el mismo 21 de noviembre Napoleón había examinado y mandado a sus edecanes anotar como preferente para acoger el combate. Las tropas francesas estaban en una inferioridad numérica de 3 a 1 respecto de las austrorrusas y Napoleón exageró hasta el límite su precariedad dando constantes señales de querer un armisticio y de abandonar el campo de batalla. Contaba con la fatuidad de los estrategas austriacos, a cargo del plan general de la coalición, y con la necia impetuosidad de los asesores del zar, que no tenía ni idea de cómo se hacía la guerra y se dejaba guiar por los delirantes proyectos de una serie de jóvenes petimetres de la nobleza petersburguesa ansiosos de “gloria” y títulos. Lo explica estupendamente Marbot: “Hemos visto que el Emperador había mostrado pocas tropas a su derecha; era una trampa que tendía al enemigo, para que creyeran poder tomar con facilidad Telnitz, atravesar el Goldbach, ir a Gross-Raigern y apoderarse del camino de Brünn a Viena a fin de cortarnos toda posibilidad de retirada”. Pierre Miquel recoge una anécdota del día antes de la batalla, cuando Napoleón reconoció desde su coche a uno de sus veteranos de Egipto y las campañas italianas y le soltó “esos pedazos de idiotas se creen que sólo tienen que abrir la boca para tragarnos” a lo que el veterano grognard le contestó “pero no va a ser así, porque entraremos atravesados”.
Siempre se habla de las claves estratégicas, del conocimiento del arte de la guerra y de la planificación detallada de las campañas como pilares del genio conquistador de Napoleón, pasándose por alto su complicidad con los soldados: además del carisma natural, Bonaparte se preocupada por cultivar entre ellos la imagen de proximidad y camaradería que amansaba sobre todo a las fieras jacobinas, “comecuras” como los describe Miquel, que combatían por Francia desde Valmy y que veían en él “a uno más como ellos, al general convertido en ciudadano”.
“Los austrorrusos” sigue Marbot “cayeron como chorlitos: desguarnecieron el resto de sus líneas, aglomeraron torpemente fuerzas considerables en la hondonada de Telnitz y en los caminos pantanosos de las vecindades de las lagunas de Satschan y de Menitz. Se figuraban, no se sabe muy bien por qué, que Napoleón quería retirarse sin aceptar la batalla y resolvieron atacarnos hacia el Santón, a nuestra izquierda y el en centro, delante de Puntowitz, para que nuestra derrota fuera más completa cuando, obligados a retroceder en esos dos puntos, encontráramos el camino de Brünn a Viena ocupado por los rusos”. Era un plan demasiado complejo, recargado, falto de realismo. Un plan de salón que hacía aguas por todas partes. El único que lo advirtió fue Kutuzov, el general con más experiencia de los reunidos allí, héroe de las guerras turcas, un hombre práctico y sabio al que amaban sus soldados justamente porque cuidaba de ellos y procuraba no arriesgar sus vidas en vano. En 1812 Kutuzov podría desquitarse pero ese día, sin embargo, estaba allí para decorar el cuadro, porque el zar Alejandro era demasiado joven y sus decisiones habían de ser avaladas por el prestigio de una vieja gloria. Nadie le echó cuenta y Kutuzov se limitó a planear, ya desde la víspera de la batalla, la manera de salvar el máximo posible de sus hombres. Tolstoi describe la escena de la última reunión en el cuartel de Kutuzov: Weirother, quien hacía la guerra por Francisco II, dando prolijas explicaciones de un plan que daba demasiadas cosas por sentadas; Kutuzov durmiéndose, los generales rusos y austriacos más veteranos con cara de póker y los más jóvenes aplaudiendo con las orejas, vendiendo la piel de Bonaparte antes de cazarla.
Sobre el terreno, todo salió tal y como Napoleón había imaginado. Se peleó desde las cuatro y media de la madrugada hasta prácticamente las cinco de la tarde, y el resultado fue la completa aniquilación del ejército austrorruso. El plan de Weirother estiró las alas como si fueran chicles y por el medio penetró la Grande Armée como un cuchillo en mantequilla. La caballería de la Guardia, guardada para la ocasión, dio el descabello en el après-midi, cuando el sol ya se ponía sobre las colinas suaves de Bohemia. Todo acabó en una carga épica, como en los grandes relatos, el broche perfecto: mamelucos reclutados en Egipto destrozando los últimos cuadros de la Guardia Imperial del zar. En la desbandada rusa, Marbot describe cómo Napoleón mandó bombardear los lagos congelados por los que huían los soldados de Kutuzov. “Se oyó un enorme crujido. El agua, penetrando por las grietas, cubrió muy pronto los témpanos, y vimos a millares de rusos, con sus numerosos caballos, cañones y carros, desaparecer lentamente. ¡Espectáculo horriblemente majestuoso que no olvidaré nunca!” Napoleón quedaba dueño completo de Europa y la revolución de 1789, salvada del todo. El príncipe Bolkonski de Guerra y paz, rememorando la acción de Bonaparte con la bandera en el puente de Arcola, cayó en la meseta de Pratzen, desvanecido. Se despertó cuando el mismo Napoleón contaba los muertos. Mandó que lo levantasen y le preguntó cómo se sentía, a lo que el personaje de Tolstoi, en silencio, no contestó, pues en su cabeza daba con un martillo la idea de “la insignificancia de la grandeza y de la vida” en comparación con “ese alto cielo” azul oscuro que miraba indiferente sobre la noche de Austerlitz la tragedia de los hombres.