Artículo publicado en The Citizen Mag el 22 de noviembre de 2018.
Dice el historiador británico Simon Sebag Montefiore en la introducción de su estudio biográfico del joven Stalin (Llamadme Stalin. La historia secreta de un revolucionario) que “muchos elementos inexplicables de la experiencia soviética -por ejemplo, el odio al campesinado, el secretismo y la paranoia, la sangrienta caza de brujas desencadenada durante el Gran Terror, el hecho de colocar al partido por encima de la familia y de la propia vida, o los recelos del propio espionaje soviético, que permitieron el éxito del ataque por sorpresa de Hitler en 1941- fueron fruto de la vida en la clandestinidad, la konspiratsia de la Ojrana y los revolucionarios, pero también de los valores caucasianos y el estilo de Stalin. Y no sólo de Stalin”. Sigue Montefiore: “La formación del carácter de Stalin, sin embargo, resulta particularmente importante debido a la naturaleza tan personal de su gobierno. Además, Lenin y Stalin crearon la idiosincrasia del sistema soviético a imagen y semejanza del despiadado círculo íntimo de conspiradores del que se habían rodeado antes de la Revolución. De hecho, buena parte de la tragedia del estalinismo-leninismo es comprensible sólo si se tiene en cuenta que la conducta de los bolcheviques siguió siendo la propia de la clandestinidad, independientemente de que estuvieran en el Kremlin, al frente del gobierno del imperio más grande del mundo, o de que estuvieran en el cuarto trasero de una taberna de Tiflis y no fueran más que una oscura camarilla”.
El Partido Bolchevique (que significa, literalmente, “los mayoritarios”) siempre fue un partido en guerra. Desde su escisión, primero nominal, más tarde formal, de la matriz revolucionaria rusa, el Partido Obrero Socialdemócrata, hasta la toma del poder en 1917 y más allá. Mucho más allá. Un partido en tensión bélica permanente, interior y exterior, a imagen y semejanza de sus próceres, cuya paranoia sangrienta y su neurosis dogmática se reflejaba incluso en la forma de vestir (guerreras y capotes militares, botas altas y oscuras, un aire inconfundible a escuadrón paramilitar), de comportarse, de gobernar, de tratar la disidencia e incluso de enterrar a sus muertos, como atestigua el propio Montefiore cuando describe en La corte del zar rojo las exequias de Kirov, el jefe bolchevique de Leningrado, en 1934: “El funeral fue una manifestación exagerada de sentimentalismo kitsch bolchevique, con antorchas encendidas, cortinas de terciopelo rojo, banderas colgando desde el techo hasta el suelo y palmeras y más palmeras, y un frenesí moderno de medios de comunicación, con un montón de periodistas disparando sus cámaras fotográficas y tubos fluorescentes iluminando el cadáver, como si se tratara de las luces de neón colocadas en las fachadas de los teatros. La orquesta del Bolshoi interpretó marchas de difuntos. No sólo los nazis podían organizar brillantes exequias por sus héroes muertos; hasta los colores eran los mismos en ambos casos: todo era rojo y negro”.
Esta naturaleza agónica del Partido, ese culto a la violencia supersticiosa, al recelo, a la intriga y a la endogamia, se nutría de la inveterada tradición política zarista y se había forjado durante décadas de persecución, clandestinidad y destierro. A su vez ese carácter, que vertebró al partido desde la cima de la pirámide, es decir, desde el Comité Central del Partido, hacia abajo, forjó de la misma forma el imperio soviético hasta la caída del Muro de Berlín. Todos los individuos que asaltaron el poder en octubre de 1917 en San Petersburgo habían pasado la mitad de su vida jugando el peligroso juego del gato y del ratón con la policía de los zares. Impregnaron su obra con el espíritu de sus vidas y ese espíritu alcanzó casi otro siglo, el XXI. Ese ethos gobernó la vida de cientos de millones de personas durante ochenta largos años, modificando el mapa del mundo (en sentido estricto, geográfico, y en sentido figurado) para siempre. Se puso a prueba y se templó como el acero con la Guerra Civil que sacudió el viejo imperio de los Romanov desde 1918 hasta 1923: tanto es así que ya en plena industrialización a revienta calderas, en los años 30, los miembros del Politburó que acompañaban a Stalin en su pantagruélico plan de modernización y sovietización del imperio se retiraban a menudo semanas y meses enteros a los balnearios caucásicos y de Crimea por prescripción médica, aquejados de padecimientos cardiovasculares y un estrés crónico.
Sin la Guerra Civil no se puede entender lo que fue la Unión Soviética. Tampoco puede entenderse el impacto global del ejemplo ruso en el mundo a lo largo del siglo XX sin profundizar en el pasado errático, lleno de actividades ilegales de propaganda y agitación, de sabotajes, atracos, crímenes terroristas, congresos fratricidas, enemistades mortales, destierros e idas y venidas permanentes de todos los que aprovecharon la revolución de febrero de 1917 para establecer a sangre y fuego la primera sociedad socialista de la Historia del mundo. Todas las dictaduras comunistas posteriores se han mirado en la soviética y la soviética fue ni más ni menos que la culminación de las vidas de sus artífices: vidas quebradas, turbulentas, enfebrecidas por el extremismo y circunstancias personales de toda índole que influyeron en la configuración de un régimen despótico primero y absolutamente tiránico después, una vez victorioso Stalin de su duelo a muerte con Trotski. “Cualquier duda suponía una traición. La muerte era el precio del progreso. Rodeados de enemigos como habían estado durante la guerra civil, tenían la sensación de que lo único que hacían eran gestiones destinadas a mantener el control del país. De ahí que cultivaran la tverdost, la dureza, la virtud bolchevique. No obstante, su brutalidad consciente iría acompañada de un código de conducta propia del Partido sumamente rígido: se suponía que los bolcheviques se comportaban entre ellos como caballeros burgueses. Los divorcios eran censurados con más severidad que en la Iglesia católica”, afirma Simon Sebag Montefiore.
La Guerra Civil rusa abrió en canal un inmenso territorio que no había dejado de crecer durante los trescientos años de reinado de los Romanov. También facilitó lo que Martin Amis llamó en su libro Koba el Temible “el hundimiento del valor de la vida humana”, rasgo nuclear de la vida en la Unión Soviética a partir de entonces. Emergieron todas las costuras étnicas, políticas, ideológicas y socioculturales de un imperio tan vasto como heterogéneo, rusificado a medias. La lucha bolchevique tuvo un carácter dual: desde el golpe de octubre en Petrogrado la intención, publicitada desde antiguo por Lenin y los ortodoxos del marxismo, era expandir el socialismo desde Rusia hacia toda Europa. Es decir, prender la mecha de la revolución internacional allá donde fuera posible. A pesar de que el mundo estaba lamiéndose las terroríficas heridas de la recién terminada guerra mundial aquellos exaltados revolucionarios profesionales creían de verdad que una guerra civil mundial (o al menos europea) entre el proletariado del resto de países y las clases dirigentes era una cuestión inminente; ese empeño era impostergable y había de conjugarse con la necesidad urgente de mantener con vida el Estado soviético, que durante casi toda la Guerra Civil apenas ocupó algo más que el territorio histórico del viejo Principado de Moscovia: el corazón de la Rusia étnica tradicional, acechado por blancos, alemanes, aliados franco-británicos, checoslovacos, oposición democrática y un mosaico de enemigos. Los bolcheviques sólo pudieron resistir y vencer el ataque combinado de tantas fuerzas adversas desarrollando una brutalidad sin parangón, un terrorismo de Estado que no conoció límites y que acabó resultando una de las características perdurables del posterior régimen soviético.
Una de las obras fundamentales para entender la magnitud humana de esta guerra total, sin fronteras y sin límite ético alguno, es precisamente una novela. El Don apacible, escrita por Mijaíl Shólojov entre 1925 y 1932 y joya de lo que se dio en llamar el realismo socialista. Los escritores eran para Stalin “ingenieros del alma humana” y su trabajo era “describir lo que debía ser la vida, haciendo un panegírico del futuro utópico, y no lo que era. Mostrar fielmente la vida, que por tanto no podía más que mostrarse en la literatura volcada hacia el socialismo del futuro”. El Don apacible, comparado con Guerra y paz por el exégeta del estalinismo (y a la postre también víctima) Gorki, es una impresionante novela-río de casi tres mil páginas donde fluyen como agua ensangrentada los nueve años que se llevaron en guerra, ininterrumpidamente, los habitantes del imperio ruso, desde 1914 hasta 1923.
La epopeya de los cosacos del Don no es, strictu sensu, un panfleto propagandístico, aunque hay elementos inconfundibles de opúsculo bolchevique. Paradójicamente es también un canto nostálgico a las formas de vida no rusas que sucumbieron para siempre con la sovietización que trajo la victoria bolchevique en la Guerra Civil. Esas formas de vida autónomas, libres y hasta salvajes, que habían sobrevivido en los márgenes de la autoridad del zar durante siglos, como la cosaca, libraron entre 1918 y 1923 la batalla decisiva por su supervivencia. Y perdieron. Se suele entender la Guerra Civil rusa como un conflicto binario entre dos cosmovisiones incompatibles. Sin embargo el reflujo de la fallida cruzada internacional bolchevique se sintió especialmente en la aniquilación de las aspiraciones independientes de comunidades como la cosaca, amplio espectro de pueblos relativamente homogéneos desde el punto de vista étnico que se extendían desde el Mar Negro hasta el Caspio e incluso el Asia Central. El Don apacible exhibe con profusión de detalles la tragedia de unos hombres puestos entre poderes incompatibles, que tenían que elegir el mal menor en una situación de incertidumbre abrumadora y con la sensación de que el mundo tal y como lo habían conocido y heredado, se estaba terminando.
Grigori Mélejov, quizá el protagonista principal, atraviesa las páginas del libro sin dejar de combatir. ¿Contra qué? Se podría decir que contra toda una época. En realidad las grandes obras de la literatura rusa de aquel período muestran la misma pulsión: la angustia existencial del individuo reducido a un guerrero solitario para sí mismo, impotente ante el choque de un mundo nuevo que se impone avanzando sobre un océano de sangre y un mundo viejo que se descompone aullando desesperadamente, segando miles de vidas en su caída. Recuerda la cita de Macbeth: “Estoy nadando en un mar de sangre, y tan lejos ya de la orilla, que me es indiferente bogar adelante o atrás. Es tiempo de obras y no de palabras”. “¿Para qué pensar?” se dice Mélejov, un auténtico fin de raza. “¿Por qué se resolvía su alma -como el lobo acorralado en la batida- en busca de una salida, de una solución a las contradicciones? La vida resultaba algo tan simple y sabio que causaba risa. Ahora se le figuraba ya que jamás había existido una verdad bajo cuyas alas pudieran cobijarse todos, e irritado a más no poder pensaba: cada uno tiene su verdad, su surco. Los hombres lucharon y lucharán siempre por su trozo de pan, por su parcela de tierra, por su derecho a la vida; así será mientras el sol brille, mientras la sangre caliente corra por las venas. Hay que luchar contra aquellos que quieren arrebatarnos la vida, privarnos de nuestro derecho a la vida. Hay que luchar de firme, sin vacilaciones, como el que está con la espalda pegada a la pared: la firmeza y el odio se lo dará la misma lucha. El camino de los cosacos se cruzaba con el camino de los campesinos sin tierra de Rusia, con el camino de la gente de la fábrica”.