Aquella noche de verano en la Casa Ipátiev

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Artículo publicado en The Citizen Mag el 18 de julio de 2018. 

El 22 de julio de 1918 The Times publicó: “En la primera sesión del Comité Ejecutivo Central elegido por el Quinto Congreso de los Consejos se hizo público un mensaje, recibido directamente por telegrama del Consejo Regional de los Urales, relacionado con el fusilamiento del antiguo zar Nicolás Romanov. Recientemente, Ekaterimburgo, capital de los Urales Rojos, se vio seriamente amenazada por la aproximación de las facciones checoslovacas. Al mismo tiempo, se descubrió una conspiración contrarrevolucionaria cuyo objetivo era arrebatar al tirano por la fuerza de las manos del consejo. A la luz de estos hechos, el presídium del Consejo Regional de los Urales decidió fusilar al antiguo zar Nicolás Romanov, decisión que fue materializada el 16 de julio. La esposa e hijo de Romanov han sido enviados a lugar seguro. Los documentos hallados relativos a este complot se han enviado a Moscú con un mensajero especial. Recientemente, se había tomado la decisión de enviar al antiguo zar ante un tribunal para que fuera juzgado por sus crímenes contra el pueblo, pero únicamente debido a los acontecimientos posteriores se retrasó la adopción de estas medidas. La presidencia del Comité Ejecutivo Central, tras haber analizado las circunstancias que obligaron al Consejo Regional de los Urales a tomar esta decisión de fusilar a Nicolás Romanov, decidió lo siguiente: la Presidencia del Consejo Ejecutivo Central Ruso acepta la decisión del Consejo Regional de los Urales al juzgarla adecuada”.

Sin embargo, esta versión era completamente falsa, una traducción textual de la nota que Sverdlov, secretario del Comité Central y mano derecha imprescindible de Lenin desde octubre de 1917, redactó y entregó a los órganos del Partido, Izvestia y Pravda. Fue publicada el 19 de julio en Rusia y la noticia, recibida entre los quebrantos y la terrible incertidumbre de la guerra civil, fue acogida con indiferencia por la población.

Pero la zarina Alejandra y los hijos de Nicolás también habían sido aniquilados. La ejecución fue, en palabras del historiador Richard Pipes, más parecida a la matanza perpetrada por unos gángsteres que a algo semejante a un juicio. La farsa orquestada después tuvo el único objeto de desvincular a Lenin de la decisión de acabar con los Romanov y presentar el hecho ante el mundo como una decisión de urgencia tomada por los bolcheviques de Ekaterimburgo. Pero, hoy lo sabemos, era poco probable que una cosa tan trascedente se decidiera en la Rusia soviética naciente sin que Lenin lo supiera y lo aprobara.

A la población de Ekaterimburgo, próxima a uno de los frentes más candentes en aquel momento que la Rusia roja tenía abiertos con sus enemigos, se le informó mediante hojas de periódico pegadas por las paredes que “un complot de Guardias Blancos” pretendió “secuestrar al antiguo zar y a su familia”. “El Soviet Regional de Obreros y Campesinos de los Urales se anticipó al plan criminal y ejecutó al gran asesino ruso”. La mentira de que el resto de la familia imperial estaba a salvo duró hasta que en 1926 se admitió oficialmente que todos habían muerto junto al último autócrata: la evidencia, mostrada por un investigador de los blancos que había recopilado una ingente información luego de la caída de Ekaterimburgo ese mismo año en manos de la Legión Checoslovaca, se había propagado ya por Occidente. Sin embargo, la ubicación exacta de los cuerpos permaneció enterrada en los archivos del Comité Central en el Kremlin.

Nicolás fue asesinado junto a Alexis, el zarévich hemofílico, su mujer, la zarina Alejandra, sus tres hijas, las grandes duquesas de Rusia Anastasia, Tatiana y Olga, el doctor Botkin, los últimos tres criados que les quedaban, Demidova, Jaritonov y Trup, y el perro de Anastasia, Jemmy. Ocurrió en el sótano de la Casa Ipátiev de Ekaterimburgo, en la madrugada del 16 al 17 de julio. El escuadrón encargado del asunto estaba liderado por el jefe de la Checa local, a su vez Comisario de Justicia del Soviet Regional de los Urales, Yákov Mijáilovich Yurovksi. Éste los despertó a la una y media diciéndoles que tenían que trasladarlos a otro lugar más seguro puesto que la región sufriría una ofensiva inminente de la Legión Checoslovaca. El escuadrón de la muerte contaba con diez hombres, sólo cuatro de ellos rusos. Fue una carnicería espantosa en medio de la oscuridad que terminó con los sicarios rematando a bayonetazos a las grandes duquesas, quienes habían escondido dentro de sus corpiños los diamantes que les quedaban.

El propio Yurovski escribió sus memorias y contó que llevaron esa misma noche los cuerpos a una mina de oro abandonada a quince kilómetros de la ciudad. Allí los desvistieron y los quemaron. Al día siguiente Yurovski volvió, los desenterró con la idea de mandarlos a Moscú; el barro de la carretera los convenció de que era imposible, y junto al camino, en un punto mantenido en secreto hasta 1989, abrió una fosa poco profunda y quemó los cadáveres otra vez, con queroseno y ácido sulfúrico para hacerlos irreconocibles.

Lenin había escrito en 1911 que “era preciso decapitar por lo menos a un centenar de Romanov”. Una vez tomado el poder, se barajó la idea de un juicio en donde al zar se le atribuyesen únicamente los delitos cometidos desde 1905, año en que Rusia se convirtió por primera vez, nominalmente, en una monarquía parlamentaria. Pero en junio de 1918 la Rusia roja estaba bajo asedio: los alemanes, después de Brest-Litovsk, habían ocupado Riga y la amenaza de un avance sobre Petrogrado era muy real; en Ucrania y en el Cáucaso la situación estaba fuera de control y en los Urales se combinaba contra el poder soviético la acción de checoslovacos y blancos. Los Aliados occidentales tenían tropas en las ciudades árticas y en Odesa y Lenin dispuso desde Moscú el exterminio de la familia imperial mediante la farsa de las “fugas”. Se probó el sistema con éxito con la ejecución bárbara de Miguel, el hermano de Nicolás, oficialmente el último zar de Rusia.

La indiferencia internacional ante el anuncio de la muerte de Miguel cerró definitvamente el expediente. El 2 de julio, según Pipes, se tomó la decisión de acabar con Nicolás y su familia, “con toda probabilidad, en la reunión del Sovnarkom celebrada esa noche”. Aquel día el Consejo de Comisarios del Pueblo decidió en Moscú nacionalizar formalmente todas las propiedades de los Romanov y ceder la responsabilidad de la custodia de la familia imperial a la Checa de Ekaterimburgo, eximiendo por tanto, de manera oficial, al Soviet de la ciudad. En la práctica esto significaba la aprobación tácita de Lenin de cualquier decisión que el jefe de la Checa, el mencionado Yurovski (a quien Simon Sebag Montefiore define como “un bolchevique ascético, con barba y una espesa mata de pelo negro”, condenado por asesinato durante el viejo régimen) tomase respecto del zar y su familia. El crimen sería asumido y respaldado por el poder soviético central, lo que de hecho, ocurrió, sin que por ello quedase constancia documental de que la última palabra fuese la suya. Lenin jugaba ya para la Historia, que siempre reserva un mal lugar a los regicidas.

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