Incentivos

De la reciente crisis del taxi que se ha vivido en España (hemos vivido puesto que a pesar de su carácter estrictamente urbano, por no decir, capitalino, circunscrito a Madrid y Barcelona, la conversación pública ha estado aturullada por este asunto también en provincias, de forma a veces cómica, en todo caso de un modo estomagante, insoportable dada la naturaleza centralista del discurso mediático nacional, que emana fundamentalmente del binomio Madrid-Barcelona, la megalópolis periodística de España) me quedo con el señor Garrido. Es decir con lo que su postura inflexible no ha conseguido -eso me da lo mismo, no pretendo entrar en el fondo del asunto- sino que ha revelado. Sí, en efecto, que el señor Garrido, presidente de la Comunidad de Madrid, no haya cedido a la presión maximalista de los taxistas, circunstancia que a la postre ha terminado forzándolos a abandonar la huelga, que duraba ya casi un mes, revela algo sustancial del sistema político español: sólo aquel representante público que está por completo libre de la tiranía electoral, o sea, aquel que ya no tiene ningún futuro político, aquel cuya carrera en este mundillo está acabada, que no aspira a ser reelegido, que está en una palabra amortizado políticamente, puede, sí, adoptar posturas firmes, consecuentes con sus ideas (sean éstas las que sean) y por lo tanto tomar decisiones con visos de perdurabilidad. Esto da una idea inquietante del régimen democrático de España y sobre todo de su horizonte, bastante oscuro a tenor de la norma táctica que impera desde hace mucho tiempo en el modo de conducirse que tienen quienes ocupan cargos de responsabilidad o aspiran a ocuparlos: no hacer nada que sea percibido, aunque sea mínimamente, como agresivo, beligerante, incluso vehemente; no hacer nada que no esté bien visto, no hacer nada susceptible de ser tomado como radical, esté en juego lo que esté en juego, ya sea la libre competencia en un sector, la competencia en igualdad de condiciones, la unidad territorial de la nación o su soberanía política. El corolario de este espíritu, quizá sea necesario apellidarlo del tiempo, es inevitablemente la línea de actuación política consistente en no hacer nada, una suerte de fabianismo moderno o dontancredismo del que Mariano Rajoy fue un primer y soberbio exponente y al que Pedro Sánchez, su sucesor en La Moncloa, va perfeccionando meteóricamente dotándolo de un aparato retórico y propagandístico que consigue crear en la opinión pública una formidable sensación de movimiento que quizá algún zoólogo podría comparar con esas tácticas que en el mundo animal se dan en diversas especies consistentes esencialmente en camuflarse para pasar desapercibido de sus depredadores naturales.

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