Crónicas del sur de España #13

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#13 Cádiz.

El sábado pasado estuve en Cádiz. La excusa fue ver el Elcano. Se precisan pocas excusas para ir a Cádiz. Me quedé pensando, como siempre que voy, en el potencial que tiene Cádiz, sobre todo si se la compara con otras ciudades españolas como San Sebastián, Bilbao, Málaga, Valencia, por qué no, Barcelona. Cádiz es sin lugar a dudas la ciudad, o por mejor decir la parte de España que más ha padecido -y sigue padeciendo- la pérdida de la condición imperial de España y la reconversión en Estado moderno al modo en que lo explica estupendamente Roca Barea en su libro. Cádiz es el comercio, siempre lo fue. Su misma fundación como factoría comercial fenicia lo atestigua. El vínculo con Grecia y luego, especialmente, con Roma, hablan por sí solos. Por Cádiz entraron en España riquezas e ideas durante siglos, la comparación con Barcelona por ejemplo no se resistía, en perjuicio de Barcelona me refiero, incapaz siempre de alcanzar la cualidad intrínseca y el valor de Cádiz como puerto avanzado de la nación ante el mundo hasta la terrible segunda mitad del infausto XIX. Desde entonces la degradación gaditana es irreversible, su jibarización social, la de sus propias gentes. Hablamos de esto mientras volvíamos de Casa Manteca, en uno de los ventrículos de La Viña. El sitio es maravilloso, atestado de guiris y turistas -yo uno de ellos, nosotros lo éramos, en este mundo ya sólo se puede ser turista o usuario, difuminadas por obsolescencia o imposibilidad material las categorías de viajero y residente- y sin embargo puro, un tabanco cuya solera eran las paredes llenas de fotos de cantaores, de reuniones noctámbulas, fotos barnizadas con ese brillo que uno se imagina tienen siempre los tiempos pretéritos y mejores, tiempos de felicidad y despreocupación; fotos de toreros, carteles antiguos, atrezzo de carnaval, un tabanco comme il faut donde no se cabía y que aún sirve en papel de estraza (convertido esto en rasgo de diferenciación comercial de gran valor en la actualidad) un atún metido en manteca que me reafirmó profundamente en mi condición de depositario de la mejor civilización del mundo, la mediterránea. Hablamos, digo, mientras cruzábamos de vuelta La Viña hasta la catedral y luego hacia el puerto y el coche y hacia la noche y hacia la orilla del Guadalquivir y la cama, de ciertos caracteres generales gaditanos. Al fin y al cabo un gaditano contemporáneo es un austrohúngaro latino, un Trotta, un heredero de un emporio muerto que se ve obligado a vivir en calles viejas como el sol que están encajonadas entre el Atlántico y la bahía. Apenas una lengua de tierra empedrada separa estos dos brazos del mismo mar prometeico y tenebroso. ¿Qué puede uno hacer? ¿Trabajar? El concepto calvinista o luterano del trabajo y de la redención personal a través del sacrificio y de la probidad resultan incompatibles con la piedra ostionera y con los palacios de impronta genovesa o florentina, o británica o francesa, que encallados en el corazón de Cádiz, desconchados y desmontados poco a poco por sus balcones oxidados y sus puertas de madera agrietadas y polvorientas, les recuerdan a los habitantes de estas calles que hubo un tiempo en el que no necesitaban ser siervos de ningún Estado del Bienestar (beneficencia moderna) para ponerse a la altura política de las grandes naciones del mundo. Cádiz ahora es el lento mecerse a la deriva de un transatlántico destruido por los cañonazos de la modernidad, y la tripulación que queda dentro, impotente ante su destino, elige a cada poco timoneles disparatados cuyo gobierno se articula en un popurrí carnavalero y una pancarta gigantesca colgada en el ayuntamiento, en la que no se dice nada pero se proclama que la nada gusta y vende y se está muy a gusto en ella, mientras no sople mucho el viento. Por cierto que la visita al buque Elcano fue una experiencia decepcionante, una espera inasumible y menos para ser un sábado por la tarde, y una premura en la visita propiamente dicha -apenas nos dejaron ver un poco de la banda de estribor, meter la nariz en las cocinas, atisbar el refectorio, y adiós- que dejan en un lugar lamentable a la Armada pero qué importa, Elcano tiene ya 98 años, supongo que durará más que España misma, a este paso.

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