El último hidalgo

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Todo el procés ha ido deparando, con su degeneración, momentos lisérgicos y extraños que viendo lo que pasa en el resto del mundo habrá que ir enmarcando en el desarrollo general de la vida política en la era postindustrial. Sin embargo, el fenómeno Álvaro de Marichalar es sin duda el más curioso e interesante. A título individual, este hombre es lo más fascinante de todo lo que está pasando en España en el último año y medio. El golpe de Estado catalanista ha generado multitud de imágenes y anécdotas pero casi todas se han ido perdiendo, diluidas en el maremágnum general, en el caos y dispersión de la hiperinformación.

Marichalar, en cambio, no. Viene y va, aparece y reaparece. Su caso es único, entrañable, heroico. Álvaro de Marichalar se ha propuesto versionar el Quijote en nuestro tiempo: un aristócrata algo tarumba, en pantalón blanco y chaqueta de terciopelo, defendiendo a España en el ojo del huracán de la turba, como un mártir esteta. Hay tanta mentira, tanto personaje de cartón piedra en todo este circo catalanista, hay tanto uomo di merda por usar la expresión italiana que tan plástica y precisa es, que la pureza ingenua, inocente, de Marichalar brilla como el sol reflejándose en la nieve. Ha tomado para sí la defensa de España, de la idea y de la realidad de la nación, sin pedirle permiso a nadie y sin coger ninguna bandera de partido.

Ahí radica la belleza de su gesto: ni Tuiter, ni columna de periódico, ni plataforma partidocrática ni hostias, ese hombre se ha plantado en Cataluña completamente solo y parece como si quisiera abrazar a todos los catalanes, secesionistas y no secesionistas, como si quisiera recuperar fraternalmente a los catalanes renegados, expuesto a la furia de la canaille. Su ejemplo es entre grotesco y admirable. Por un lado produce aprensión porque es un tipo enfrentado en solitario a la turba, puesto en medio de la calle, sin armas, sin nada, él y sus americanas de tweed, enfrentándose a cientos de encapuchados, a tipos execrables que blanden a un palmo de su cara porras y palos, que tiran piedras, que escupen, arropados por la masa que siempre es ruin y representa lo peor del género humano. Se juega física y literalmente la cara, y ya se la han roto. Le da igual.

De avatar tiene en Tuiter la bandera de la Unión Europea y hasta su europeísmo me parece entrañables y una cosa digna de admiración. Descubrir que tenía cuenta en Tuiter me alegró el puente. Me dio la impresión de que se protege detrás de ese fondo azul estrellado de oro como si la gran superestructura de Bruselas fuese todo lo que hay que decir al respecto y él tuviese la misión de ir allí a explicárselo a los hermanos catalanes que han perdido el norte. No sé qué produce más desamparo, si su egregia figura levantada en medio de una calle llena de agitadores y niñatos de Gracia y Pedralbes jugando a ser Lenin o su fe en el futuro agregador de la confederación europea, en el sueño europeo que todos nos creímos.

Por otro lado, resulta grotesco seguramente porque ya no estamos acostumbrados a cosas así, a heroicidades así. Ahora todo es además de frío, banal, el sarcasmo ha dejado de ser un recurso y se ha convertido en un gesto que ya llevamos siempre en la boca, con el que despreciamos el mundo y su singularidad: y no hay ninguna duda de que Álvaro de Marichalar es una singularidad, una quijotada profundamente española por lo que tiene de apostólica locura y de braveza.

El mejor momento simbólico -y ya todo es símbolo, sólo importa el símbolo, no hay ni personas ni cosas ni entes, somos símbolos nosotros mismos, cubiertos de carne- de todo el procés fue ver a Marichalar en la plaza de la Generalidad deambular insultado por la gente que se iba congregando mientras Puigdemont completaba la farsa de la declaración de independencia, proclamando la república fallida a la vez que dos mossos cogían de mala forma por el hombro a Marichalar y lo detenían bien sabe Dios por qué.

Como en Cataluña hace ya un año que pasan cosas y nadie sabe explicarlas, que se cortan autovías y la policía en lugar de actuar pide permiso a los que las cortan para que un autobús lleno de niños pueda pasar, que policías se ponen brazo en alto a cantar Els Segadors, que se acosan cuarteles y todas esas cosas que han salido por la tele, ya saben, pues se ha normalizado lo de ver pasar imágenes estrambóticas. Pero Álvaro de Marichalar no es estrambótico. Es un valiente. Nadie se lo toma en serio y eso lo hace más valiente aún.

Sabe Dios qué le impele a hacer lo que hace, seguramente sea un patriotismo genuino, un amor apasionado por su país, que eso es el patriotismo y no otra cosa (es decir, otra cosa es el nacionalismo, pero el nacionalismo no tiene nada que ver con el amor) y por si fuera poco su constante zarandeo en manos de los mossos produce además de aprensión, ternura. Le inyectaron adrenalina en los pulgares, dice, y será o no será, a saber, porque los mossos tienen un historial de muertes accidentales en interrogatorios y detenciones que asusta; sus tuits, explicando que de camino a su intervención pública en Gerona se equivocó de calles por desconocimiento y acabó así en mitad de la plebe espumarrajeante, le rompen a uno el alma. Marichalar cogió un micrófono y declaró su amor por el cuerpo de los mossos, por Cataluña entera. Por sus odiadores, incluso. Por los que lo insultaban y agredían. Es dostoievskiano.

Su pañuelo blanco, siempre impoluto y perfectamente colocado en la solapa de su chaqueta, está salvando verdaderamente a España: la está redimiendo de la fealdad general, de la truculenta cutrez que asuela la nación desde hace tanto tiempo, y que en este asunto del putsch catalanista ha cristalizado en todo su miserable esplendor (en su antiesplendor podríamos decir). En ese pañuelo late todavía lo bello y lo justo, igual que en el brillo algo desequilibrado de la mirada de Marichalar. Es necesario estar algo tocado del ala para hacer lo que él hace. Se precisa ese punto de desenvoltura esquizoide y absolutamente desprendida de sí mismo que probablemente sólo da el haber nacido en la púrpura y haberse criado siempre sin preocuparse ni por el dinero ni por el futuro, que para el caso es lo mismo. Este hombre se cruzó el Atlántico en moto de agua llevando con él el pendón de la Armada, haciéndose fotos con él por todas partes. Casi se lo come un tiburón y la palma en mitad del océano, da todo el perfil del aristócrata con la cabeza llena de pajaritos, del bala perdida de familia bien que no le da más que disgustos a su padre de orden, pero sea como fuere el tipo está haciendo lo que nadie, yo el primero, tiene cojones de hacer, que es ir a la calle catalana, adentrarse en sus sucias y turbias verdades, y decir a boca llena la única verdad posible, la verdad definitiva, la verdad que sólo ella, expresada en voz serena y clara, puede limpiar tanta mierda acumulada desde hace tantos años en esa tierra desgraciada: viva España.

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