#10 Tres generaciones
Una tía de mi madre está perdiendo la cabeza. En realidad podría decir que ya la ha perdido, apenas tiene algún rapto de lucidez. Me impresiona bastante cierta forma de senilidad, que ya había advertido en otra ocasión en la familia de mi padre, con una de sus abuelas (una de mis dos bisabuelas que he conocido) y que consiste en regresar al mundo de la infancia y de la primera adolescencia. Ocurre cuando se acerca la muerte. Al principio de manera esporádica, luego ya casi nunca vuelven de ese estado mental que los lleva -las lleva, en los dos casos que he conocido, mujeres- a su vida tal y como era hace sesenta o setenta años, cuando aún no eran mujeres pero tampoco ya niñas. Tratan a quienes los rodean, que generalmente suelen ser también mujeres de la familia (hijas, principalmente, aunque a veces también nietas, o hermanas, si les quedaran vivas) como si fueran aquellas otras personas que en su cabeza senil continúan habitando aquel momento concreto de su pubertad: madres, padres, hermanas, vecinas, etcétera. Estoy llegando a la conclusión de que ese alejamiento de la realidad es una especie de gracia para esas personas: inconscientes de su propia degradación física -terminan por no poder moverse y casi ni cambiar de una postura fetal en sillones especialmente acondicionados para sus cuerpos gastados, y por supuesto apenas comen ni ingieren ningún tipo de alimento, a menudo tampoco lo necesitan puesto que su gasto calórico es nulo- y del sufrimiento gradual que la etapa final de la erosión de sus cuerpos y mentes ocasiona en sus círculos familiares, revolotean por mundos perdidos, en tinieblas cíclicas de un tiempo remoto que sin embargo para ellos sigue siendo vívido y auténtico, o al menos así lo manifiestan. Creo que la peor vejez es la vejez completamente consciente. De los dolores, de la pérdida, de la ausencia de esperanza, del desengaño, del final. Supongo que es mejor así para ellos pero naturalmente no lo es ni por asomo para quienes se encargan de cuidarlos. El otro día esta tía de mi madre se dirigió imperiosa a una de sus hijas urgiéndole a terminar con lo que tuviera entre manos puesto que hacía falta ir a no sé dónde a comprar un cerdo pequeñito. Un cochino, vamos. Y era verdad que pasaba antes (ese adverbio de tiempo cobra un sentido especial, determinado, cuando uso en familia y pregunto a mis padres por cómo eran sus vidas mucho antes de que yo naciera) en los pueblos que se criaban cochinos desde pequeños; se les mantenía durante meses en campos propios o ajenos engordándolos con las sobras diarias de las comidas de la casa, pan duro, restos, en fin, lo que no se aprovechaba, hasta que alcanzaban un buen tamaño y una vez capados caían bajo la hoja cierta del matarife en el día llamado de matanza. Ha pasado en todos los pueblos de la cultura mediterránea desde que el mundo el mundo, tampoco es nada extraordinario: un método más de entre los muchos que se precisaban para sobrevivir, métodos de gente austera, práctica y que conocía el valor de una peseta, lo que costaba ganarla, lo fácil que era perderla y lo incierta que era la posibilidad de volver a poseerla en cantidad razonable. En un mundo con la gente sabiendo que el abismo acecha no es raro cohabitar con animales que lo mismo son fuerza tractora que medio de transporte y fuente de alimentación. O no lo era. Ahora sí lo es. Se lo dije a mi hermano y me dio la razón, en solamente tres generaciones los españoles normales, es decir la plebe que aspiró sencillamente a convertirse en clase media y que sólo lo consiguió a medias y gracias generalmente a algún sueldo del Estado -sea por oposición o por pensión de algún tipo- hemos pasado de dar por sentado que todos los años hay que criar un cochino para tener carne y pasar el invierno a llevar en el bolsillo un iphone y tener colgado en la pared un papel que pone Juan Carlos I Rey de España certifica que usted es licenciado en lo que sea, y postgraduado en lo otro. Creo que esto, como país, aún lo estamos digiriendo, que está relacionado con muchos de los problemas sociales que nos perturban ahora. No se puede pasar de pobre a rico en un rato sin que eso afecte de algún modo al disco duro de la comunidad. No es normal. Es como cuando uno se harta de comer por la noche, una cena muy pesada, se duerme como un bendito al acostarse y a las dos de la mañana tiene un dragón en el estómago.
La foto la hice hoy en la playa conocida como de Micaela, junto al puerto deportivo. Es uno de los fortines que se construyeron durante la guerra, una vez puesta la zona y el río a recaudo del ejército sublevado, en previsión de algún intento republicano de atacar Sevilla por el Guadalquivir. Me gustan mucho esas nubes esponjosas, níveas, que traen al retortero los temporales. Aderezan el cielo, lo ennatan.