#9 Muertos
Días de Todos los Santos y Difuntos. Siempre son días especiales. La foto está tomada en el patio de mi casa. Los azulejos presentan una combinación anárquica y a lo mejor por eso, hermosa y disonante, heterogénea: mis padres los fueron cogiendo de los retales de un polvero. La vida tiene esas cosas, diminutas y graciosas, como que de lo accidental y en absoluto planificado salga algo bello. Anoche caminaba por la calle Isaac Peral hacia abajo y estaba toda llena de gente, de niños corriendo y alborotando vestidos de zombis, de vampiros, con calabazas de plástico abiertas por arriba y a rebosar de caramelos. Armaban una murga tremenda y sus padres, casi todas madres, caminaban apresuradas detrás de ellos o formaban corrillos en las plazoletas y en los cruces. Había un gran gentío y el centro del pueblo, de ordinario en estas fechas indiferente, solitario y desamparado, presentaba una animación viva y bullanguera, propia de carnaval o de la noche de Reyes. Lo cierto es que la festividad de Halloween viene como anillo al dedo a un pueblo como el de Chipiona, donde disfrazarse y hacer ruido están como en el adn de la mayor parte de la población. Se asimila esta costumbre importada perfectamente porque es como extender carnaval, o en este caso, como adelantarlo, porque aquí se han tirado a la basura los papeles que envuelven los regalos de Reyes y ya se está el personal preparando para el carnaval así que puede uno hacerse la idea de por dónde respira el asunto. A mí no me parece ni mal ni bien. Sencillamente no tengo una opinión. Halloween me da bastante igual. Detesto esa opinión absurda y pueblerina que la rechaza por ser una americanada o una fiesta importada como si Jesucristo hubiera nacido en Lebrija y lo hubieran crucificado en la calle Sierpes de Sevilla o el Carnaval se lo hubiera inventado un pescador del barrio de la Viña. En fin. Uno vive en sociedad y por lo tanto ha de guardarse su opinión de manera civilizada pues de lo contrario a fuerza de acumular gilipolleces no habría otra salida que coger un kalashnikov y terminar de mala manera. No es plan. En estas fechas yo prefiero el cementerio. Suelo ir desde hace ya algunos años. De pequeño me daba bastante aprensión. A fuerza de ir y venir se va uno naturalizando con el hecho definitivo de la vida, es decir con la muerte, y ya no impresiona ni el olor a muerto reciente que despiden algunos nichos, aún por sellar incluso a falta de que la funeraria traiga la lápida y todo eso. En un cementerio se aprende mucho. Lo primero y más importante que se aprende es que de uno no va a quedar aquí, una vez muerto, ni el recuerdo, más allá de veinte años, como mucho. También aprende uno a valorar el tránsito de las modas y cómo desde hace cien años o más hemos ido bestializándonos terriblemente, usando peores verbos, palabras más vulgares, en resumen, nos hemos ido horterizándonos y en las lápidas y los nichos está la prueba del carbono 14: hace cien años era la gente más sobria, por lo general, y tenía más gusto. Sobre todo era más discreta y asumía con mayor entereza que uno aquí no es más que el pájaro que escucha cantar desde la cama cada mañana cuando amanece. Pero creo que de esto he hablado ya bastante en este mismo blog en muchas otras ocasiones y no quiero repetirme. Cada año que se acerca esta fecha descubro alguna historia, mía o cercana, nueva, relacionada con la muerte. Este año, por ejemplo, me enteré que estando mi abuela paterna en el lecho de muerte, días antes de morir en la cama de un hospital, se acercó a verla una hermana con la que llevaba como dos o tres décadas sin hablarse. Todo esto viviendo a diez o quince minutos como mucho, en fin, las cosas de los pueblos. La hermana se acercó, entró en la habitación, se sentó frente a su hermana, mi abuela moribunda, y no le dirigió la palabra, y conociendo el percal apenas le dirigiría alguna mirada. Se pasó algún tiempo charlando con alguna tía mía, según mi padre (que lo cuenta con toda normalidad, como si te estuviera dando el parte meteorológico previsto para el día siguiente) y luego se fue y hasta nunca pues mi abuela, su hermana, murió al cabo de unas horas. Esta historia salió a colación en la conversación porque se había muerto otra persona, un hombre al que igualmente estando en el hospital en el trance supremo fue a verlo su hermano, con el que tampoco se hablaba desde hacía muchos años. En este caso hubo un cruce de declaraciones: ¿y tú, qué haces aquí? Me gusta mucho esa expresión, es muy literaria, la imagen toda, una y otra, da para un buen capítulo de novela, digamos, de realismo cáustico. En fin, este es el encaste del que vengo y supongo que todo esto reside en uno como un sustrato inevitable. Nos hemos acostumbrado tanto a la muerte del cine y de las series, vamos, de los relatos, casi siempre americanos, que hemos olvidado que hay lugares en España donde la muerte, siendo suprema, definitiva e irreversible, no es, por ello, condición necesaria para que la inercia de las pasiones humanas modifique su rumbo ni lo varíe ni un ápice, porque somos lo que somos y no hay más cera de la que arde.