Crónicas del sur de España #5

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#5 Higos chumbos

Viendo Tierra y mar antes de comer me entero de que la chumbera está considerada por la administración como especie invasora. Desde hace unos años esta especie padece una plaga que amenaza con ser aniquiladora, con acabar con ella: la cochinilla. Resulta que no se puede luchar contra esta cochinilla por eso mismo, porque la chumbera es invasora, no sé (porque no llegué a tiempo al programa, que lo suele ver mucho mi padre, cliente habitual de la autonómica socialista) si para la Junta, para el ministerio del ramo, para la Unión Europea o para todos esos estamentos a la vez. En una palabra: la burocracia asiste indiferente a la debacle de una especie que lleva aquí cuatro siglos, año arriba, año abajo. Claro que es invasora: como la vid, el olivo o la gallina, por decir tres elementos vivos que alguien trajo alguna vez a la península ibérica, en algún momento del devenir histórico. Recuerdo cuando mi abuelo paterno iba a coger higos a las tunas que menudeaban cerca de nuestra parcela, en el pinar de Chipiona. Solía arreglar unas cañas, limpiarlas de hojas y abrirles una de las puntas con una navaja campera. Sujetaba las varillas que resultaban de la operación con una guita, que viene según el DRAE de witta, un latinismo germanizado que significa venda sagrada. ¡Otra especie invasora! La guita, negra, de las que usa la gente del campo para cualquier cosa y que siempre llevan encima, al cinto, como la gente del mar siempre llevan un cabo para lo que haga falta, se enrollaba luego en torno a esa punta y convertía la caña en lanza. Con ella marchaba mi abuelo, camisa blanca, pantalón de tela gris, alpargatas, boina -también llamada mascota- en plan Don Quijote y le sacaba a las chumberas todo lo que podía. Se llenaba de púas por completo. Las púas de la chumbera traspasan la ropa, son inevitables, llegan a cualquier parte, luego hay que desnudarse y frotarse bien por todo el cuerpo, es imposible no acabar como un erizo después de ir a buscar higos chumbos. A veces me gustaba ir con él, poníamos todos los higos, piezas magníficas recubiertas de un verde único que tan bien pintó Sorolla en su fotograma andaluz, sobre un lienzo de plástico que le cogíamos a mi padre de los retales del invernadero. Allí le ayudaba a sacudir bien los higos hasta que casitodas las púas salían volando: era el momento en el que te impregnabas de ellas, el peaje que te cobraba la higuera por robarle su fruto, el diezmo. Yo casi no ayudaba nada, ahí despuntaba la inutilidad manifiesta de mi vida, sencillamente me gustaba acompañarle y ver cómo era aquello. Luego mi padre nos reñía, más a él que a mí, por tener que frotarnos a los dos y quitarnos las púas hasta con pinzas, pero era agradable e incluso divertido compartir aquel destino pueril, el de ser regañado por la autoridad paterna, con mi abuelo, como si los dos, el niño y el anciano, estuviésemos ya en el mismo plano de la vida, fuera de las responsabilidades y por igual ajenos a lo normativo, al comportamiento exigible en las personas normales. Luego había que pelar los higos y esa era otra tarea que exigía tiempo y paciencia pero lo hacía mi abuelo tranquilamente, sentado bajo la parra, arrancándose de vez en cuando a cantar alguna copla de Farina o Molina. Salamanca tierra mía, de arte y sabiduría eres cuna sin igual. Luego, más adelante, siempre he mirado con melancolía a los viejos, cada vez menos y cada vez más viejos, que se sientan en una banquetita, en una sillita de playa o en un pupitre sacado de sabe Dios qué colegio, y que en la calle Isaac Peral principalmente, o ahora que su continuación, la Miguel de Cervantes, es peatonal, se ponen a vender en los meses de verano paquetitos de higos chumbos ya pelados, fresquitos, que exponen en cubos azules, metidos en bolsitas de estas que sirven para empaquetar los ramos de flor cortada antes de llevarlos a la nave del distribuidor: a tres euros el paquete, un regalo no solamente por lo buenos que están, lo dulces y auténticamente vivos que saben sino por el trabajo tan ingrato, sereno y minucioso que tienen detrás. En esos viejos siempre veo un poco a mi abuelo aunque él nunca se pusiera como ellos a venderlos. Sobre todo, como suele pasar con estas cosas, me veo a mí mismo. La tuna, la chumbera, la higuera chumba, forma parte del paisaje andaluz como el olivo y la viña, como el azul atlántico y el horizonte mediterráneo. Sobre todo, aunque yo abomine por lo común del determinismo nacionalista y de esa cosa idealista, romántica, de esa regurgitación alemana que exalta el verde del campo y la inocencia de la vida campesina para articular una ideología de pureza frente a la babilónica naturaleza impura y prostituida de la ciudad y de quienes la habitan, la tuna, regalo de México a sus conquistadores (Mexico capta ferum victorem cepit) tiene infinitamente más derecho a permanecer en la tierra andaluza hasta que las condiciones bioquímicas de la vida en la Tierra lo consientan que esa burocracia disparatada y penosa que hunde cualquier atisbo de vida intelectual que pudiera surgir en el mediodía español en una ciénaga de desidia y abandono. Son días difíciles. El viento de Levante sopla con una fuerza impertinente. El otoño ha llegado con 34 grados bajo el brazo y con la cuota estival que negó el mes de julio, fresquito y agradable, cada día que pasa más fresquito y más agradable en su remembranza nostálgica. La costa noroeste de la provincia de Cádiz se ha sumergido por completo en una latencia de la que no saldrá hasta Navidad. La coincidencia del Levante con la luna llena convierte estas jornadas en días peliagudos, psicosomáticamente hablando, para los que como yo sufrimos de carácter mercurial.

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