Di con Sabina por casualidad, buceando en Instagram. Fue como descubrir algo esencial, de lo que a partir de ese momento ya no se puede prescindir, como el Aperol Spritz o hacer el aperitivo. Se necesita la belleza, esa es mi primera conclusión. La segunda es que detrás de la belleza no está la felicidad, eso resulta imposible viendo a Sabina: la belleza duele, y más concretamente lo que duele es la imposibilidad de poseerla.
Su piel es blanca, su tez, una mezcla muy sugestiva, entre eslava y campesina checa, una cosa muy mestiza de rasgos proporcionados que sugieren plenitud. Su cara es una promesa de saciedad y tiene una mirada que titila inocencia como titilan las estrellas en las noches claras de verano. De verdad, su rostro tiene un aire prepúber ciertamente perturbador, se parece al de La niña de blanco de Klimt. Guarda esa misma ambigüedad que tortura al espectador, que lo acusa y lo hace sentir culpable. ¿De qué? De desearla, claro. Su pelo es miel y cerveza, suele posar muchas veces tocándoselo, recogiéndoselo en un moño o en una coleta, otras suele desparramárselo por los hombros como una parra silvestre. Uno quisiera que Sabina no tuviera que trabajar nunca, que su única obligación en la vida fuera prestarse a sesiones fotográficas que explotaran su guapura para alegrarnos la vida a los humanos del género ordinario.
Sabina sabe mirar siempre a la cámara como si nos estuviera interpelando directamente a nosotros, preguntándonos si no queremos ir con ella a tomar algo a su buhardilla del Marais, qué sé yo: como si supiera algo que no podemos confesarnos, como si adivinara que sólo una frágil protección, una valla hecha de palabras y convenciones, la protegiera de las fieras que habitan la jungla de ahí fuera. De aquí, de donde estamos nosotros. Del mundo real.
A Sabina la llevamos en el móvil, en Instagram, en Twitter o en Pinterest, como se lleva un souvenir que nos trae un recuerdo agradable, de un día memorable en aquella ciudad, de aquella excursión al campo, de aquel domingo por la tarde en aquel pueblo de la sierra, de aquel viaje estupendo por alguna capital europea. Sabina es parisina. De profesión. Es decir, pertenece al bendito linaje de las muchachas que ejercen el oficio de vivir en París como si estuviesen en una película de Fellini. Entiende uno lo de la dulce Francia viendo a Sabina. Es físicamente imposible no sentirse atraído por Sabina, como no es posible no inclinarse hacia la oscuridad sin meterse en las fauces negras de una noche misteriosa, suicida. Me siento muy español, en el sentido landiano, tardo, torpe, cateto, delante de una foto suya. Españolísimo, palurdo a más no poder. Como si yo fuese de otro planeta, de uno evidentemente menor, pequeño, irrelevante, comparado con el suyo. Una vez me retuiteó en Twitter y aún conservo la captura de pantalla para demostrarme de vez en cuando que aquello realmente ocurrió, que no es ningún desbarre de mi imaginación calenturienta. Me hizo RT y luego me respondió, me puso una de esas caritas, emojis, ante las cuales uno no puede decir nada (¿qué va a decir?). Yo me sentí ungido, como la reina Isabel en la escena de la coronación, en The Crown, en la que le untan el rostro con los santos óleos.
Creo que incluso empecé a levitar, fue lo más espiritual que me ha pasado en años.
Sabina no sólo es de una belleza olímpica, tan animal e irresistible, magnética, como ideal, remota, fuera de este mundo; además es dulce, etimológicamente dulce, cuya raíz indoeuropea la emparenta con glucós, vino dulce en griego. La imagen de Sabina en uno de esos balcones tras los que se proyecta París como un sueño de tejados de pizarra y cielos ruborizados es una tentación: un cáliz que se acerca a la boca siempre abierta, siempre sedienta de nuestra imaginación oliendo a carne húmeda de sudor, tibia, y sabiendo a orgasmo, es decir, a vida eterna.
No es difícil imaginarse a Sabina como una tinaja llena de ese mar rojo como lo veía Homero, como un numen capaz de transformarse en el vicio peor y de todo punto inconfesable que uno se guarda muy dentro de sí para que no lo descubra nadie. Las guías turísticas deberían incluir una visita a su buhardilla llena de libros, macetas y tocadiscos, con ella siempre repatingada en un diván turco en el balcón, como parte indispensable del circuito por la ciudad. ¿Puede uno entender París sin pasar por debajo de la torre Eiffel, sin pararse delante de Notre-Dame, sin comerse un crêpe de Nutella, sin reverenciar la tumba de Napoleón en Los Inválidos? ¿Puede uno decir que ha estado en París y ha comprendido algo sin ver una foto, aunque sea, de Sabina Socol?
La cara de Sabina recuerda a una uva en este tiempo septembrino, una uva moscatel dulce como el caramelo, dorada, gorda, a punto de estallar, ansiada por los pájaros que revolotean sobre las viñas con la pulsión del drogadicto.
Sabina es periodista, escribe en esos magazines de moda y estilo de vida que han logrado mi sueño: editar revistas en las que las palabras no importan absolutamente nada, como si se pegan bajo las fotos párrafos enteros del Mein Kampf de Hitler, da lo mismo, nadie los lee, es maravilloso. ¿Quién puede perder el tiempo leyendo cuando tiene delante a Sabina Socol?
El resto de sus ocupaciones consisten en viajar entre París, Mallorca, Barcelona, Nueva York, Córcega y sitios así, con una trouppe de magníficas parisinas profesionales que, como ella, se mantienen eternamente gráciles y lánguidas en un limbo intermedio entre la adolescencia y los treinta años. Duermen en villas mediterráneas sacadas de los relatos napoleónicos de Balzac y pasan los veranos navegando en calas turquesas y bebiendo champán sobre la laguna adriática. Su trabajo es probarse ropa, vestirse, ir a las tiendas que llaman chic, pasearse con la Vogue en la mano, comerse un helado por una calle de un pueblo de Cerdeña dentro de un vestido suelto de flores verdes sin nada debajo, guiñarle el ojo a la cámara con ese gesto nonchalant de la que sabe que el que está detrás, mirándola, se la comería a bocados si pudiera y no sólo le da lo mismo sino que le gusta sentir esa lujuria estática que la acompaña a todas partes. Verdaderamente, el reino de Sabina no es de este mundo, pero eso es algo que puede uno creer de verdad porque además de su cuenta en Instagram, las fotos donde sale refulgen, tienen esa pátina de verdad lumínica de los cuadros de los venecianos.
Es medio rumana, o rumana entera, llegó a París como supongo llegaban antes las campesinas picardas o bretonas, como las rubias de bote a Los Ángeles en los 40: con la vida en la boca y la piel sin heridas, suave, blanda, firme, sin el callo del desgaste que suponen los días con sus trabajos. No me hace falta saber más: conquistó París con dos persianazos de sus pestañas blondas, cubriendo con un ligero carmín sus mejillas rellenas de crema. Napoleón necesitó una carnicería en la Rue Saint Honoré para llegar a donde mismo. En vez de sangre, Sabina derrama voluptuosidad, expectativa y equívoco, haciéndolo correr como una riada calle abajo hasta la Rue Rivoli, perdiéndose todo ese cauce de vida y sueño hacia el Sena como se pierde el semen libado en la masturbación, como los ojos que se van bailando detrás de los culos que caminan por todas las calles del mundo.
Pero, verdaderamente, qué importa si es periodista o no lo es. Qué importancia puede tener eso. A Sabina hay que patentarla. Hay que ponerla en el Louvre vestida de tabernera del faubourg de St. Antoine, comiéndose un racimo de uvas delante de Las bodas de Caná del Veronés. Y ya está, mirando entre divertida y tímida a los japoneses que ametrallan La Gioconda. ¡La Gioconda! Qué despropósito. Sabina es una criatura puesta en el mundo para ser contemplada, deseada y servida con la sumisión debida a las emperatrices. Está aquí para bendecir, para besar las cicatrices viejas y nuevas del mundo, para que uno la mire y se evada de lo feo, lo turbio y lo sucio de la realidad exterior. Su presencia es anagógica, terapéutica. En una palabra, está aquí para olvidar el dolor y la amenaza del tiempo, para dejar suspendido en el aire todo eso, la maldad, la inmundicia y la malevolencia y pasar por delante de nosotros haciendo flotar su pelo rubio cárpato, sus nieves transilvanas, el vuelo de su falda, y crear literatura. Sabina es un campo de lavanda en la Provenza.