Crónicas del sur de España #4

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#4 Luces sin bohemia

Chipiona, primera semana de septiembre. Las fiestas patronales siempre tienen algo de circular, de bucle melancólico y de repetición necesaria. Pasa también con la Navidad. Nos dicen: todo sigue su curso, no necesariamente bueno, ni malo, sino sencillamente, comme il faut. Hace calor, un calor sorprendente y furioso, como si nos estuviese diciendo pero qué pensabais, ¿que me había ido ya? Un calor, la verdad, irritante pero castigador, olímpico podríamos decir. Después del 8 de septiembre aquí, y por extensión en todo el litoral gaditano, se acaba el año. Es un decir, naturalmente. Con el fin de la temporada estival la vida retorna a su cauce lento, a su lánguida expresión y la gente anhela eso como cuando corremos, saltamos o hacemos ejercicio y el cuerpo desea parar para recuperar el ritmo normal de la respiración. El corazón adecúa su pulso al devenir tranquilo de estos días de septiembre y el mundo parece la hora última de una fiesta. Todo está por recoger, el anfitrión está contento de tener que hacerlo y de ver desfilar a sus invitados, que lo han dejado todo perdido. Las playas están vacías, los bares cierran, los malecones se llenan de telarañas y de la arenilla que van dejando las pleamares cada vez mayores, cada vez más agresivas y audaces en su danza peligrosa con el hormigón y los bloques de los paseos marítimos. Se le ha visto la espalda a la Virgen de Regla, que es una cosa que se dice mucho por aquí: qué ganas tengo de verle la espalda a la Virgen de Regla, en una palabra, ojalá se acabe el verano pronto. Pues bien, ya ha ocurrido. El 8 de septiembre es la segunda parte del 15 de agosto, la doble sesión matriarcal que conmueve nuestro mundo mediterráneo desde antes de la invención del cristianismo y que el cristianismo con buen criterio supo ver perfectamente. La vida recupera ese ritornello pausado de septiembre, las hormigas corretean enloquecidas buscando desesperadas migas de pan que esconder para el invierno, la cosecha ya sólo es un dividendo almacenado, se preparan los campos mirando la próxima primavera y ya se escucha la melodía del otoño despuntando en el silencio, cada vez mayor. En el resto de España la vida sigue su curso, inalterable, y la conversación pública se agita con las estupideces de temporada: otra vez los másters de los políticos. Vivo en un país donde sale más a cuenta querer apropiarse de lo más sagrado que existe en democracia, la soberanía nacional, con alevosía y mediante un plan organizado en las instituciones públicas que hacerse de mentirijillas con un título de postgrado. A lo mejor eso tiene que ver sobre todo con que el español medio, yo por supuesto me incluyo, se creyó aquello de que estudiar era la mejor herramienta de promoción social y prosperidad. Es un tema grave, no me cabe duda, aunque no creo que peor que el otro: no es lo mismo que te roben la cartera que que te sisen las escrituras de tu casa. No obstante en España al común le cuesta distinguir las prioridades, incluso a los más cultivados por esa educación pública que tanto les duele. Pero ese es el país en el que me ha tocado vivir y no tengo otro. 

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