Octubre rojo y feminista

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Como ya comenté en otra ocasión en este blog, Alberto Garzón explicó hace poco qué era ser comunista en el siglo XXI aludiendo al golpe de Estado bolchevique de octubre de 1917 con un tuit en el que felicitaba la efeméride: «Hoy es el 99 aniversario de la revolución rusa de 1917; una revolución contra ‘El Capital’. Paz, Pan y Tierra». Desde luego, las primeras que recibieron su parte proporcional de esa paz, pan y tierra fueron las muchachas del batallón femenino que defendía (es un decir) junto con los junkers de los cadetes el Palacio de Invierno en la madrugada del 26 de octubre de 1917. El historiador británico Simon Sebag Montefiore, en su estudio sobre la vida de Stalin antes de la revolución, cita a Edvard Radzinsky y su biografía estalinista escrita inmediatamente después de la caída del Muro de Berlín y la apertura de los archivos secretos del Kremlin cuando relata, por boca de uno de los cabecillas bolcheviques del asalto al viejo palacio de los zares, Vladimir Antonov-Ovseenko, que «cuando los ministros (del Gobierno Provisional) fueron conducidos a la fortaleza de Pedro y Pablo, él (Antonov-Ovseenko) perdió el control de la situación en el interior del palacio y algunas muchachas (del batallón de mujeres) fueron violadas».

La toma del Palacio de Invierno es un motivo central en la imaginería comunista internacional, una suerte de momento estelar que constituye el modelo a seguir en la eterna ensoñación revolucionaria (si para el capitalismo el crecimiento permanente es el fin en sí mismo, para el comunismo es la revolución). Es, dicho en corto, un símbolo. El Gran Símbolo. Resulta, huelga decirlo a estas alturas de la Historia, que también esto, el épico asalto del Palacio de Invierno, es una ridícula pamema. Como dice Montefiore en este libro, «no hubo ningún asalto del Palacio de Invierno: hubo más heridos en la filmación de la escena de este episodio que aparece en la película de Eisenstein». Por supuesto, en el Palacio no había ningún zar sino sólo un puñado de ministros atemorizados, abandonados por el jefe (Kerenski había salido pitando hacía unas horas en un Renault requisado a la embajada de los EEUU) que divagaban patéticamente haciendo correr las horas en el comedor de la familia imperial. El palacio estaba defendido (es, naturalmente, una forma de hablar) por una tropa menuda, exigua, barbilampiña, que pasó el tiempo bebiéndose el vino de Nicolás II y aburriéndose en los patios sin orden ni concierto y que al escuchar los cañonazos del Aurora cogieron las de Villadiego sin muchos preámbulos.

La abigarrada guardia roja que finalmente se desparramó soberana por el Palacio de Invierno tuvo también para sí, por supuesto, grandes tajadas de lo que Pablo Iglesias llamó el año pasado (en la presentación de otro de esos libros académicamente sonrojantes que presentan estos tipos cada dos por tres y que sabe Dios quién comprará) «el genio bolchevique». Consigna Montefiore las palabras de Antonov-Ovseenko recogidas por Radzinsky: «La bodega de Nicolás II se jactaba de contener botellas de tokay de los tiempos de Catalina la Grande y un gran surtido de Château d´Yquem 1847, el vino favorito del emperador, pero todo el regimiento Preobrazhenski acabó totalmente borracho. El regimiento Pavlovski, nuestro baluarte revolucionario, tampoco pudo resistir la tentación. Enviamos guardias de otras unidades seleccionadas…todos acabaron completamente borrachos. Pusimos guardias de los comités de regimientos, pero también sucumbieron. Mandamos carros blindados para que ahuyentaran a la multitud, pero al cabo de un rato también éstos empezaron a caminar sospechosamente haciendo eses. Cuando cayó la noche se había desatado una violenta bacanal. Intentamos inundar de agua las bodegas…pero los bomberos…se emborracharon. Los comisarios empezaron a romper las botellas en la plaza del Palacio (sin lugar a dudas una pionera muestra de lo que Iglesias, en tono de dulce elogio, llama la «capacidad de producir orden» de los bolcheviques) pero la multitud se puso a beber del suelo. El éxtasis de alcohol infectó a toda la ciudad». 

El episodio, emperifollado impúdicamente por la propaganda comunista desde entonces, terminó de manera homérica: «En el Congreso de los Soviets fue Kamenev quien, contra su voluntad, anunció que el Palacio de Invierno había caído por fin. Sólo en ese momento Lenin se quitó la peluca, se limpió el maquillaje y apareció como líder de Rusia».

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