Crónicas del sur de España #3

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#3 Niños jugando en la playa.

Chipiona, playa de Las Canteras. Último viernes de agosto. Hay niños jugando en un mar que empieza a parecer tinto, como lo veían los griegos. No está el mar más bonito que en esa hora entre las ocho y la anochecida, sobre todo en verano. Esos niños me recordaron a mí mismo jugando en esa misma playa. Íbamos todos los días, a veces nos quedábamos hasta esa misma hora. No sé por qué pero me vino a la cabeza una tarde del verano del 98, debía ser julio porque recuerdo perfectamente que se iba a jugar la final del Mundial de Francia y yo iba con Brasil, tampoco sé muy bien por qué. Han pasado ya veinte años. Yo tengo treinta. Hace poco tenía diez recién cumplidos y el mundo era fácil, cómodo, un buffet libre, no se iba a terminar nunca pero hasta las barras libres de las bodas, con todo lo que cabe ahí dentro, se terminan. Esos niños juegan y son felices. Lo sé porque yo lo era cuando jugaba, con los dedos arrugados, sin haber merendado, dilatando las horas en un territorio sin tiempo. El reloj es la prisión como relataba Cortázar en aquella alocución que es lo único de Cortázar que me parece interesante, y entonces no había relojes, eran un regalo, el primero que tuve, un Casio, me lo pusieron por Reyes y era como hacerse grande de golpe, materializar, concretar la adultez. Ahora soy yo el que pasea por arriba, por el malecón, y mira. Se llega hasta esa playa por un largo paseo marítimo restaurado en los 90 que está ahora lleno de grietas. Por el camino, un poco más lejos, en la parte nueva, más allá del Castillo, entre la Cruz del Mar y el muelle, me he encontrado este verano a un hombre que vendía sus libros por un euro. Los ponía en el suelo, en el poyete de los jardines del paseo, muy bien ordenados, uno detrás de otro. Ese día no estaban. Yo paseaba y miraba. Miraba a los niños. Ellos juegan. El otro día me saludó un amigo que ya es padre y atisbé a sus pequeños en la parte trasera del coche. Recordé a cuántos amigos de mis padres yo también veía como escrutándolos desde el asiento de atrás cuando yo tenía esa misma edad. Era como descifrar una vida extraña, todo un misterio: ¿quién es? ¿qué hará? ¿en qué pasará las horas? Soy yo el que está fuera ahora. Soy yo también un hombre. Esos niños juegan y son felices también porque además del reloj desconocen el crecer. El crecer es como ir perdiendo pieles. No crecen otras. Va perdiendo uno de todo por el camino de la vida menos una vaga e incierta esperanza: eso es antropológicamente imposible de perder. Se pierden las cosas y las personas como los días de agosto, como esas tardes en la playa, como el balón de plástico que se me llevó el Levante una tarde. Mi padre salió nadando en esa misma playa, se iba haciendo pequeñito detrás de la esfera oscura, se iba perfilando en el horizonte pero el balón estaba cada vez más lejos y llegó un momento en el que mi padre se dio la vuelta. Ese balón se fue como se va el verano, el amor, la energía, las ganas o los amigos. Lenta, inexorablemente, como algo que no parece posible que ocurra, como algo que está siempre al alcance de la mano, dispuesto para cuando uno quiera. Y que sin embargo, pasa.

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