#2 Un país de Occidente.
Jerez de la Frontera, una noche de sábado de agosto. Bodegas González Byass. Debajo del alcázar, del que Delacroix hizo en 1832 un estupendo croquis conservado en el fondo de artes gráficas del Louvre, derramadas sobre la ladera que asciende hasta el centro de la ciudad, las bodegas donde hacen el Tío Pepe. Un enorme escenario levantado en el patio de tonelerías, cuyo eufónico nombre se acomoda muy bien a la bohemia belleza, clásica de la Baja Andalucía, del sitio. Un enorme escenario preparado para inundarlo todo de technicolor, sonido y humo. Aparcamos debajo del fuerte almohade y bebemos en la Alameda Vieja, donde huele a hachís que atufa pero se está muy bien. Hay un mercadillo, los niños pelotean vestidos del Madrid algunos, otros descalzos. Hay gente que vende cosas, trastos que no sirven para nada, muchas bolsas de plástico blancas con cuadritos de colores como las que usan mucho los manteros y las negras que cogen el autobús para Madrid. Siempre me he preguntado qué llevarán ahí. Parece como si transportaran dentro todo el ajuar de sus casas. Corre una ligera brisa sobre aquella altura desde la que se otea el Jerez más rancio y más interesante. Va uno viendo caer el día y la sombra sobre el minarete reconvertido en torre cristiana y barroca. El cielo parece entonces una cerveza espesa, tiene ese color, entre trigueño, anaranjado y algo púrpura, que invita a mirar dentro de uno mismo de ordinario, no digamos ya con un cubata en la mano. Bajamos rodeando la inmensidad bodeguera, tipo de edificación única que con sus remanentes supervivientes a las sucesivas fiebres inmobiliarias sigue distinguiendo a la provincia de Cádiz en este mundo estandarizado contemporáneo; dentro la organización del festival Tío Pepe es algo reglamentista y caótica, pretenciosa y cara. Pero por fin, Loquillo. El hijo de un anarquista catalán llenando el patio de tonelerías de la bodega de los marqueses de Bonanza, eso es. Es decir: eso es España, la España de 2018. A Loquillo le dijo su padre que no se metiera en política pero él va y escribe la mejor canción política de la música española, Viva Durruti, que es además una lección de Historia en 4 minutos y 14 segundos. Loquillo no la cantó esa noche pero cantó otras, todas memorables como él mismo y su savoir faire en las tablas. Bonanza es un puerto del Guadalquivir anexo a Sanlúcar de Barrameda desde donde se exporta el vino de Jerez al mundo. Ocurre desde que la ciudad se llamaba Shérif, vamos. La noche de los tiempos. Ahora Bonanza es un nido de narcotraficantes y contrabandistas. Lo que son las cosas: de centro exportador a centro importador. Como pasa con todo, todo, degenerando. Tío Pepe era, se dice, el tío del fundador de la bodega González-Byass, el hombre que se inventó el jerez moderno Un sanluqueño, por cierto. A sus nietos los hicieron marqueses, de Bonanza naturalmente, y desde entonces atesoran dinero, prestigio y estatus como se corresponde a lo que en la imaginería popular es un señorito bodeguero andaluz: chaqueta de franela a cuadros, gorra de cazar, apellido con solera británica, apartamento en el barrio de Salamanca y latifundio en la carretera de Los Barrios. Entramos en el patio. Olía a bota de vino, a bocoy, que es una palabra muy de aquí: existe aún en las bodeguitas el bocoy de la vergüenza donde se inscribe con tiza a quienes no pagan su vino. Olía a vida almacenada, a herrumbre dulce, como huelen las bodegas, a lugar preñado de sabiduría de señores viejos con gorra y camisa clara que beben vino mientras desmadejan su secreto hablando lento, entre silencios interminables. En el patio del marqués cantó Loquillo que ni izquierda ni derecha le exigen avanzar y el público le pidió lo que se ha convertido en un himno contracultural: La mataré. Daba la impresión viendo a aquel hombrón todo de negro, como su canción de cabecera, con aquel tupé y moviéndose por el escenario como la botella de champán en las manos de un experto sumiller, que España es ese país normal, occidental, homologable, que nos habíamos creído no hace tanto. Y no el disparate que habita en la mente de tantos enfermos de éxtasis y de entusiasmo, de serrín revolucionario, de pijos cretinos, vaya. La noche era espléndida, invitaba a destruir los cimientos de esta España absurda, cobarde y bajuna que se nos está quedando gracias a esa gente pero el Loco se despidió de Jerez con su austeridad elegante –como un esmoquin de alpaca-, matando el silencio en Las calles de Madrid. Madrid, esa nube blanca que siempre parece más cerca de Jerez que de Sevilla, territorio de promisión tanto para el señorito como para el hijo del anarquista, que a mí se me figuró la otra noche un islote ígneo, inalcanzable, flotando en la llanura negra y sensual del agosto gaditano.