#1 Signo del tiempo.
Chipiona, Cádiz. Calle Isaac Peral, que los veraneantes sevillanos asiduos siguen llamando Sierpes irritando así a algunos sentidos vecinos y ofreciendo motivos de chacota a otros, menos suspicaces. Es la calle comercial del pueblo, aún no ciudad si se considera que los 20 mil habitantes son la frontera necesaria para llamar así a una población. La calle más animada, concurrida, vivida por así decirlo y por supuesto en la que mejor se pueden ver los cambios propios del progreso humano. Las señales de la época, en una palabra. Hay una tienda, una de tantas del mismo género, que me ha llamado la atención todo el verano. Se trata de uno de estos establecimientos típicamente morunos, abiertos sobre la misma calle, invasivos: este es un rasgo clásico, por supuesto, del puesto tradicional español, además del velador, de la terraza, del bar, en suma. Quizá se trate de algo heredado, culturalmente hablando: ocupar el espacio común, abarrotarlo con la fuerza del número, del bulto. Bueno, la cuestión: en la tienda, regentada en efecto por marroquíes (o de algún otro país magrebí o norteafricano, no les he preguntado la nacionalidad así que esto ha de tomarse como mera inferencia personal) se vende el género acostumbrado. Es decir, toallas playeras, camisetas baratas, carteras, marroquinería de imitación, bolsos, en fin, toda una amplia variedad de baratijas, collares, pulseras, pendientes, chanclas, sandalias, cosas así. Todas las veces que he pasado por delante, apretujándome contra el torrente humano que fluye por la calle en ambas direcciones, sólo he visto mujeres atendiendo los tenderetes, que se extienden a lo largo de dos o tres metros en torno a un zaguán ancho de casa antigua gaditana (en esta calle todavía se conservan en buena proporción ejemplares del tipo de casa de una o dos plantas característica de la zona, en franco y lamentable retroceso desde la burbuja inmobiliaria de los 90 y probablemente, desde una época anterior situada entre finales de los 60 y mediados de los 70, verdadera franja de oscuridad arquitectónica proyectada por la turbia mentalidad desarrollista de un país en crecimiento agresivo). Las mujeres se mueven en un número variable, de tres a cuatro, y parecen pertenecer todas a la misma familia. Parecen pertenecer a la misma familia. Hay un hombre, siempre lo hay, agazapado entre la maleza de cuero y cinchas, entre la bisutería, muchas veces sentado, en aparente quietud. En realidad lo está controlando todo, claro. Es curioso observar a las mujeres. Hacen el trabajo pesado de atender a los clientes, de vigilar la mercancía, todo eso. No es sencillo cuando por delante pasan cada minuto diez, doce personas, y unas se paran, toquetean, preguntan, vuelven a manosear y a preguntar otra vez, se llaman, acumulan gente detrás, el tráfico de personas se desparrama como el torrente sanguíneo cuando hay una herida profunda y el torniquete aplasta y desvía, etc. El hombre casi siempre suele ser el hermano mayor o el marido de alguna de las mujeres: un hombre todavía joven, vestido a la occidental, con gorra beisbolera, camiseta, bermudas vaqueras, aviesamente risueño, siempre ojo avizor. Algunas mujeres, sobre todo la que parece ser la madre (o la abuela, quién puede saberlo) visten con caftán largo y casi siempre oscuro; el pelo siempre recogido en un velo. A veces las niñas más jóvenes visten como las españolas de su edad aunque una vez vi a una que parecía jovencísima, veinteañera, con el velo y el caftán largo y a su lado una cuarentona en camiseta de tirantes y pantalón corto. Uno de los objetos expuestos en el tenderete, el motivo por el que estoy escribiendo esto, es una especie de baby, de peto de algodón blanco para los bebés. En el centro lleva serigrafiado el escudo de un equipo de fútbol. Hay de los cuatro más populares aquí: Madrid, Barcelona, Betis y Sevilla. El caso -y es gracioso- es que debajo del escudo pone en todos: Soy del Betis como mi tito. O: Soy del Madrid como mi abuelo. Es curioso ver a esas mujeres extrañas, forasteras, vestidas a la usanza restrictiva y reprimida de su credo y de su tierra, exhibir esas prendas y a otras mujeres, nativas o sevillanas con frecuencia, venir de la playa y pararse delante de ellas, preguntarles por el precio, admirar esas baratijas de temporada que con toda seguridad acabarán convertidas en trapos para limpiar la cocina o el cuarto de baño. Es una imagen que se me ha grabado en la cabeza a lo largo de este verano. Por la querencia natural de nuestros cerebros intento darle un sentido, inscribirla en un relato coherente, me siento tentado a concederle un lugar en algún tipo de presagio acerca del colapso de nuestra civilización o algo por el estilo. Lo más probable es que no signifique nada.