El apóstol de la revolución

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En el otoño de 1916 se pudo ver deambulando por Cádiz unos días a un personaje en aquel entonces de todo punto intrascendente para cualquier observador español. No para las autoridades, sin embargo. León Trotski era ya un deportado por Francia, un tipo requerido por Rusia: un individuo problemático, en resumidas cuentas, para el frágil Gobierno del conde de Romanones. Refugiado en París durante la Primera Guerra Mundial, la embajada rusa no cesó de presionar al Gobierno francés para que cerrase el Nashe Slovo (Nuestra palabra), un panfleto de proganda marxista, y echase a su editor. A Trotski lo condujo una pareja de gendarmes hasta la frontera de Irún. Pronto la policía española supo que andaba por allí un peligroso elemento subversivo ruso y lo despachó hasta la otra punta del país, con una breve estancia en Madrid. Los españoles estaban lampando por deshacerse de él y él no perdió ripio: consiguió un pasaje para él, su mujer y sus hijos, con destino a Nueva York, desde Barcelona. Hizo venir a su familia desde París con ayuda de los camaradas franceses. El barco, bautizado Montserrat, zarpó el día de Navidad. «Trotski», dice Service, «juraba que habían viajado en segunda clase. Era una de sus mentiras absurdas, puesto que quedó registrado que ocupó plazas en primera clase. La familia había pagado 1700 pesetas por pasajes de segunda, pero cuando llegaron a bordo se encontraron con que esos camarotes ya estaban ocupados, de manera que se les dio un de primera clase sin cargos adicionales. Trotski pensó que era un barco viejo y anticuado; pero al menos él y su familia disponían de aposentos decentes, y no se mezclaban con los pasajeros de las cubiertas inferiores. A pesar de ser un socialista revolucionario y de propugnar la dictadura del proletariado, Trotski no sintió ningún impulso de pasar un tiempo hablando con los trabajadores».

No es sorprendente. Robert Service, el gran biógrafo de los tres reyes rojos, acomete una tarea ardua y desagradable cuyo resultado es un libro sólido, apabullante en la compilación de datos, testimonios, citas, documentos, bibliografía; sin el tono narrativo tan audaz de su biografía de Lenin, pero con la misma buena cimentación historiográfica, con la misma sujeción documental y analítica. No se le debe pedir nada más a una biografía. Ítem más, a ningún estudio historiográfico.

Contar la vida de Trotski no debe resultar agradable porque seguramente sea uno de los personajes sobre los que más mentiras se han escrito en la Historia de la Humanidad. Sea con objeto de denigrarlo, sea para enaltecerlo, bucear entre tal inmensidad de bullshit debe ser una empresa sólo a la altura de los titanes pacientes. La obra de Service como historiador avala que es uno de esos.

El Trotski que se nos revela a través de las 735 páginas de este libro monumental, correctamente editado por Ediciones B en 2010 (que no ha tenido, au contraire de lo que les pasó a las otras biografías de Service traducidas al español, un recorrido más allá de la primera edición) es un tipo de individuo que guarda semejanzas con respecto a Lenin: hijo de un esforzado campesino terrateniente, criado cómodamente en una familia aburguesada, los Trotski pertenecían a esa clase social intermedia tan característica de las áreas urbanas y metropolitanas pujantes del imperio en el último tercio del siglo XIX. Es decir, lo más parecido a la clase media que hubo nunca en Rusia en un momento de intensa fermentación social y política, como suele ocurrir en las fases históricas de crecimiento abrupto y desigual, sobre todo en sociedades tan salvajemente desequilibradas como la rusa del último zarismo.

Un año después de vagabundear por la dulce y dorada Cádiz, Trotski era uno de los hombres más importantes del mundo, aquel a quien todos los corresponsales extranjeros querían entrevistar, del que se decían barbaridades y odas celestiales a partes iguales; amado y odiado por millones de personas que, lejos de Petrogrado, pronunciaban su nombre con el fervor místico que solamente puede suscitar el superficial y afectado conocimiento de los santos. Trotski era un nombre de espuma. «Surcó el firmamento político como un cometa resplandeciente», comienza su libro Service. La espuma ya estaba roja pero aún hoy perdura alrededor de Trotski el halo beatífico que le proporcionó su duelo a muerte con Stalin, la manera en que murió y la contraposición del resplandor que proyecta su figura mal estudiada y peor conocida en contraste con la oscuridad macabra de las monstruosidades comprobables de la Rusia de Lenin y Stalin. Lo inacabado, lo fallido, lo jamás realizado, siempre conservará un hálito de perfección en la mente de las siguientes generaciones.

Nacido León Davídovich Bronstein, hijo de David y de Aneta, Trotski vino al mundo el 26 de octubre de 1879 en Yanovka, cerca de Odesa. La provincia, llamada Jersón, estaba en lo que se conocía como la Nueva Rusia puesto que se trataba de una tierra muy fértil cuya colonización había respondido a un programa político planificado menos de cien años antes: la reubicación masiva de judíos dentro de las fronteras del imperio. Con el puerto de Odesa como centro gravitatorio de la prosperidad local y con la amenaza turca siempre presente, el zar Alejandro I decidió repoblar la costa del Mar Negro y las tierras del interior con veteranos de la guerra contra Napoleón, colonos alemanes y judíos, muchos judíos. Los judíos, en su mayoría concentrados entre la Rusia europea y Polonia, sufrían una marginación crónica por parte de las autoridades imperiales. El abuelo Bronstein abandonó la mítica Poltava, donde Pedro el Grande derrotó a Carlos XII de Suecia, y se instaló en la colonia Gromokleya.

No obstante la Zona de Asentamiento judía se alargaba a modo de faja desde el Báltico hasta el Mar Negro. Los judíos tenían severas dificultades administrativas para moverse y establecerse en las ciudades. Solían vivir en aldeas campesinas, «villorrios en los que reinaba la pobreza. Sus habitantes conservaban las costumbres de sus antepasados: se mantenían las tradiciones de la caridad, el apoyo mutuo y la escolarización. Estudiaban la Torá y sus niños adquirían un nivel de alfabetización y de conocimientos muy superior al de los polacos, rusos y ucranianos, pues desde tiempos inmemoriales incluso los judíos más pobres ahorraban para que sus retoños pudieran estudiar los libros sagrados. Se observaban las normas kosher en la alimentación y el calendario religioso tradicional. Se reverenciaba a rabinos y solistas del coro y se apreciaba la erudición». Service agrega que David Bronstein, el padre de Trotski, «era el agricultor más dinámico en kilómetros a la redonda en sus tierras de la provincia de Jersón. El trabajo duro y la determinación le habían llevado a un bienestar en lo económico del que tenía que estar orgulloso».

Sin embargo, el Trotski adulto lo despreciaba, «se avergonzaba de la riqueza de sus padres» y «nunca reconoció abiertamente sus cualidades y logros, que fueron extraordinarios».

Trotski, como Lenin, no era, pues, un ruso comme il faut. Esto es imprescindible entenderlo a la hora de comprender la psicología de ambos individuos y su posterior actividad intelectual y política. No pertenecían a la Gran Rusia, a la comunidad etnosimbólica que escribía las reglas, los códigos, el relato, la propia Historia del imperio ruso. Stalin tampoco era parte de esa comunidad. Sin embargo, entendió que sólo mimetizándose con ella hasta el punto de abrazar el nacionalismo ruso clásico en el que estaba inscrito el peso moral del zarismo podría vertebrar su imperio soviético en torno a un lenguaje coherente, entendible, para millones de súbditos. Trotski y Lenin, en cambio, encontraron en el sentido internacionalista de la tradición marxista las claves para reescribir completamente el significado de lo ruso haciendo tabla rasa. El patriotismo de ambos era, naturalmente, internacionalista. Con ese ánimo dedicaron toda su vida a la revolución.

Trotski fue sobre todas las cosas un hombre de acción. Orador brillante y polemista visceral, esgrimista dialéctico formidable, no era, en cambio, un intelectual. Estaba lejos incluso de ser, como Lenin, un teórico. Leía y escribía constantemente, mas su talento era indudablemente mucho más propicio al panfleto, al órgano de partido, al opúsculo y al pasquín, que al desarrollo y articulación de pensamientos políticos de alcance filosófico. Era un organizador y sus tres grandes obras así lo atestiguan: el Soviet de Petrogrado de 1905, con el que se ganó una celebridad meteórica entre la intelligentsia revolucionaria rusa; el de 1917 y el Ejército Rojo.

En aquellas jornadas de noviembre en el Instituto Smolny, más que Lenin, Trotski exhibió sus facultades innatas: carisma, vehemencia, voluntad y una prosa punzante, agresiva, ligera y venenosa, no exenta en absoluto, como así reconoce con frecuencia Service en su libro, de belleza, ilación narrativa y un cierto timbre poético.

Trotski fue el quinto de ocho hermanos. Los Bronstein, como los Uliánov de Simbirsk, «eran un matrimonio que bien podría haber contribuido a la creación de una Rusia muy diferente de la que emergió de la carnicería de la Primera Guerra Mundial, de las revoluciones y de la guerra civil: como súbditos del emperador, estaban a favor de la tolerancia, el progreso material y la meritocracia». Nada de esto se reflejó en el desarrollo emocional e intelectual de León Davídovich. Tan insensible al valor de la vida humana como Lenin o Stalin, tan ávido de sangre como ellos y tan alejado de posturas posibilistas o conciliatorias que implicasen la renuncia siquiera parcial del programa de reconstrucción humana de los bolcheviques, Trotski no contemplaba sino la victoria total sobre los enemigos del marxismo internacionalista o la aniquilación. Así se comportó como comandante militar de las fuerzas soviéticas durante la Guerra Civil. Con ese marchamo creó al Ejército Rojo, cuya misión original era arrebatar con violencia las reservas de grano de los campesinos rusos para alimentar Moscú y San Petersburgo a la vez que los aterrorizaban, diezmaban y destruían sus precarias formas de autogobierno después de 1917 imponiendo sin misericordia las medidas colectivizadoras del comunismo de guerra y la persecución al kulak o «campesino rico».

Trotski vivió toda su vida «para ejemplificar un sueño», dice Service, aunque ese sueño «era la personificación de la pesadilla de mucha gente». Siempre estuvo dispuesto a sacrificar cuantas vidas humanas fuesen necesarias para lograr la revolución socialista mundial. La revolución bolchevique en Rusia no era sino una etapa previa, acaso imprescindible, de dicho levantamiento universal cuyo epicentro debía necesariamente estar en Europa. Sólo Stalin, más adelante, abandonó dicha aspiración. Esto constituye uno de los caballos de batalla más rancios entre trotskistas y estalinistas. Lo cierto es que tanto Lenin como Trotski consideraban que la revolución rusa había sido un fenómeno sobrevenido: debió producirse antes en Alemania, nación a la que ambos admiraban. Trotski hablaba con soltura el alemán y durante algunos años de exilio, tras huir de la prisión zarista en Siberia, se ganó la vida escribiendo y traduciendo en alemán, en Suiza. Trotski estuvo siempre comprometido con el movimiento revolucionario alemán e hizo todo lo posible por alentar la chispa espartaquista, uno de sus más sonados fracasos como responsable de las relaciones diplomáticas de la recién nacida república soviética.

Trotski, que había adoptado ese alias (todos los bolcheviques tenían uno: eran hombres de acción, de vida errante, peligrosos, duros, bregados toda la vida en la huida y la cárcel. Trotski no era una excepción) en una de sus fugas del destierro siberiano, no era para nada sociable. Incluso con Lenin nunca mantuvo una amistad estrecha, propiamente considerada como tal. Su único amor siempre fue él mismo, el reflejo que le devolvía el espejo. Era en extremo vanidoso. Rodeado de los bolcheviques más veteranos, todos individuos encanallados, borrachos, pendencieros, camorristas y malhablados, destacaba por su empeño, muchas veces irritante, de mantenerse puro, virginal en un ambiente fosco y difícil donde la promiscuidad, la blasfemia y la murmuración eran moneda corriente. De 1917 en adelante destacó sobre todo por infravalorar a sus potenciales enemigos, por desdeñar alianzas fructíferas con la arrogancia que le era propia y por cometer errores de cálculo gravísimos. Todos estos errores terminaron costándole un pioletazo en la cabeza, quizá porque creía que su enemistad personal con Stalin jamás alcanzaría un grado de odio caníbal: a diferencia de él, Stalin siempre se sintió directamente amenazado por la mera existencia de Trotski.

Tuvo dos mujeres. La primera, Alexandra, gastó su vida persiguiendo la estela del cometa Trotski. En vano. «Las responsabilidades matrimoniales y paternas tenían su importancia, pero nunca hasta el punto de impedir a los jóvenes militantes hacer lo que les indicaba su conciencia política. En teoría todos estaban a favor de la igualdad de sexos. Pero las mujeres tenían que evitar tener hijos si querían mantener su libertad como militantes. Cuando sus maridos se metían en problemas con las autoridades se esperaba de las mujeres que supieran cómo responder al naufragio emocional». Se casó con ella por el rito judío (en la Rusia zarista no se contemplaba otro tipo de matrimonio que no fuese el religioso) seguramente para no padecer en solitario su condena al destierro. No dudó en abandonarla con las dos hijas pequeñas que le dio aquel infeliz matrimonio. La revolución fue su única amante. Más adelante encontró en París a la verdadera compañera de su vida, Natalia, quien le dio hijos varones y también, como Alexandra, su propia vida: todo humillado en el gran altar de la misión política a la que Trotski se sentía en verdad llamado. Todos, esposas, amantes e hijos, compartieron la maldición que cayó sobre el linaje de los Trotski cuando Stalin echó sobre ellos el rojo manto de la venganza.

Los últimos capítulos del libro son desoladores desde un punto de vista humano. Trotski abandonó la URSS una vez vencido en su terrible enfrentamiento con Stalin después de la muerte de Lenin, en 1924. Su caída en desgracia en la Rusia de la postguerra civil, en la Rusia que abandonaba la disparatada Nueva Política Económica y caminaba hacia la industrialización brutal (a costa de millones de vidas), fue una combinación de lamentable engreimiento, malas elecciones tácticas, meteduras de pata impropias de un hombre de su brillantez y de la determinación ferruginosa de sus enemigos. Su errático exilio primero en Turquía, luego en Francia y después en México, fue deteriorando gradualmente su mente y su cuerpo a medida que aumentaba su nimbo y su proyección como artefacto propagandístico entre la precaria y dividida oposición al estalinismo tanto dentro como fuera de Rusia. La Cuarta Internacional puede compararse a un miembro flácido e impotente, a un cuerpo muerto. Sus devaneos sexuales en México con Frida Kahlo, su enfrentamiento con Diego Ribera por esta causa, su distanciamiento de Natalia y sus flirteos seniles se entrecruzan con un aislamiento cada vez mayor: el trotskismo internacional no paraba de florecer como los hongos después de la lluvia, pero el líder, a su vez, tampoco paraba de enemistarse con los colaboradores, que en muchos casos cruzaban medio mundo para encontrarse en México con una figura avejentada, intolerante, cada vez más sectaria, paranoico y profundamente pagado de sí mismo.

El mundo entraba en la noche oscura de la guerra total de aniquilación y él seguía elucubrando sobre una hipotética revolución dentro de la revolución que recuperase la prístina idea origial, nunca puesta en práctica en realidad, del socialismo humanitario; el viejo se autoengañaba con la pretensión de absolverse a sí mismo. «Sobrevaloraba la oratoria y el estilo literario como atributos de superioridad. Desdeñaba la pelea sucia por mucho que estuviera lejos de ser la más limpia de las figuras políticas. En la carrera por la sucesión de Lenin, el obstáculo más insuperable había sido para él la ausencia de una voluntad inequívoca de convertirse en líder. Se sentía mejor como contendiente maltratado que como luchador consumido por la ambición de ser el campeón. No anhelaba la máxima autoridad con la máxima pasión». Comparado por sus enemigos, durante la Guerra Civil, con Bonaparte, sus últimos años en México tienen algo de Waterloo. Trotski se autoexaminaba excluyendo lo que no le convenía de un pasado que, bien lo sabía, muchos estaban dispuestos a limpiar con aguarrás y aun muchos más a subrayar con la tinta más chillona posible. Tuvo algo, esta figura trascendental para la impensable victoria bolchevique de 1917, de perdedor romántico. Eso fue, seguramente, lo que le terminó costando la vida. Stalin quiso vencer más, lo quiso más fuerte.

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