La claudicación

Me han invitado a un par de bodas últimamente. No es lo habitual. Llevo tres en menos de doce meses y se me han acentuado mis connaturales tendencias misantrópicas. Lo cierto es que en nuestro tiempo si no te invitan a una boda no existes. Es el marchamo de la socialité contemporánea, como decir, estar en la pomada. Las bodas, religiosas, me han dado tiempo y espacio para darle vueltas a ciertas cosas.

Las bodas se han convertido en el gran fenómeno popular de esta época. El hecho diferencial de la clase media, lo que antes era tener una casita de recreo en el campo y comprarse el periódico los domingos para la pequeña burguesía urbana. Estrenar se decía, cuando las mujeres le compraban a sus maridos los trajes para el Domingo de Ramos, para el Jueves Santo o para el día de la patrona local. Como ya eso se está pasando de moda ahora se estrena cuando uno tiene una boda y la cuestión es preciosa porque deja ver unas cosas indescriptibles.

Esas mangas, esos dobladillos, esos tiros de pantalón, esas camisas preñadas con esos botones a punto de reventar, gente andando como si fueran pingüinos, o gnomos de la serie aquella, David el Gnomo. Son frescos maravillosos que hablan más de este siglo, del nuestro, de nuestra vida y de nuestra sociedad, que los periódicos. Al fin y al cabo, como le leí ayer a alguien muy sabio, la distancia entre lo que cuentan los periódicos y lo que piensa la gente se llama representación e ideología y una boda, por ejemplo, o un bautizo (pero ahora estamos con las bodas) no mienten nunca. Desnudan la verdad y la exhiben como en un escaparate de El Corte Inglés.

Lo normal ahora es casarse por la Iglesia aunque no se tenga fe. En realidad esto ha pasado siempre pero ahora se hace, digamos, ostentación de laicidad, de aconfesionalidad por ponernos finos y constitucionalistas. Se proclama que vivimos en una sociedad sin dioses pero se sigue yendo a la Iglesia a contraer matrimonio aunque luego no se vuelva a pisar un templo católico hasta el bautizo del niño, o hasta la siguiente boda a la que uno vaya invitado. O hasta que se muere alguien. Es decir, la gente sigue casándose con furor pero el hábito religioso, lo de ser practicante, cada vez se estila menos. Surge aquí un curioso margen pantanoso entre el discurso y la realidad en donde la industria nupcial ha puesto su enorme bandera comercial y como Amazon o Apple y la fiscalidad irlandesa, ha crecido exponencialmente en el limes que separa lo convencional o tradicional de lo consuetudinario. La industria nupcial ha conquistado esa marisma, la ha drenado y la ha convertido en un polder extraordinariamente fértil.

¿Y la Iglesia? Me refiero a la institución, naturalmente. También es curiosa su postura al respecto de este fenómeno polytropos, como llamaba Homero a Odiseo. El fenómeno nupcial moderno tiene también muchas caras, muchas formas. Muchos lados. Hay un verbo preciso para lo que comúnmente he presenciado: claudicar. La etimología de claudicar es jugosa. Deriva del vocablo latino claudus, que es, vaya, el cojo. El que cojea. De claudus vino claudicare, que tiene un campo semántico gozoso al respecto: vacilar, decaer, declinar, perder fuerza, perder firmeza. En definitiva, claudicar da una idea exacta de decrepitud.

En la última boda a la que asistí vi como la fotógrafa subía y bajaba del altar; caminaba de aquí para allí, se arrodillaba, pululaba en torno a los novios y en torno al cura totalmente ajena a la ceremonia que allí se celebraba, como si fuera un ente autónomo y aquello no fuera con ella. Tomaba fotos, muchas fotos. El cura parecía también ignorar la órbita de aquel cometa y en general todos los invitados, todos los presentes en la iglesia, hacían como si aquello fuera completamente normal. Probablemente lo sea.

¿Qué es una boda, hoy? Intuyo que todo se ha desbordado en nuestros días, que antes no era tanto. Tan así. Mis padres se casaron con una mano delante y con la otra detrás, y el convite consistió en un tapeo con los allegados imprescindibles. Las bodas, los bodones, los hacían antes los que podían. Los que tenían dinero para pagarlo. La democratización de esta ceremonia social no la ha refinado, no ha traído la sencillez cara de lo bueno, la sencillez plutocrática, sino lo contrario: ha comportado la vulgarización de lo noble. Es un fenómeno detestable, como todo lo que se industrializa. ¡Mirad la muerte! Esos tanatorios que parecen pabellones de IKEA, donde ya te dan a elegir el féretro entre un acotado pero confortable, por la apariencia de impreciso, catálogo, fruto de un minucioso y previo estudio de mercado realizado por sesudos individuos muy bien educados.

La claudicación de la Iglesia a este respecto es asombrosa, pero comprensible. Cada vez va menos gente a los oficios y la que va es más vieja. Es una descomposición que no sólo afecta al cristianismo, por supuesto: sólo el Islam se salva de esta progresiva desrreligiosidad global porque su núcleo, tanto social como político e identitario, aún permanece fuera de Occidente. Pero el siglo XIX, la razón, la máquina de vapor, destruyó el tejido identitario que conectaba al individuo con las fuerzas familiares de la tierra, de la familia, de Dios. Es una cuestión compleja, pero comprobable. Se manifiesta con mayor crudeza y con sus puntitos kitsch, que no dejan de ser desesperanzadores, aunque cómicos (al menos nos reímos) en las circunstancias definitivas de la vida de los hombres: el nacimiento, el casamiento, la muerte. Es entonces cuando toda la liturgia antigua aflora deshuesada y empaquetada al vacío: descubre uno que del viejo ritual sólo han conservado la cáscara, que lo demás va todo en serie.

En esta situación, ¿qué llena las iglesias? ¿Qué mueve a la gente hacia Dios? Las bodas, los bautizos, los entierros, las ferias, la Semana Santa y las procesiones patronales. La Iglesia ha de claudicar, ha de abrazar el fenómeno kitsch que por lo menos le lleva ovejas al redil, aunque sea a costa de seriedad, compromiso, disciplina en la fe y todas esas cosas. Es sabido que párrocos y sacerdotes del común han recelado siempre de las hermandades y cofradías, sean de Semana Santa, procesionales, o sean del Rocío, circunstancia muy frecuente en la textura de la religiosidad andaluza. La cosa es que sigue siendo Andalucía la región donde la fe se manifiesta más viva y eso parece ir aceptándolo la jerarquía eclesiástica y la cuestión de las bodas parece ir en ese sentido, de forma general. Una sumisión a los tiempos.

Se traga con lo que antes era intolerable por continuar con una tradición de privilegio que va poco a poco quebrándose, como las hojas caídas en otoño cuando se las pisa, acabando por completar un cuadro inverosímil. A veces creo que es mejor morir de una única cornada certera y súbita, por más que sea espectacular o dramática, que este lento goteo de vida incesante que no vuelve. En la cara de algunos curas advierto, creo, también ese anhelo.

También se somete a los tiempos la antaño clase terrateniente. La última boda a la que fui tuvo su convite en un paraje espectacular. Un cortijo. Había sido levantado junto a la campiña jerezana por los Montpensier, a la mitad del siglo XIX, cuando las intrigas de palacio desterraron a uno de los pretendientes del volátil trono español al sur, a Sanlúcar. En la zona se levantó una pequeña corte. Los palacetes, adecuados para el evento, me hicieron pensar en El gatopardo. Me imaginé al príncipe de Salina alquilando Donnafugata para ir tirando en Palermno; deseché pronto la idea, pero el concepto es el mismo y persistió en mi cabeza como cuando la resaca se encapsula en el parietal satanizándole a uno el cerebro en forma de jaqueca.

Ciertamente, da una idea de decrepitud. Una idea stendhaliana de decrepitud. La democracia, al final, ha alcanzado los órdenes mayestáticos de la existencia mundana. El decadentismo se ha sintetizado en la boda moderna: el hijo, o especialmente, la hija del plebeyo enriquecido por el comercio, la industria o la burocracia, aspirando por un día los aromas del demi-monde prohibido a cambio de diez, quince o veinte mil euros. Aspirando una fragancia barata, naturalmente. Hecha pret-a-porter, pasada por el tamiz de la industria nupcial. Un fascímil de lo que hace cien años sólo estaba al alcance de las hijas del gran mundo. La transversalidad de las cosas terrenas era, al final, esto.

 

 

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