Un bel morir

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De la moción de censura que ha cambiado a Rajoy por Sánchez en la jefatura del Gobierno de la nación me quedo con esta foto. Se dice que uno no elige ni dónde nace, ni cómo, ni cuándo, pero que con algo de suerte puede elegir cómo muere, dónde y hasta cuándo. Un bel morir tutta la vita onora, rezaba el adagio. La manera que eligió Rajoy de entregar la cuchara, como se dice mucho en Alemania cuando alguien muere, resultó, bien pensado, en perfecta concordancia con lo que ha sido siempre el marianismo: salir a empatar, es decir, a no perder. Siempre he sentido, personalmente, inclinación hacia la gente que sabe perder. No me estoy refiriendo a la aceptación mansa de la derrota. Digo que me gusta la gente que asume el final y camina hacia él con orgullo, como caminó Frank Sobotka hacia el espigón de Baltimore al final de la segunda temporada de The Wire. Rajoy se quedó sentado después de almorzar en un restaurante de la Puerta de Alcalá, quizá pensando en que a pocos metros de allí Eduardo Dato también perdió su gobierno a manos de unos antisistemas, según los métodos de la época. El escaño de Rajoy en la Carrera de San Jerónimo lo ocupó el bolso de Soraya.

Mariano Rajoy pudo ser el Andreotti español pero su figura no se acomoda al estilo cinematográfico de un Sorrentino, ni siquiera en lo kitsch. Demasiado castizo, demasiado español. Troppo vero. Pudo elegir y eligió una componenda blanda y algo viscosa para salir del trance del golpe catalanista cuando le cayó encima la gran cuestión de su gobierno. En efecto, la excusa era que no se podía ser duro sin el PSOE a bordo pero al parecer con él en el barco, tampoco. Las treinta monedas con que Sánchez le devolvió el favor a Rajoy resultan hasta normales: la falta de grandeza del marianismo tenía que terminar con una eliminación en casa por el valor doble de los goles en campo contrario.

A Rajoy lo han descabalgado del caballo monclovita con un contubernio parlamentario y para siempre será ya el presidente del Gobierno a quien le declararon la independencia de Cataluña. Este es un hecho que no soslaya ni la proverbial cobardía de los catalanistas aunque a nadie parece importarle, ni siquiera a él, que sobrevivió a pesar de que la nación saliese a la calle en octubre para sostener la dignidad institucional de un Estado que sólo el Rey supo defender en lo simbólico. Es verdad que ni Puigdemont, ni Junqueras, ni nadie del Gobierno autonómico depuesto tuvo el arrojo de arriar la bandera nacional del Palacio de la Generalidad. Ahora estoy convencido de que nadie en el Gobierno de la nación hubiera terciado tampoco para imponer la decencia e izarla otra vez. Rajoy aplicó el 155 porque la cosa había alcanzado tal punto de putrefacción que había que hacer algo, que es lo que siempre se dice cuando uno se encuentra con el pastel entre las manos, todos en la habitación lo están mirando, y no tiene otra salida.

A su ministro de Interior le aseguró Trapero, o sea, el jefe de la policía política del catalanismo (hecho probado a lo largo de aquella jornada), que podía estar tranquilo para el 1 de octubre: los Mossos lo tendrían todo bajo control. Cuando al final de la tarde de aquel día Rajoy salió a decir que no había habido referéndum (las pruebas gráficas de los policías nacionales y guardias civiles dejados con el culo al aire y a la buena de Dios en medio de turbas descontroladas habían llegado hasta Tombuctú a esa hora) su cara me recordó a la de Bush en el bulo aquel que circuló después del 11S, con un libro al revés, sentado en un taburete en medio de un colegio, recibiendo la noticia de los atentados de Nueva York y Washington.

Se puede hasta imaginar uno a un ujier de La Moncloa entrando en el despacho y despertándolo de la siesta con un siseo: Presidente, ejem, se nos está independizando Cataluña.

Rajoy podía haber aplicado medidas severas y correctivas desde el referéndum de mentirijillas de noviembre de 2014. Aquello, se demostró posteriormente, fue una prueba de fuerza. Había razones legales para que el Estado de sitio mantuviese el control de unas instituciones que anunciaban el órdago a la grande sin ningún rubor, como anunció Hitler lo que iba a hacer diez años antes de que detentase el poder. Lo que decía Koyré del nuevo matiz de la mentira totalitaria: se proclama abiertamente lo que luego se termina haciendo, con la confianza de despistar al adversario suponiéndolo demasiado resabiado como para que se crea lo (en apariencia) inverosímil. Con Rajoy el catalanismo acertó de pleno, aunque Rajoy no hacía otra cosa que continuar con ellos la tradición de mansedumbre, transacción y cinismo de todos los presidentes de Gobierno constitucionales. La sobremesa de Rajoy la tarde en que sellaban su ataúd presidencial resume su espíritu político: la táctica fabiana llevada al extremo. Pero a Fabio los romanos lo adoraban y terminó cansando a Aníbal. El Aníbal de Mariano le ha dado una lanzada desde Berlín y la cosa ha terminado en hule, como decían a principios del siglo XX cuando un toro cogía a un torero. Mientras eso ocurría, Rajoy se calzaba un par de botellas de whisky rodeado de sus pretorianos genoveses. También llegaron unos cuantos barcos genoveses a Constantinopla el día que el turco la capturó.

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