El otro día vi La muerte de Stalin de Armando Iannucci. Es una buena película. Facturada exquisitamente, cómicamente hablando, muy negra. Negrísima. Tanto que si uno ha leído algo al respecto del Gran Terror, del Holodomor, de la purga interminable, termina por no reírse. Y es verdad. Me dijeron que había momentos en la película de risa a tumba abierta y me lo creí. Me lo creo. La película, digo, es estupenda. La fotografía, la ambientación, el tempo, todo, es fantástico. Las interpretaciones, sobresalientes. Algunas, como las de Buscemi haciendo de Jrushev, o la de Beria, extraordinarias. Pero hay algo, hay algo. Algo que no cuadra. Lo he pensado. Dicen que la película está hecha con ánimo paródico, no sólo ya del estalinismo, sino de todos los despotismos, de todo el totalitarismo. No lo dudo. Pero no me lo creo. Digo, como espectador. No me creo el pacto de lectura, de veracidad, precisamente por eso: por lo veraz. Todo lo que se cuenta en la película es tan veraz, tan verosímil, tan real, que es imposible reírse y por supuesto, es imposible pensar que estamos ante una comedia. No estamos ante una comedia. Tampoco ante una sátira mordaz de los totalitarismos. Estamos ante la descripción veraz, puede que algo histriónica para adecuarse al tono narrativo que exige el gran público, del mundo al que se llega a través de la escrupulosa observación del marxismo-leninismo.
La risa (y los veinte millones)
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