Lo que queda de un imperio

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Restos semihundidos del Vizcaya en la bahía de Santiago. Fotografía de 1899.

 

Pascual Cervera y Topete nació en Medina Sidonia, un pueblo de la provincia de Cádiz, el 18 de febrero de 1839. Reinaba en España Isabel II. Era hijo de un oficial del Ejército que había luchado contra Napoleón en la Guerra de la Independencia, según los Apuntes biográficos que algunos de sus descendientes han recopilado en una web. Entra en el Colegio Naval de San Fernando con sólo 13 años, del que sale como guardiamarina de primera clase en 1858. Se instruye en Cuba y posteriormente, como alférez de navío, se distingue en Filipinas luchando contra los rebeldes suníes del Sultán de Buayan, los musulmanes filipinos de Mindanao. Captura una bandera en el asalto al reducto de Pagalugan, acción que le vale la promoción a teniente de navío. Era 1861.

Hasta 1865 permanece en Filipinas, cartografiando la intricada geografía del archipiélago. Regresa a España y se mantiene al margen de las tremendas convulsiones políticas que terminan con el derrocamiento de la reina, el asesinato de Prim y la proclamación de la I República. Participa en el sofocamiento del cantón de Cartagena y regresa a Filipinas al mando de una corbeta, otra vez combatiendo a los rebeldes musulmanes del sur. Como coronel de infantería de marina, es nombrado gobernador del archipiélago de Joló en 1876. Es un regalo envenenado. Las islas, entre Filipinas e Indonesia, son un nido de piratas y están habitadas por una población hostil y levantisca, convertida al Islam y adicta a los rebeldes de Mindanao. Allí contrae la malaria y permanece hasta que Cánovas del Castillo lo requiere a Madrid y le da un puesto administrativo en el Ministerio de Marina.

El otro día la alcaldesa de Barcelona, Inmaculada Colau, se refirió a Pascual Cervera y Topete como facha. Mucha gente lo tomó por fascista, original del cual procede, como acortación, facha. Era obvio que Cervera, que murió en 1909, no podía ser facha, de fascista, por la razón de que el fascismo como concepto aún no existía. El primer teniente de alcalde de Barcelona, Gerardo Pisarello, aclaró los términos un día después: Cervera, para él y para su alcaldesa, era facha, pero de «retrógrado», por «haber participado en la represión del movimiento cantonalista gaditano, durante la I República, haber combatido a los republicanos anticolonialistas filipinos y cubanos y haber desempeñado un dudoso papel como estratega en la batalla contra EEUU que acabó con el hundimiento de su escuadra», según añadió Pisarello. A las singulares acusaciones históricas podría haberle añadido también cualesquiera otras de su propia inventiva. Facha hoy, en España, sencillamente significa individuo que no nos gusta y al que en determinadas circunstancias sociales y políticas no dudaríamos en eliminar. Como Cervera ya está muerto, los munícipes de Barcelona no han tenido inconveniente en borrarlo del callejero de la ciudad.

En 1897 Cervera ostentaba el grado de capitán de navío de primera clase, lo que hoy es contraalmirante. Había sido ministro de Marina, efímeramente, y antes de eso, edecán de la reina regente, María Cristina, así como ocupado numerosas comisiones navales y puestos de relevancia en la administración de la Marina de Guerra española. La guerra contra los rebeldes cubanos, financiados indisimuladamente por Estados Unidos, estaba prolongándose hasta el punto de envenenar la política nacional irremediablemente. Ese año, según se cuenta en los Apuntes biográficos de sus descendientes, le escribió una carta a su primo Juan Spottorno, a la sazón auditor de la Armada en Cartagena. En ella confesaba: «Parece que el conflicto con los Estados Unidos está conjurado, o al menos aplazado; pero puede revivir inesperadamente, y cada día estoy más convencido de la idea de que resultaría en una gran calamidad nacional…Puesto que prácticamente no tenemos escuadra, a donde quiera que se envíe, deberán ir todos sus buques juntos, porque dividirlos sería en mi opinión el mayor de todos los errores; pero también sería un error enviarla a las Antillas, dejando nuestras costas y el archipiélago filipino sin defensa…seré paciente y cumpliré con mi obligación, pero con la amargura de saber que mi sacrificio es en vano. Si nuestra pequeña Escuadra estuviera al menos bien equipada con todo lo necesario, y sobre todo bien adiestrada, podríamos intentar algo. Cuando las naciones están desorganizadas, sus Gobiernos, que son simplemente el resultado de tal desorganización, también están desorganizados, y cuando llega el lógico desastre, no quieren su causa real; por el contrario, más bien el grito es siempre “TRAICIÓN”, y buscan a la pobre víctima que expíe las culpas cometidas por otros».

Estamos ya en enero de 1898. El día 25, Estados Unidos manda el USS Maine al puerto de La Habana en una, que llamaron, visita de cortesía. La tensión entre el imperio nuevo y el imperio viejo estaba a punto de caramelo. De inmediato el Gobierno español manda al Vizcaya a hacer lo mismo, es decir, visitar cortesmente, el puerto de Nueva York. Cervera era entonces comandante de la escuadra de instrucción, que no se instruía desde 1894 y la crisis con Alemania a costa de las Marianas. Hubo de suspender los ejercicios a la mitad por falta de presupuesto. El 15 de febrero, el Maine explota de súbito en La Habana. En 1976 el almirante estadounidense Hyman Rickover, veterano de la II Guerra Mundial, a cargo de una comisión de investigación del Congreso, concluyó que el Maine no había sido volado por los españoles, sino por la combustión espontánea del algodón pólvora del acorazado (nitrato de celulosa). Pero en febrero de 1898 aquello constituyó el casus belli que EEUU necesitaba para hincarle el diente al imperio viejo. En España se reunió una escuadra y se puso a Cervera al frente, con la orden de llegar a Cuba o a Puerto Rico, y defenderlas.

Bloqueada Cuba por la marina americana, Cervera, escaso de carbón, logró alcanzar la bahía de Santiago burlando el cerco americano. Era el 19 de mayo. Además de ser el único puerto cubano libre, Santiago le ofrecía la única oportunidad estratégica de doblegar el despliegue estadounidense entre La Habana y la base de Key West en Florida. Desde Santiago, Cervera se dedicó a apoyar la defensa de la ciudad y las operaciones terrestres contra los rebeldes en aquella parte de la isla. Hasta que llegó el mes de julio.

Uno de los capitanes de Cervera, el capitán de navío Víctor María Concas y Palau, catalán de Barcelona como Inmaculada Colau (aunque no como Pisarello, natural de Tucumán, el viejo Virreinato del Río de la Plata) describió más adelante la última batalla española en América en su libro La escuadra del Almirante Cervera. Esta escuadra constaba de tres cruceros acorazados: el Infanta María Teresa, el Vizcaya y el Oquendo, y de un crucero, el Cristóbal Colón, «protegido por una coraza de quince centímetros de acero níquel». Cuenta que la escuadra estadounidense, al mando del almirante William Thomas Sampson, se componía de los acorazados Indiana, Oregón, Iowa y Massachusetts, que «eran prácticamente invulnerables para nosotros; cualquiera de estos buques aislado hubiera podido hacer frente a toda nuestra escuadrilla, junta, y la reunión de ellos, apoyándose mutuamente, representaban una fuerza tan colosal, en relación a la nuestra, que un oficial, por cierto muy competente, la estima, desde el punto de vista exclusivamente científico, en relación de uno a cuarenta».

Además, la Marina de Guerra estadounidense tenía frente a Santiago de Cuba los acorazados Brooklyn y New York, «cada uno por sí superiores a los nuestros», y el Texas, del tipo del Vizcaya, «un buque poderosísimo, como lo hubieran sido los nuestros de haber tenido el apoyo de algunos grandes acorazados». Pero España no tenía grandes acorazados. Ahí radicó la diferencia esencial entre ambas flotas, y a la postre, entre el imperio nuevo y el imperio viejo. La diferencia tecnológica, la misma que permitió a los españoles derrotar a todos los imperios precolombinos de América tres siglos antes.

«Respecto a artillería, y empezando por la del enemigo, tenía éste una práctica colosal, pues llevaba dos años de estar preparándose para la guerra, tirando por sumas fabulosas, publicadas por todos los anuarios del mundo. Sobre esto, la gran experiencia de los bombardeos de Puerto Rico, Santiago y Daiquieri le había permitido, no sólo adiestrar a su gente, sino corregir esa multitud de inconvenientes que ofrecen hoy los montajes y cierres de la artillería moderna». En cambio, los artilleros españoles apenas sí habían ejercitado el tiro dos veces «con cada cañón».

«Pero lo pavoroso», cuenta el capitán Concas y Palau, «era lo que ocurría con los cañones de 14 centímetros», según sus palabras, «la verdadera fuerza de los buques». Habiéndose observado problemas con anterioridad a 1898 a cuenta de los casquillos de las cargas de las piezas de estos cañones, «se habían encomendado otros al extranjero, pues no se fabrican en nuestro país, y pena da confesar que formalidades de contrata y pruebas, que emplearon desde mediados del 96 hasta marzo de 1898 en que se empezaron a fabricar, han hecho que se hayan tardado cerca de dos años desde que se empezó el expediente hasta recibir los primeros casquillos; circunstancias que indican una vez más hasta qué punto se desconoce cuáles son las necesidades del país y cuán caras cuestan estas formalidades en circunstancias extremas».

En definitiva, es por la Historia conocida la situación de precariedad extrema con la que Cervera, como comandante de la escuadra, tuvo que afrontar la orden gubernamental que le obligaba a forzar el bloqueo, el 3 de julio, de la escuadra de Sampson. «Salga V. E. inmediatamente». Sigue el capitán Concas y Palau: «No nos cansaremos de repetir que los buques eran magníficos; que en instrucción no cedían a los mejores de cualquier marina del mundo, y que, salvo la de casquillos de la artillería de 14 centímetros y la necesidad de haber consumido mucho carbón para adiestrar a nuestros fogoneros, no tenían falta alguna capital. La falta consistió en lanzarlos contra fuerzas inmensamente superiores, tarde y sin elementos auxiliares; como lo sería el lanzar unos escuadrones de caballería contra trincheras inaccesibles, después de haber dado tiempo a los enemigos para parapetarse, para escoger la posición y reunir fuerzas centuplicadas con que aniquilarlos. No significaría eso que los escuadrones fueran de desecho, porque en el curso del servicio faltara tal o cual detalle; lo verdaderamente detestable sería la orden de lanzarlos a la muerte para que sus cadáveres sirvieran para ofrecer un argumento al pueblo español que justificase la necesidad de pedir la paz».

La escuadra de Cervera fue cazada como conejos, un barco detrás de otro, según iban saliendo de la bahía. Ahí se acabó todo.

¿Qué es lo que queda de un imperio? Queda la lengua española, despreciada en Cataluña por secesionistas y quintacolumnistas, y quedan los restos oxidados, machacados por el sol de 120 años, de unos buques de guerra. Todavía pueden verse asomando sobre el azul turquesa del mar Caribe, recortándose contra el verde lujurioso de la selva antillana, las osamentas de la flota de Cervera, la última flota del viejo imperio. Parece cosa de milagro que aún sigan allí, visibles desde la playa, sobreviviendo a las aceradas condiciones climáticas de aquella parte del mundo. En la España europea (que no metrópoli; el imperio español nunca fue colonial, eso lo explica estupendamente María Elvira Roca Barea) también quedan restos visibles, mohosos y destruidos, de la vieja dignidad: el Salón de Plenos del Ayuntamiento de Barcelona, por ejemplo.

Del imperio también queda la iniquidad de los representantes públicos, perfectamente ilustrada por el final de este artículo, ya clásico, de Arturo Pérez-Reverte en XL Semanal: «Era tarde de domingo. A la misma hora que los supervivientes españoles eran capturados por los buques norteamericanos, agonizaban en las playas o se abrían penosamente paso por la selva para intentar llegar a Santiago y seguir combatiendo en tierra, en Madrid lucía un sol espléndido y la gente, incluidos algunos miembros del gobierno, se divertía en los toros. Según cuenta Francos Rodríguez: “Asistió gran cantidad de público y hubo dos corridas, una en la plaza de Madrid y otra en Carabanchel. Ambas con resultado feliz”. 

Cuando Pascual Cervera y Topete murió, en 1909, The New York Times, prensa americana contemporánea a la de Hearst y Pulitzer (tú ponme las fotos que yo te pondré la guerra) publicó su obituario. «While in this country Admiral Cervera made many friends. On one occasion, while passing throug Boston, he was enthusiastically cheered by the assembled crowds. His courage, his spirit, his courtesy in notifying the Americans of safety of Hobson and his men after the affair of the Merrimac, and his admirable bravery in misfortune, combined to win for him the admiration of the American people, who were not a little indignant when in pursuance of the purpose of the Spanish Government to bring home to every high officer the responsibility for disaster on land or sea, Admiral Cervera, upon his return to his own country, was brought before a special court-martial. This court practically acquitted him, and the verdict was not less popular here than in Spain».

Conviene leer el relato del capitán Concas y Palau de la jornada del 3 de julio de 1898. Hundiéndose el María Teresa frente a una playa de la bahía de Santiago, envuelto en llamas «hasta la altura de las chimeneas y estallando proyectiles por todos lados, espectáculo capaz de imponer al corazón mejor templado», el contramaestre, un tal José Casado, vio cómo un marinero aparecía en la cubierta pidiendo auxilio «y sin esperar excitación de nadie, diciendo en alta voz ¡Yo no dejo morir a ese hombre!, se arrojó al mar, subió por aquellos costados enrojecidos y despreciando cuanto puede despreciar un hombre, la vida, cogió al que pedía socorro, lo bajó a hombros por el mismo sitio y trayéndolo a tierra a remolque, llegó a la playa con su preciosa carga, pudiendo a duras penas adivinarse que aquella masa informe era un hombre con catorce heridas».

Otro facha.

Termina así su crónica, que es la crónica del final de un imperio y tiene un color finisecular que no se puede impostar de ninguna forma, ni tampoco emular, porque para eso habría que haber estado allí con él. Con ellos.  «Así terminó esa funesta jornada para España, y si los hombres que a ella nos llevaron hubieran visto en las playas de Santiago de Cuba las tripulaciones del Oquendo y María Teresa en los linderos del bosque, llenos de sangre, mientras otros exhalaban allí el último suspiro mirando al mar con el más imponente silencio, como quien busca el camino de España y pregunta ¿esto por qué ha sucedido?; si aquellos a quienes iba dirigida la pregunta, y que quizá se atrevan a disertar sobre ello delante de cualquiera asamblea acostumbrados a que la retórica sea para ellos el agua del Jordán, hubieran estado allí, ¡yo aseguro que no habrían contestado!»

Probablemente no lo hubieran hecho, desde luego. Si el capitán Concas y Palau, que hoy sería motejado de mal catalán por el establishment político y cultural que gobierna Cataluña, lo hubiera podido ver, se habría dado cuenta de que todos los que llevaron a esa playa de Santiago de Cuba estaban en otras playas, seguramente en Santander y en San Sebastián, disfrutando del agradable julio cantábrico, o en Madrid, en los toros, o en las terrazas, al sol, preparando la siguiente intriga política.

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