El individuo número 13

Era una mañana estupenda, ¿sabes? Hacía calor, un sol espléndido, un cielo azul limpio y claro, radiante. Yo salí a comprar el pan y a hacer un par de mandados. Jamás lo olvidaré: tres barras en la panadería de la esquina, seis botellas de agua en el colmado de en frente y al final de la calle, en la pescadería, un kilo de gambas y otro de acedías para el almuerzo. Me sentía maravillosamente. ¿Te lo puedes creer? Ahora parece tan ridículo, tan imposible, tan…como si fuera inmoral, ¿sabes lo que te digo? pensar que pude sentirme tan bien cuando faltaba tan poco para que pasara algo como lo que pasó…fui a la panadería, me atendieron en seguida. No tardé nada. Había gente por la calle, como cualquier otro día, el trasiego de siempre, cuando se nota que es un día laborable en el pueblo y la gente no para de ir de un lado para otro, y muchos coches, los comercios llenos y todo eso. Lo normal, hazte a la idea. Fui luego al colmado y no tenían de la marca de agua mineral que me llevo siempre. Pero estaba de tan buen humor que me dio lo mismo. Al fin y al cabo, sólo es agua, ¿no? Cogí la que había. He olvidado incluso la marca, imagínate. Pagué, sólo había dos personas delante de mí con alguna cosa. Llegué a la pescadería y recuerdo, ¡lo recuerdo ahora tan bien!, que pensé: no debí salir de casa con este chaquetón tan gordo. ¿Sabes? Yo no soy muy friolero, pero por la mañana, al asomarme por la ventana, sentí el fresco de la mañana temprano, y tuve esa precaución. Al llegar allí ya me estaba arrepintiendo. ¡Ya sabes lo poco que me gusta cargar con la chaqueta o con alguna bolsa en la mano mientras voy por la calle! Había gente en la pescadería, allí sí. Casi todo mujeres. Bueno, miento: todas eran mujeres, del barrio y de la calle, vecinas, la parroquia habitual, que estaban comprando el pescado como hacían todos los días. Sólo había un hombre, el dueño, que atendía junto a su hija la mayor detrás del mostrador abarrotado de esos cajones blancos llenos del género. Me gusta mucho ir a las pescaderías aunque luego vuelve uno oliendo a demonios, pero es tan bonito mirarles los lomos a los pescados, todo relucientes, brillando a la luz blanca de las lámparas, con los ojitos abiertos como si aún estuvieran vivos, perfectamente divididos todos en cajas, separados por lo que son: acedías aquí, salmonetes allí, el pulpo en otro lado, los gallos, las gambas, los langostinos, ¡da una alegría ver todo eso! Y allí estaba yo, tras pedir la vez, embobado con las cajas llenas hasta arriba de pescado fresco, con el pan en una mano, todavía calentito, y el agua a mis pies, en el suelo, y de repente alguien entra y dice buenos días. Y todo el mundo, girándose, claro, le contesta buenos días, buenos días, hola, qué pasa. Era un hombre normal, como tú, como yo, ¡como cualquier otro! Con una gorra, creo, o no sé, no me dio tiempo a fijarme bien. Era tan normal que no tenía nada que te llamara la atención, de este tipo de gente que al rato ya no te acuerdas de absolutamente nada suyo. Sí que pensé que era alguien a quien no había visto nunca, ¡pero qué más da! Esa pescadería tiene fama y del pueblo, y hasta de fuera, viene gente a comprar. El caso es que volví a mirar a los pescados, a las cajas, al peso que el dueño tiene en el mostrador, que recuerdo que estaba marcando con los dedos pringosos después de haber puesto una bolsa semitransparente con un róbalo dentro, y todo lo que oí fue un grito: un grito atroz, desgarrador, de dolor, ¿sabes? De alguien a quien le han hecho daño, y luego, de corrido, otro, más agudo, de miedo, el chillido que da alguien que ha visto algo horroroso. Me giro y, ¿qué te crees que veo? A una mujer de rodillas, con la cara blanca y los ojos muy abiertos, y al tío que había entrado y que había dicho buenos días, dándole un tajo, ¡qué tajo, Dios mío!, perfecto y sin titubeos, en el cuello a la que estaba chillando, y luego lo veo volverse hacia mí y yo ya no sé cómo cojones salté pero lo hice y me tiré encima de las cajas de pescado, como si alguien me hubiera levantado del suelo por el pelo, y luego más gritos, porque yo ya no veía nada, estaba al otro lado del mostrador, y un sonido que no se me olvidará en la vida: el de un cuchillo rasgando ropa, carne, dando en hueso, un chasquido, ¿entiendes? Una cosa que me pone los vellos de punta de sólo escucharlo, pero todo muy sistemático, como si el cuchillo se levantara, entrara, saliera, así, pam, pam, pam, mecánico, una y otra vez, hasta que sólo oí gritos y un silencio, y luego el sonido de un coche arrancando y otro grito, de un hombre, el dueño creo que era, que decía: ¡cogedlo, cogedlo, asesino!

El doctor Ramírez comprobó que las constantes vitales del individuo número 13 se mantenían correctamente: los niveles de adrenalina habían vuelto a sus parámetros normales y el resto de indicadores bioquímicos respondían a lo previsto. Tecleó en el panel de control remoto las últimas instrucciones, que serían transmitidas microsegundos después al cerebro del individuo a través de la red de sensores intracraneales que le habían sido instalados hacía una semana en el laboratorio, y cerró la tapa del ordenador portátil. El individuo llegaría conduciendo al centro de operaciones en, exactamente, veinticinco minutos y cuarenta y tres segundos, si ningún coche de policía se interponía en su camino. De lo cual el doctor Ramírez dudaba, pues hasta que llegaran a la escena del crimen y tomasen nota a los testigos habría tiempo suficiente.

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