Piedad

rostro

La foto es de un húngaro, Robert Hupka. El Vaticano le dio permiso para fotografiar la Piedad como quisiera. Es curioso observar el rostro de Cristo. Se supone que está muerto. Muerto tras padecer un sufrimiento terrible, una tortura crudelísima y expirar después de una agonía devastadora. Sin embargo, parece que sonríe. Uno se fija detenidamente en su cara y está, podemos decirlo, incluso feliz. ¿Por qué, se dirá? Como aquí he venido a especular, aventuro que es por estar por fin en los brazos de su madre. ¿Y esa madre, esa Virgen absolutamente dolorosa, devastada por el espantoso fin de su hijo? Es la madre de Dios según los católicos, pero es, otrosí, la madre de todos los soldados del mundo. De todos los que, desde la primera noche del primer tiempo, han muerto en la guerra. Es fácil reconocer a esa madre. Su rostro tampoco se muestra torturado. Es como si, igual que el hijo que yace en su regazo, sintiera alivio. Es posible además ver la ternura en la cara de esa madre, mezclada con una beatitud vieja como la sangre derramada, como la vida y como la muerte.

Dostoyevski, en El idiota, describe muy bien al Cristo recién acabado, muerto, destrozado, absolutamente hombre entonces, es decir, sin ningún atributo divino, o sea, supraterrenal, en base a un cuadro que hay en la casa de uno de los protagonistas de su historia. La pintura es de Hans Holbein. Es interesante detenerse en lo que dice el maestro de ella.

«El cuadro representa a Cristo en el momento en que acaban de descenderlo de la cruz. Me parece que los pintores han procurado representar a Cristo en la cruz y en el descendimiento dando a su rostro un matiz de extraordinaria belleza; intentan conservar esta belleza hasta cuando le representan en los momentos de las más horribles torturas. En cambio, en este cuadro no hay ni sombra de esa belleza. En él se representa el auténtico cadáver de un hombre que ha sufrido infinitos tormentos ya antes de que lo crucificaran, heridas, torturas, golpes de la guardia, golpes del pueblo cuando él llevaba la cruz y caía bajo el peso de la misma, y que ha padecido la agonía de la crucifixión durante seis horas. Cierto, es el rostro de un hombre descendido sólo hace un momento de la cruz, es decir, que conserva muchos rasgos de vida y de calor; aún no ha tenido tiempo de ponerse rígido nada, de modo que en la faz del muerto hasta se vislumbra el dolor, como si todavía él lo sintiera (esto lo captó muy bien el artista); mas, por otra parte, está representado sin compasión alguna; ahí no hay más que naturaleza y así ha de ser realmente el cadáver de un hombre, quienquiera que haya sido, después de tormentos semejantes. Sé que la Iglesia cristiana estableció ya en los primeros siglos de su existencia que Cristo no sufrió de manera simbólica, sino real, y que su cuerpo, por consiguiente, estuvo sujeto en la cruz a la ley de la naturaleza plena y totalmente. En el cuadro ese rostro se ve terriblemente lastimado por los golpes, hinchado, con horribles esquimosis, túmido y ensangrentado, con los ojos abiertos y las pupilas torcidas; el blanco de los ojos, grandes y abiertos, brilla con una especie de reflejo mortecino, vidrioso. Pero lo extraño es que cuando miras ese cadáver de un hombre martirizado no puedes menos que hacerte una pregunta especial y curiosa: si vieron un cadáver así (y sin duda debía ser exactamente así) todos sus discípulos, sus futuros apóstoles principales, las mujeres que lo acompañaron y que permanecieron al pie de la cruz, todos los que creían en él y lo veneraban, ¿cómo pudieron creer, viendo semejante cadáver, que aquel mártir iba a resucitar? Uno piensa a pesar suyo que si la muerte es tan terrible y las leyes de la naturaleza son tan fuertes, ¿cómo ha de ser posible vencerlas? ¿Cómo vencerlas cuando no las sometía entonces ni siquiera aquel que en vida había dominado a la naturaleza y al que esta se había sometido, aquel que exclamó Talitha cumi y la doncella se levantó, Lázaro sal y el muerto salió? Al contemplar ese cuadro, la naturaleza aparece como una bestia enorme, implacable y muda, o mejor dicho, mucho mejor dicho, aunque parezca extraño: como una máquina enorme de novísima construcción que ha triturado y se ha tragado impasible e insensiblemente un ser grande e inestimable, un ser que por sí solo valía lo que la naturaleza toda y todas sus leyes, la tierra toda, la cual tal vez fue creada sólo para que tal se adviniera en ella. El cuadro parece expresar precisamente la idea de fuerza oscura, insolente y absurdamente eterna a la que todo se halla subordinado y así lo sentimos a pesar nuestro al contemplarlo.»

Entonces, ¿cómo puede ser que este Cristo yacente de Miguel Ángel no me parezca ese individuo completamente aniquilado de Holbein que describe Dostoyevski, sino un hombre plácidamente dormido, felizmente dormido diría yo, por estar en las faldas de su madre, por descansar al fin junto al ser al que, gracias a esa naturaleza poderosa e implacable que describe el genio ruso, está unido por el vínculo más fuerte que existe?

La Piedad de Miguel Ángel supera esa exhibición cruda de impotencia ante lo inevitable de los flamencos y también la reflexión angustiosa del ortodoxo ruso y, además, el stabat mater franciscano. La Piedad de Miguel Ángel refleja de forma perfecta el ideal puramente cristiano de la victoria sobre la oscuridad pero, ¡con una humanidad! Es terrible percatarse de que el que se supone es hijo de Dios, Dios mismo, se alza con su triunfo gracias a que el artista florentino ha decidido retratarlo como todos los hombres del mundo. En una de las escenas más impactantes de la serie Boardwalk Empire, uno de los personajes recuerda cuando en las trincheras francesas durante la Primera Guerra Mundial, se pasó toda una noche oyendo los gritos de un soldado alemán moribundo. Allí empalado en una viga, después de una ofensiva, el alemán, un hombre joven, no hacía más que llamar a su madre en la oscuridad. Mutter, mutter. Así hasta que se fue apagando. Mutter, mutter. Miguel Ángel, para certificar ante los ojos del mundo la gloria incontestable de la verdad cristiana, de su fe, esculpe a un hombre.

Solamente a un hombre, a un guerrero, a un yonki, a un explorador, a un alcohólico, a un enfermo, a un adicto, feliz por poder volver junto a su madre. ¿Y su madre? Su madre ni llora aplastada por el peso de la amargura, ni pide venganza. ¿Qué es la piedad? Azaña le pidió a los vencedores de la guerra paz, piedad y perdón. Es el mejor discurso político dado en España jamás. El diccionario define piedad polisémicamente: desde tierna devoción por las cosas santas, que suena santurrón y apolillado, hasta lástima, compasión y conmiseración. Es decir, amor. La madre, la Virgen, mira a su hijo con un amor sólo entendible desde el punto de vista natural, o sea, humano: no es ninguna promesa de redención ni de resurrección. No hay en la Piedad de Miguel Ángel ecos del reino de los cielos. Sólo hay amor desnudo e inabarcable porque sólo el amor redime al hombre en esta vida, la única que puede objetivamente conocer, tener, vivir, malgastar o disfrutar. El amor es el medio y es el fin. El amor es la última parada del trayecto. Esa media sonrisa del Cristo muerto y la serena consolación de su madre nos hablan directamente desde el corazón del Vaticano con una fuerza subversiva demoledora.

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