Vida de un desubicado

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Según el DRAE se entiende por desubicado una persona que «no se comporta de acuerdo con las circunstancias y hace o dice cosas inoportunas o inconvenientes», siendo su uso propio de los hablantes en Hispanoamérica. Aunque la expresión tiene algo peyorativo en España, en su etimología es precisa, sobre todo para definir a hombres como Arturo Barea. ¿Quién lee hoy en España a Barea? Su obra fue rescatada con pompa y honores después de la Transición y hasta se rodó una serie por todo lo alto en los 90, pagada por TVE, sobre su gran trilogía. Pero luego, nada. Cuando debía serlo todo. Que La forja de un rebelde no sea lectura obligatoria en la educación secundaria es una de tantas cosas que Barea no tiene a lo mejor por no ser un autor canónico en el sentido honorario y tradicional del término. Es un desubicado y lo fue desde el principio de su carrera, tardía y sui géneris, empezada más o menos una década antes de morir.

Pero Barea es imprescindible. Lo que cuenta y cómo lo cuenta. Con Sender y Foxá forma parte de la impresionante narrativa española del primer tercio del siglo XX, varios pisos por encima de la que dio lo que quedaba de siglo. Herederos de la estela barojiana y galdosiana son el vínculo con la gran novela francorrusa del XIX. Pero a su vez son otra cosa. Barea es pura modernidad, con su prosa corta y áspera, ácida como el limón y hermosa en su dolor hondo de cantaor gitano canastero.

Porque a Barea le duele España y ese es el tema de La forja de un rebelde, resumiendo mucho. El tema que vertebra tres libros formidables, una autobiografía novelada con la que caminamos a través del desgarro de una nación que va abriéndose en costurones cada vez más terribles página tras página. Hasta la debacle, que es la Guerra Civil, que se anuncia ya en La ruta, la segunda parte de la trilogía. Ocurre que muchas reseñas desprecian La ruta por considerarlo un trámite entre la primera y la última entrega de la trilogía, ambas centradas en la realidad política de Madrid, el hervidero de España. Pero lo más trascendente de la serie pasa en Marruecos, donde el protagonista, Barea, detecta casi todos los males de la nación mientras sirve como voluntario en la única guerra colonial española. Allí termina de hacerse hombre y de configurarse su visión del mundo.

«¿Por qué tenemos nosotros que luchar contra los moros? ¿Por qué tenemos que civilizarlos, si no quieren ser civilizados? ¿Civilizarlos a ellos, nosotros? ¿Nosotros, los de Castilla, de Andalucía, de las montañas de Gerona, que no sabemos leer ni escribir? Tonterías. ¿Quién nos civiliza a nosotros? Nuestros pueblos no tienen escuelas, las casas son de adobe, dormimos con la ropa puesta, en un camastro de tres tablas en la cuadra, al lado de las mulas, para estar calientes. Comemos una cebolla y un mendrugo de pan al amanecer y nos vamos a trabajar en los campos de sol a sol. A mediodía comemos un gazpacho, un revuelto de aceite, vinagre, sal, agua y pan. A la noche nos comemos unos garbanzos o unas patatas cocidas con un trozo de bacalao. Reventamos de hambre y de miseria. El amo nos roba y, si nos quejamos, la Guardia Civil nos muele a palos. Si yo no me hubiera presentado en el cuartel de la Guardia Civil cuando me tocó ser soldado, me hubieran dado una paliza. Me hubieran traído a la fuerza y me hubieran tenido aquí tres años más. Y mañana me van a matar. ¿O seré yo el que mate? El soldado español aceptaba Marruecos como aceptaba las cosas inevitables, con el fatalismo racial frente a lo irremediable».

Barea forma parte de esa carne de cañón llevada en masa a conquistar Marruecos para un generalato corrupto y codicioso y para una oligarquía financiera ávida y amoral. Es el hijo de una lavandera del Manzanares que dejó la escuela, que le estaban pagando sus tíos, unos pueblerinos enriquecidos con los que vivía en Madrid, por puro orgullo. Por rebelde. La forja, el primer tomo, es una radiografía del Madrid ribereño y pobre que lamía los pies del Palacio Real agarrapiñado en torno al puente de Segovia y la Puerta de Toledo, Lavapiés, Atocha y ese mapa castizo y hacinado que se extiende entre la puerta del Sol, la plaza Mayor y el paseo Imperial que bien describió Baroja en La busca.

Hay escenas memorables en los tres libros. La muerte del tío, las primeras experiencias sexuales, mojigatas y huidizas, siempre ligadas a la aplastante idea moral del matrimonio; la relación casi de mentor que tiene con el sacerdote vasco que en realidad tiene una familia fuera del hábito, y que es una suerte de estoico panteísta; cuando pierde a Dios y ya jamás lo encuentra; la huida a través del Rif y la llegada a Ceuta bajo el patriótico nombre de los salvadores de Melilla, tras el desastre militar que segó la vida de millares de compatriotas.

Barea escribe directamente de mis abuelos, de mis bisabuelos, de la España de pueblo. La España dura y consciente de las limitaciones, hondas e insalvables, de la vida. De su terrible aspereza. Barea escribe de pueblos toledanos, castellanos, secos y pedregosos, donde los niños se pegan y abusan del más débil, donde los hombres beben y empiezan a pensar también en política, donde la gente pasa hambre de verdad y la diferencia con respecto al que tiene, del que no tiene, es abrumadora. La España previa al Estado del Bienestar que ha conocido mi generación. Los millennials hemos venido al mundo en una España que, a diferencia de casi todos los países avanzados, ha difuminado en gran medida las diferencias de clase. En Barea la obsesión con el dinero como huida de la miseria es tan acentuada que acaba siendo el eje de la trilogía. Es una obsesión, naturalmente, de pobre. De español pobre. Estas tres novelas están llenas de españoles pobres. Son, a su manera, su historia oficiosa.

Y luego, claro, la guerra, que se abre como un abanico a partir del primer tercio de La llama, el último libro, el más largo. El más angustioso y pesado, también, no por aburrido sino por asfixiante. En esto Barea es único, pues es un hombre convencido de su republicanismo, socialista, que cree en que un mundo nuevo es posible, y con el que vivimos metidos en una oficina de la Telefónica meses y meses, tan expuestos a las bombas alemanas que tiraban desde la Casa de Campo como a la ejecución sumaria a manos de cualquier miliciano. Un obrero vestido como un señorito, Barea no es ni de un sitio ni del otro y está tan amenazado por quienes se combaten en la sierra, en los ríos, en los valles de España, que termina por transformarse en un zombi sin voluntad, adicto al trabajo, al coñac y al tabaco, mientras el último amor de su vida, Ilsa, la socialista austríaca, aparece como un ángel en mitad del Madrid asediado de noviembre del 36 para salvarlo y, a la postre, convertirlo en uno de los mejores escritores del siglo XX.

España se transforma desde La forja hasta La llama y a los ojos del niño que va naciendo al mundo desde la ribera de un río sucio, feo, apestoso y duro, donde evacúa Madrid y su madre se rompe las manos lavando y fregando para las casas de los ricos, adquiere el color de la vida que va pasando. Enquistándose. España se empobrece moralmente, se recrudece, se parte como una luna de cristal alcanzada por la esquirla de metralla, y Barea va siendo consciente de que una distancia cada vez mayor lo separa a él mismo de todos los demás, incluido su sueño de un país sin ricos ni pobres, sin miserables, sin explotadores: él se ve, de pronto, cercano a la cuarentena, habiendo sido soldado de un ejército de ocupación colonial, superado el tifus, aburguesado y enriquecido por su extraordinaria habilidad comercial, viviendo como un señorito y siendo lo contrario de lo que aspiró a ser en su mocedad. La súbita emergencia del amor al final redime a un hombre acabado rodeado de muerte. Si no fuera un trazo real de la vida del autor podría pensarse que es hasta un Deus ex machina.

Sus idas y venidas entre Valencia y Madrid, la ciudad gubernamental donde se cabildea y se intriga, donde se despachan miserablemente a los héroes y se premian y condecoran a los cobardes, y su postrera estancia en una Barcelona cada vez más oscura y acabada, retratan un aspecto de esa República que boqueaba que poco ha sido tratada en la literatura, y menos en la nueva literatura de la Guerra Civil que ha surgido en España con el nuevo siglo. Una República domeñada por el Partido Comunista donde Madrid, la Madrid simbólica de la lucha universal contra el fascismo, era alimentada con caballos viejos y moribundos, dejada en manos de pistoleros y chequistas que no distinguían entre villanos ni guerreros, ni entre buenos y malos, ni por supuesto admitían un solo matiz que escapara a su pervertida conciencia de impunes diosecillos. Su huida a París, su agónica estancia en una Francia que recordaba al reportaje de Chaves Nogales (un país quebrado, rendido, muerto) deja la huella indeleble de la desolación en el lector. Qué amargos fueron aquellos días.

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