Recuerdo un cartel electoral no sé si de unas autonómicas andaluzas, o sabe Dios. Tampoco soy capaz de acordarme del partido al que pertenecía. Da lo mismo. Decía Lo que de verdad importa. Ese era el lema de campaña. Un buen lema. Hacía referencia a algo implícitamente convenido por la mayoría. ¿Qué es lo que de verdad importa, si uno se pone a pensar en elecciones, candidatos, estado general de las cosas? Pues eso, claro. Ya me entiendes. Sí, sí. Etcétera.
El caso es que se me vino a la mente el otro día viendo el telediario. La enésima noticia sobre el narcotráfico, La Línea, Algeciras y el Campo de Gibraltar. A cada nota la violencia de los delincuentes se eleva un grado. También la sensación de impotencia que transmite la policía. Que varios fulanos armados hasta los dientes asalten un cuartel de la Guardia Civil, o un hospital, y se lleven a un tío de la cama, o saqueen el depósito judicial, es una cosa grave. No parece centrar la atención de la nación: PP y Ciudadanos llevan un mes diciéndose no sé qué. Algo importantísimo, me figuro.
La verdad es que no me interesa. Hace poco me dijo un político que si el trabajo del zapatero es hacer zapatos y el del panadero, hacer pan, el del político es ganar elecciones. Me lo dejó todo claro sin necesidad de leerme el Fouché de Zweig. El sur de la provincia de Cádiz, es decir, el talón de España, se está convirtiendo en su retrete y lo está haciendo a la velocidad de la luz. Algunos lo comparan ya con Sicilia o Catania, con las superestructuras mafiosas que construyeron allí -siguen en pie- un Estado dentro del Estado, que es lo peor que le puede pasar a un país; lo cierto es que de un par de años a esta parte el aumento de imágenes hollywoodienses en las calles de esas ciudades que rodean Gibraltar está siendo harto significativo.
Han muerto policías, se han cercado comisarías, casi se bajan helicópteros de la Guardia Civil y grosso modo el Estado ataca con palos y cuchillas, torpemente, sin estrategia más allá de la policial, a gente que va montada en platillos volantes. Es una guerra perdida que ha de librarse, no obstante. También pasan cosas en el mundo, aunque le parezca mentira al españolito que debate entusiasta la última gilipollez de Pedro Sánchez, el cambio de flequillo de Anna Gabriel o la penúltima tour de force catalanista, siempre plus ultra en la búsqueda inasequible del bochorno. Algo más abajo de Algeciras y de Ceuta el reino que mantiene a la misma Ceuta y a Melilla, y a unos cuantos trozos de tierra española más que a nadie en España le importan un carajo, como territorios marroquíes irredentos, se mueve peligrosamente cerca de la órbita ruso-iraní.
En el Congreso diputados y periodistas de cámara cabildean a cuento de los presupuestos, que terminarán aprobándose a mayor gloria de nacionalistas vascos y navarros, que son uno y trino; o bastardean a la opinión pública con la última hora de una cuita infantil y vergonzosa librada a golpe de tuit y de canutazo a mediodía (que le viene bien a Ferreras) entre los dos partidos que posibilitan que haya un Gobierno en España. Aunque, honestamente, como si no lo hubiera.