Centinela de la memoria

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«Jorge II y sus ministros consideraron que no hacía ningún bien a la población conocer el fracaso inglés ante Cartagena de Indias y se decidió que no se hablara ni se escribiera nunca más de él. Naturalmente fueron obedecidos porque el control de las publicaciones era férreo en la Inglaterra de este tiempo, y lo ha sido hasta bien entrado el siglo XIX. La mayor parte de la población inglesa no se enteró de lo que había pasado en Cartagena. Y los libros de texto hoy no lo mencionan, ni los españoles ni los ingleses. Al saber del fracaso de su Armada, Felipe II escribió al duque de Parma: «En lo que Dios hace, no hay que perder ni ganar reputación, sino no hablar de ello». Nadie le hizo caso. En España, de los palacios a las tabernas, la Invencible fue objeto de toda clase de comentarios, críticas y general rechifla. El poderoso Felipe II soportó cancioncillas y memoriales tan virulentos contra su labor que hoy día nos cuesta creer que hubiera semejante libertad de expresión, porque no parece que a los autores de aquellas acerbas críticas les pasara nada. Ibáñez de Santa Cruz escribió un Discurso crítico contra Felipe II, donde directamente lo acusa de ser un pusilánime y un mal gobernante. Toda la generación de arbitristas con el contador Luis Ortiz a la cabeza generó cientos de páginas de crítica política. Las sátiras contra Felipe II han dado lugar a varios estudios. Los hombres de la Iglesia no recataron su lengua precisamente».

Esta es una de las claves que da la profesora María Elvira Roca Barea en su celebrado ensayo Imperiofobia y Leyenda Negra, el fenómeno intelectual español del año pasado. Es un libro valiente que tiene el efecto de varios puñetazos en el mentón y la boca del estómago: hay que sentarse, beber agua y respirar. No es raro su éxito. Dice cosas incontestables que han estado mucho tiempo enmudecidas en una España paupérrima de aldabonazos argumentales tan sólidos como este. Naturalmente a la autora ya se la ha llamado facha e intentado relacionar con círculos próximos a Falange y al nacionalismo españolista por parte de comentaristas y escritores del magma ideológico filocomunista. Es del todo esclarecedor que tengan que ser falacias ad hominem las que lluevan sobre la autora, puesto que con la obra es imposible. Lo que viene a certificar, por si aún había incrédulos que necesitasen meter el dedo en la llaga de Cristo para creer, que la socialdemocracia española yace postrada y cautiva del zombie neoestalinista que muge en el mundo al socaire del Socialismo del Siglo XXI y de sus cenizas.

El libro está prologado por Arcadi Espada y es normal por el inquebrantable pulso de búsqueda y esclarecimiento de la verdad que recorre cada una de sus páginas. Para el periodista catalán la aparición de esta mujer en la escena pública habrá tenido que ser como ver maná cayendo del cielo para un judío del Antiguo Testamento. ¡Otra intelectual empeñada en los hechos! El libro de Roca Barea es sobre todas las cosas un estudio al detalle de la propaganda, una disección anatómica semejante a una autopsia de un fenómeno tan viejo como el hombre pero articulado sistemáticamente en un momento concreto de la Historia, exactamente cuando convergen en el tiempo Martín Lutero, la imprenta y las reformas administrativas de Carlos I de España y V de Alemania en las posesiones familiares de los Habsburgo en los Países Bajos.

«Nunca tuvo mucha importancia la verosimilitud o inverosimilitud de los tópicos de la propaganda. Su función era levantar pretextos, promover el descontento y crear discordia. Se diría que, por una perversión del sentido común, esa misión tanto más eficaz cuanto más alejado de la realidad y más inverosímil es el pretexto propagandístico».

En paralelo, doña María Elvira limpia y abrillanta la idea de imperio, desentendiéndola de la de imperialismo con precisión de cirujano: en común sólo tienen que ambas significan movimientos de expansión territorial. Imperialismo es colonialismo y no tiene nada que ver con la integración estructural de los nuevos territorios en el cuerpo general del Estado. Las naciones que construyen imperios no hacen más que replicarse a sí mismas en tanto que las que fundan y sostienen colonias establecen una clara diferencia con respecto a sus territorios ultramarinos. Surge aquí la metrópoli como concepto esencial, que no existe ni en Roma, ni en España, pero sí en Gran Bretaña y en Francia.

Dos leyes, dos estatus jurídicos, sociales y políticos, básicamente, dos categorías: la del que somete y la del sometido. La expresión «españoles de ambos hemisferios» de la Constitución de 1812 no es sino la antítesis simbólica de un estado de cosas que el tiempo y la propaganda han logrado confundir, mezclando interesadamente realidades tan diferentes como el día y la noche. Conviene recordar que la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano concernía sólo a los franceses de Francia. Esto es, no a los negritos del Haití, naturalmente, que no eran franceses, ni de este hemisferio ni del otro.

Por eso para Roca Barea «el indio en el Norte es tan invisible, tan irreal y tan no humano que su desaparición no merece comentario. El único indígena que parece haber tenido existencia plena y sustantiva es el hispano, pero en realidad interesa sólo en la medida en que puede ser usado como argumento propagandístico-moral contra el imperio viejo. La conquista del Oeste (por parte de los jóvenes Estados Unidos) es el momento en que hubiera debido aparecer un fray Antonio Montesinos que se colara en la Casa Blanca y obligara al presidente de turno a sentarse y escuchar, como hizo fray Antonio con Fernando el Católico. Pero tal situación es impensable en el Norte, donde no había clero insumiso. Por eso allí no hubo Derechos de Indias ni repúblicas de indios ni mestizaje. Por eso hubo una desaparición completa y casi perfecta -por falta de datos fiables- de los nativos».

La condición de provincias en pie de igualdad con los viejos reinos peninsulares que tenían los territorios descubiertos y conquistados en América, ligados a Castilla, Aragón, Navarra, Granada, Nápoles o los Países Bajos a través de la Corona, exigía que los indígenas fuesen reconocidos como súbditos del rey y no como simple mano de obra esclava. Y este reconocimiento, este empeño civilizador tan extraordinario en la Historia moderna y contemporánea de Europa, hubiera sido imposible sin dos circunstancias singularmente españolas: la relación fronteriza de casi ocho siglos con el Otro (que hizo germinar en la conciencia colectiva una identidad de frontera fabulosamente útil en el nacimiento de la América española) y que la Iglesia católica supusiese un contrapeso ideal a la autoridad real por su condición universal y por tanto, independiente del poder de la Monarquía Hispánica.

«A finales del siglo XV, Castilla mantiene en todo su vigor los mecanismos políticos, económicos y organizativos de ocupación de territorios. Los otros reinos hispanos han acabado ya su Reconquista, pero Castilla no. Es más, no sólo los ha conservado, sino que los ha perfeccionado mucho durante la guerra de Granada. Cualquiera puede hacerse una idea de la complejidad extraordinaria del proceso de asimilación de territorios echando un vistazo a los libros de repartimientos. Una expansión territorial no es nada si no se sabe qué hacer con ella. Por eso hay tantos imperios que fracasan, y que no consiguen superar la fase de aventura generacional o mera ocupación.»

El nacimiento de la propaganda está indisolublemente ligado al de las Iglesias nacionales que parió la Reforma protestante. Iglesias nacionales y desde luego, nacionalistas. Lutero, Calvino y los Tudor ingleses unieron los destinos de sus Estados con los de las nuevas jerarquías eclesiásticas convirtiendo de facto cualquier disidencia religiosa en una subversión política intolerable, en una amenaza a la misma existencia de esos Estados que estaban naciendo contra la entidad política dominante del momento, naturalmente la Monarquía Hispánica, católica y universal.

Que el jefe político de una nación fuera también su guía religioso expuso además a esas naciones a enfrentamientos civiles con la mitad, más o menos, de sus poblaciones, de hecho católicas. Que los países protestantes hayan pasado a través de los siglos como adalides de la libertad religiosa y de pensamiento es la falacia de dimensiones monstruosas que Roca Barea se esfuerza en este libro por desmentir: era necesario para ello que el recipiente en el que los propagandistas protestantes volcaran toda su interesada inquina tuviese una forma espectacular y rotunda. Hizo acto de presencia entonces el prodigioso artefacto cultural de la Santa Inquisición española.

«Los estudios de Hennigsen y Contreras sobre las 44.674 causas abiertas por la Inquisición entre 1550 y 1700 dan una cifra de 1346 personas condenadas a muerte por el Santo Oficio. Henry Kamen eleva la cifra a unas 3000 víctimas en toda su Historia y territorios en que existió. Por contextualizar adecuadamente estas cifras se debe tener en cuenta que la Inquisición entendía de crímenes que son así considerados hoy día: bigamia, prostitución, proxenetismo, perjurio, violaciones, abusos a menores, falsificación de documentos y de moneda, contrabando de armas y caballos y piratería de libros, esto es, lo que hoy llamamos delitos contra los derechos de autor. Sir James Stephen calculó que el número de condenados a muerte en Inglaterra en tres siglos alcanzó la escalofriante cifra de 264 mil personas. Algunas condenadas fueron por delitos tan graves como robar una oveja. La Inquisición española fue el primer tribunal del mundo que prohibió la tortura, cien años antes de que esta prohibición se generalizara. En contra de la opinión común, nunca se aceptaron denuncias anónimas».

Las mujeres perseguidas por brujería y condenadas a muerte por ello, en España, apenas sobrepasaron la decena. Esto era así en esencia por la formación intelectual de la mayoría de los inquisidores españoles, profundamente escépticos en cuanto a las supersticiones populares que estaban detrás de casi todas las acusaciones por cosas como la brujería. En todos los Estados de Europa hubo Inquisición mucho antes que en España, y en la misma España la propia Aragón tuvo Inquisición doscientos años antes que Castilla. En la muy celebrada y libre Suiza calvinista por delitos de este tipo ardieron centenares de personas, con un porcentaje monstruoso en relación al número de sus habitantes. En Holanda y Alemania la sociedad se dividió internamente a manera de columnas y en Inglaterra el ser católico estuvo penado por ley hasta hace un cuarto de hora: circunstancias clásicas que se producen cuando una parte de la sociedad se aprehende de los resortes del poder e impone por la fuerza un modo de vida al resto de la comunidad, sojuzgándola mediante todos los recursos a disposición del Estado.

Pero dice Roca Barea que el mundo católico-latino jamás entendió el funcionamiento de la propaganda. La propia autora duda de que aún hoy se haya comprendido del todo. A las pantagruélicas mentiras que vomitaban sobre la reputación de España y los españoles las imprentas alemanas, holandesas, suizas e inglesas, desde España y su imperio americano se contraatacaba con sesudas reflexiones y alegatos de una altura intelectual notabilísima pero carentes por completo de valor propagandístico. Los españoles no entendieron el poder de la imagen, pivote de toda propaganda: de nada vale un tratado soberbio sobre el Derecho indiano ante una imagen de devastador impacto emocional. El trampantojo de la Inquisición española como sima universal de la persecución de las libertades alcanzó éxito sin parangón: desde Schiller hasta Dostoyevski, desde Galdós hasta Blasco Ibáñez o Pérez-Reverte, nadie se salva, especialmente los españoles, de caer en el tópico.

Ha tenido que ser una mujer que al principio del libro se declara poco o nada religiosa o creyente la que escriba una de las vindicaciones más hermosas de la naturaleza intelectualmente luminosa del catolicismo.

Los propagandistas luteranos, calvinistas o anglicanos no inventaron nada puesto que el esqueleto de la propaganda antiimperial estaba diseñado ya desde el siglo III antes de Cristo. Roca Barea establece una geneaología del odio: distingue una serie de élites intelectuales que en momentos puntuales de la Historia destacan por tejer un argumentario eficacísimo contra el poder político supraestatal y supraterritorial hegemónico; como el imperio, per sé, es una creación antinatural fruto de gigantescas sinergias políticas y humanas vertebrada por el culto al mérito y la promoción de los cuadros medios de las sociedades a despecho de las alianzas dinásticas y familiares de corte caciquil, su mera existencia produce catastróficos daños a multitud de clanes y de entidades políticas menores cuyos pilares de poder están asentados en el control de un territorio reducido. Las élites intelectuales vinculadas a estos territorios trabajan a destajo para elaborar un complejo imaginario victimista que legitime las aspiraciones de venganza y destrucción de los imperios, entendidos estos últimos como esfuerzos colectivos por superar las diminutas relaciones humanas basadas en el parentesco y la proximidad territorial.

Así pues, desde los sabios griegos del helenismo, ofendidos en lo vivo por el sometimiento de Grecia al poder romano, hasta los popes de la Ilustración francesa, amargados por la imposibilidad probada de Francia de levantar un imperio ultramarino semejante al español o al ruso, Roca Barea traza una línea que une estos séquitos de hombres de letras profundamente vanidosos y diletantes con los humanistas italianos del Renacimiento y, posteriormente, con la intelectualidad europea izquierdista. «Los prejuicios antiimperiales no se originan como consecuencia de unos motivos, sino que son anteriores al rosario de tópicos en torno a los cuales se articulan. Nacen del complejo de inferioridad que resulta de ocupar una posición secundaria al servicio de otro o con respecto a otro, incluso cuando esto beneficia o no perjudica. Nada nos hace sentir más incómodos que tener que estar agradecidos. El resquemor de vecinos y aliados puede ser mucho más intenso que el de un enemigo. Por esto las distintas imperiofobias se parecen tanto unas a otras, porque nacen del mismo pozo de frustración».

El imperio y quienes lo impulsan son codiciosos, están bendecidos por la fortuna de la casualidad, no poseen mérito alguno, su extracción es baja, vil y sucia y se mueven por pura impiedad. Grosso modo, estos son los goznes de la propaganda que Roca Barea llama con acierto imperiófoba. Con brillante atrevimiento distingue a los españoles de hoy de los españoles que terminaron la Reconquista, descubrieron América y establecieron el gran imperio ultramarino amparados por la ambición de universalismo y ecumenismo de una fe católica despojada de la mayoría de los prejuicios que históricamente sus adversarios coyunturales arrojaron sobre ella: igual que los italianos de hoy no son los romanos del siglo I. Y es verdad.

Los tópicos necrolegendarios están tan imbricados en la propia cosmovisión general que los españoles del común tienen que impregnan la literatura, el cine, el arte y la dialéctica política. De modo que la reivindicación de logros inconmensurables del imperio español ha quedado en el presente manchada por el oprobio y la marginación pública: nadie puede hacerlo sin ser considerado fascista y nostálgico del españolismo carpetovetónico. Pero lo cierto es que la estructura imperial que España levantó y amasó en menos de un siglo, y que sobrevivió casi tres, no sólo sustentó cambios fundamentales en la Historia del mundo sino que prefiguró políticas y modos de organización propias de la Unión Europea, por ejemplo.

El mismo afán europeísta de integración territorial que trascendiera no sólo las fronteras físicas sino también las mentales, las culturales, del poco manejable continente europeo, latía bajo el empeño de Carlos I y de su hijo Felipe, que pueden ser considerados los pioneros del confederalismo europeo con un mérito anterior a Napoleón y por supuesto los padres del europeísmo del siglo XX. Roca Barea acomete una empresa oceánica y el mérito de su libro es incuantificable en un momento concreto de la Historia española y mundial delicadísimo. En un país tan huero y cobarde, intelectualmente hablando, como el nuestro, trabajos como los de esta profesora adquieren una grandeza que va más allá del justo reconocimiento académico. No en vano, ha armado una ballesta y se ha dedicado a dispararle a los tótems fundacionales del mundo contemporáneo: humanistas, ilustrados, santos laicos anglosajones, recua que como los aristócratas del Ancien Régime han escondido con inusitado éxito su hedor ético y moral bajo rozagantes pelucas empolvadas de humo, artífices del silenciamiento de generaciones de españoles que conectaron dos continentes abrigando un mundo nuevo que a pesar de todo continúa palpitando con la fuerza de su lengua, como decía Gustavo Bueno.

El imperio español es un museo del Prado oculto bajo la maleza del mundo moderno, cuyas fastuosas salas duermen bajo el polvo de los siglos esperando a que más Rocas Bareas desbrocen los yerbajos que impiden atravesar sus umbrales, y la gente destape las apulgaradas sábanas que tapan sus cuadros. Y los admiren.

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