El futuro escritor tan sólo es un niño. Dentro de su cabeza, quién sabe si en algún punto indeterminado del universo sumergido entre los capilares de su cabello y el hueso del occipital, duermen Quasimodo, Jean Valjean, Cosette, Javert y Gilliat, amasados todavía en el líquido amniótico. Tiene 10 años. Su hogar es un palacio roto cuyo único diván mullido es su imaginación. Su cabeza, que está acolchada con las imágenes de los soldados de Austerlitz desfilando bajo los balcones de las callejuelas largas y estrechas de un imperio muerto en el que siempre luce un sol tan extraño y tan vivo que hiere su sensibilidad tierna como la pisada de una bota en el fango virgen tras la lluvia.
Como todos los rapaces graba el mundo en la película de sus retinas. Lo vomitará todo más tarde en novelas de fuerza volcánica que se derraman como la lava por las colinas, directas hacia la infeliz Pompeya de cualquiera de sus lectores. Vive en un palacete enorme de la calle del Clavel, esquina con la de la Reina, que luego sería pensión, café y después, Gran Vía. Aunque en realidad él está internado cerca de allí con sus hermanos Eugenio y Abel, en la fría casa de los escolapios de San Antón. Mejor para él. Así ni ve a su padre, general del Emperador al que el rey José ha hecho conde y gobernador de esa España colmada de bandoleros y matarifes, ni tampoco a su madre, amargada por el matrimonio infeliz y avejentada demasiado pronto. Ni a la querida de su padre ni al querido de su madre.
Es la hora del recreo y el futuro escritor, tan sólo un niño, ha convenido con el caballerizo de la familia que van a aprovechar esa hora de otra manera. Es un ordenanza imperial curtido que se ha andado Europa dos veces para terminar, por una pelea de borrachos y un par de malos encuentros en la corte, de recadero de una encopetada dama cornuda. Lo viene a buscar y lo saca de San Antón abusando de la autoridad que le da ser uno de los nuevos amos y el rostro de inocencia del niño: en una hora se lo devuelvo, padre, etcétera. Está la cosa como para decirle que no a uno de estos soldados del Anticristo, piensa el cura mientras los ve salir. Bajan zumbando en la calesa descubierta mientras el sol de la media tarde cubre Madrid con una capa de bronce.
No marchan lejos. El rapaz ha captado varias alusiones entre el puñado de compañeros con los que aprende latín, matemáticas, a lavarse con agua fría por las mañanas y a rezar antes de comer: hay una cosa que sucede junto a la Puerta de Alcalá que atrae su fantasía con la fuerza del imán. Que unos hombres se enfrentan a monstruos ciegos y brutales, que la muerte va de oscuro y tiene unos cuernos como picas de lancero. Que se baila un minué antiguo y tenebroso donde no valen las mentiras del mundo, colgadas todas de una percha blanca del color del hueso desnudo y puesto al sol que hay allí en la entrada de ese misterioso lugar.
Quiere conocer, quiere saber. Quiere recordar. Apenas conoce la ciudad. Sólo sabe que está cerca. La curiosidad del que descubre por primera vez el mundo lo excita hasta el punto de que no puede sentarse y le parece ir volando sobre el empedrado, levitando en una nube por la que se suceden caras embozadas, sombreros como plumas de faisanes, fachadas blancas y tiznadas erizadas de rejas, cierros y contraventanas, cornisas recortadas en el cielo esponjado y escudos heráldicos. Suben hasta el Palacio de Buenavista y bajan hacia la Puerta que llaman de Alcalá.
Cruzan por la gran arcada como las golondrinas atraviesan los vanos de las puertas y de repente, una explanada. Allí estaba el quemadero de la Inquisición, junto al viejo coto de caza de los reyes españoles. Ahora, un muro circular. Un redondel blanco pintado con cal. Una puerta abovedada que, entreabierta, desnuda un patio manchado de sangre y un lienzo de madera al fondo por el que se cuela el reflejo oblicuo de albero. Manda parar la calesa porque le sale el hijo del general que es y se baja. Apenas hay gente fuera de aquel circo extraño que no semeja ninguna de las antiguas estructuras romanas que conoce por los libros sino que presenta el aspecto de una iglesia desmochada cuyos ventanucos parecen llamear con el color del vino. La mole alcanza la altura de una torre de asalto y el futuro escritor, tan sólo entonces un niño, advierte el contraste entre el silencio del campo dormido que envuelve aquella fonda a las afueras de la ciudad y el mugido que escapa de su vientre.
¿Cuánta gente cabe aquí?, pregunta en un español remilgado, religioso, que aturulla al mozo que ronronea en la puerta. Trece mil almas, mire usted, responde, envarado y súbitamente impresionado por el porte de aquel niño bien vestido y almidonado que tiene toda la pinta de ser hijo de alguien importante. El muchacho avanza con timidez vestal y cruza el portón ante el otro que se aparta. Desde la calesa, el caballerizo no le pierde ojo. El niño entra y por la nariz le hiere el tufo metálico de la sangre y el perfume podrido del agua sucia. Hay un caballo desventrado junto a una tapia, en el lateral, y el futuro escritor, que no es más que un niño, no se atreve a dar un paso más. Se queda parado frente al portalón de madera entreabierto por el que sale un aullido feroz que parece la tempestad agitando un barco dentro de aquellos trece mil cráneos hirviendo. Y no se lo explica, como tampoco puede apartarse de allí. Jean Valjean tampoco pudo escurrirse el sortilegio de la turba que vociferaba Barrabás, Barrabás, salvad a Barrabás señalándole con el dedo en un pueblo de Francia, muchos años después. Mientras, el sol de bronce va dejando sobre Madrid volutas de polvo fino y sombras que se alargan entre los mástiles de piedra de la vieja capital, estrechando las líneas de luz hasta que de ellas sólo queda lo que del beso de ella en los labios de él cuando él se va.