¡Viva Morosini! ¡Viva Venecia!

18 de abril de 1688:

Amantísima Rufina,

Llevo una semana en Pilos por culpa de una tormenta que nos obligó a refugiarnos en la ensenada de Navarino como alma que lleva el diablo, y a mí se me llevan los ídems. Qué atroz aburrimiento, mi piccola bambina, y qué salvaje impotencia sabiendo que me separan de ti unas pocas jornadas de navegación. Pero así es la vida en el mar y la vida en campaña. Somos peonzas en las manos de un dios caprichoso y juguetón, y también un poquito hijo de puta. No obstante, no vamos a tenérselo en cuenta con lo cerca que estoy de Venecia y tras haber guerreado 4 años lejos de casa y seguir aquí vivito y coleando todavía. Mejor no meneallo. Llevo una semana en Pilos, te digo, Rufina mía, y he terminado abalanzándome sobre el recado de escribir como forma de supervivencia: aquí sólo se puede vivir y folgar y a eso es a lo que se aprestan mis bárbaros camaradas desde que atracamos en el muelle. Como conquistamos hace un par de años la fortaleza, todo es aquí nuestro y a la vez, no lo es: el castillo, medio derruido por nuestras flamígeras bombas, cobija a los oficiales, y nosotros, los suboficiales y la tropa de medio pelo, tenemos que dormir bajo las ruinas antiguas o desalojando a la pobre gente que nos ha vuelto a ver llegar como si fuésemos una plaga bíblica. No es para menos.

Me quedé contándote en la última carta que me mandaron como oficial adjunto a una de las baterías que el conde Königsmark ubicó en la colina de la Pnix, frente a la cara oeste de la acrópolis de Atenas. Desde allí, como desde la gran roca del Areópago, donde se dice que nuestro señor San Pedro predicó la verdad de Jesucristo a los paganos atenienses, y desde la que llaman Colina de las Musas, empezamos a darles candela de la buena a esos perros turcos desde el principio. Pumba, pumba, pumba, retumbaban nuestras piezas de afiladísimo disparo y devastador alcance. Eso fue ya el día 23 de septiembre del año pasado. No iba a durar mucho el traqueteo, mi morena del Adriático. Los turcos intentaban alcanzarnos con sus piezas defensivas pero a pesar de lo cerca que estaba su baluarte de nuestras posiciones no eran capaces de dar en el blanco. ¡Había que ver a esos desgraciados, afanándose en dirigir unos cañoncitos ridículos hacia nuestras formidables baterías! ¡Cómo nos traía el viento sus gritos desesperados, cómo los veíamos agitar las manitas y echárselas en sus cabezas enturbantadas!

Reconozco que como buenos hijos de La Serenísima que somos nos aplicamos con método y entusiasmo a la tarea de demoler la fortaleza de los turcos, sin parar mientes en que debajo de aquella mole amurallada podían esconderse maravillas sin igual en el mundo. Desde donde estábamos estacionados veíamos los trabajos que nuestros ingenieros llevaban a cabo al norte de la acrópolis: Morosini quería evitar en lo posible un asedio largo y fatigoso tomando la ciudadela a través de un túnel. Se dice que incluso uno de nuestros equipos de zapadores alcanzó la cueva conocida por los atenienses como Agraulos o Agraulós, donde hay una fuente y se dice que se apareció en tiempos pretéritos un dios griego antiguo o algo por el estilo. La cosa es que esta vez sí que los turcos atinaron bien y les dieron tres o cuatro estacazos con su artillería defensiva; se produjo una pequeña devastación en nuestras filas y el plan de la zapa y el túnel hubo de ser abandonado. Así que quedamos nosotros y nuestras baterías, con el perímetro de la ciudad acordonado en previsión de un ataque por el norte. A cargo de las baterías de la Pnix, donde me encontraba, estaba uno de los hombres de confianza de Morosini, el Conde de San Felice, Antonio Muitoni. Un verdadero soplapollas. Voy a hablarte un poco de él, pues por su culpa cometimos luego la tropelía que te contaré y que es motivo desde entonces de mi bochorno y de mi tristeza, amén de la de los atenienses, naturalmente.

Este conde es una de las mayores desgracias que le ha pasado a la ciudad de Atenas en toda su larguísima Historia, y mira que han pasado cosas aquí desde que la fundara el rey Cécrope. De hecho, este pisaverde, producto típico del linaje de los altos y principales mercaderes de nuestra sacrosanta república, hecho noble de ayer para hoy a fuer de aflojar una buena cantidad de guita, ha sido peor y ha causado más daño que los espartanos que demolieron los largos muros al final de la guerra del Peloponeso. El fulano, un completo inútil, era tan sumamente incapaz de coordinar con algo de rigor las andanadas que la mitad de las bombas se quedaban cortas y la otra mitad sobrevolaban lindamente la acrópolis, ante la mirada estupefacta y algo socarrona de los defensores turcos, yendo a caer entre nuestras líneas del otro lado. Provocando el estropicio que te puedes imaginar, mi dulce y rozagante Rufina, y la mortandad esperable entre los nuestros, que estaban con nosotros que echaban chispas, hazte a la idea. Al segundo día de tan disparatados ataques vino hasta Königsmark a echarnos la bronca, cosa que nuestro comandante de batería Muitoni soportó muy malamente: en cuanto se fue el alemán, todavía con las comisuras de los labios llenas de saliva y rojo como un tomate de la cólera y del sol carbonizador ateniense, de eso también, el San Felice nos la echó a nosotros y empezó a ordenar cebollazos a discreción. Uno de estos cañonazos tirados a la buena de Dios fue a caer al baluarte de entrada de la fortaleza. Por lo visto esta magnífica construcción está sobrepuesta a un espectacular edificio de la acrópolis antigua, los Propileos; allí dentro había una suerte de pequeño polvorín que con el bombazo salió ardiendo, causando un enorme boquete en la muralla. De seguido se escuchó un clamor que recorrió toda nuestra línea de asedio, de norte a sur y de este a oeste, y arreciaron las descargas en todas las posiciones, incluida la nuestra. Tuve que refugiarme bajo un olivo en cuyos nudos cabríamos los dos bien pegaditos y acurrucados, Rufina, porque no había Dios que tolerase tamaña escandalera.

Al final de esa tarde, Rufina, cuando caía el sol yéndose a hundir en el agua tinta del Pireo, frente a nuestras exhaustos ojos llenos de polvo, se corrió la voz por todo el ejército de que un turco había desertado trayendo con él informes interesantes. Según se escuchó por el campamento el turco había confesado que tras la explosión de los Propileos los defensores habían acumulado todas sus reservas de polvorín en la mezquita. Has de saber que esta mezquita era el antiguo templo de Atenea tan celebrado por los siglos, el famoso Partenón, del cual nosotros apenas podíamos ver desde donde estábamos su perfil rocoso y almenado, en nada parecido a los grabados que se conservaban y a las descripciones tan fantásticas de los hombres de la Antigüedad. Al parecer se había conservado muy dignamente a pesar de tener ya sus casi dos mil años y de haber sido basílica católica, iglesia ortodoxa y luego templo sarraceno. Esto no arredró a nuestro sinpar Muitoni, quien en cuanto cogió el hilo del asunto ordenó otra vez, a pesar de la oscurecida, fuego ininterrumpido y concentrado sobre el dicho templo. Lo podíamos divisar porque según nuestras informaciones estaba detrás de la gran torre de los francos, bien visible desde toda Atenas y que nos servía de referencia en nuestro bombardeo. Esa noche, noche de luna llena, la ciudad estaba cubierta por un velo de luz extraño e inquietante, que a mí me recordaba el de una mortaja. Tras media hora de fuego incesante, que debió sorprender a los turcos pues hasta ese día no habíamos cañoneado tan tarde, vi claramente y no sé por qué, supongo sería una de esas raras fijaciones que a modo de presentimiento le hacen a uno no apartar la vista de un objeto al azar, cómo uno de nuestros morteros, que había sido escupido por una de las piezas bajo supervisión directa del de San Felice, describía un arco perfecto sobre la muralla e iba a parar justamente en el centro del tejado almenado del conocido Partenón.

Por mucho que me esfuerce, carne de mis entretelas, amor de la mia vitta, no podré jamás dibujarte con palabras cómo fue la tremenda sacudida que sentí bajo los pies pasados unos segundos de que cayera la bomba sobre el techo del templo. Fue como si la realidad se hubiera ralentizado inusitadamente y ante mis ojos se desarrollara algo que nada tenía que ver conmigo, como si hubiera abandonado mi cuerpo y contemplase la escena desde el aire. Una explosión inaudita, jupiterina, colosal, detonó el silencio de la noche; una espiral de fuego y humo se levantó hacia el cielo hiriendo el claro de la Luna como si una fiera fantástica, un dragón, escupiese hacia el disco plateado que dominaba la noche una llamarada espantosa. Se elevó tal cantidad de cascotes y de trozos de arena, mármol, de tierra, que desde la Pnix pudimos ver cómo el hongo de polvo subía y luego se esparcía en torno a la mole de piedra de la fortaleza, creando en la claridad de la noche una visión infernal. Por un momento desapareció de nuestra vista el contorno de la ciudadela y todo quedó sumido en un terrible silencio. Al cabo de un rato que a mí se me hizo eterno, un calor inconfundible empezó a llegar hasta nuestra posición. Empezó a abrirse una llama ocre incandescente en el corazón mismo de la bola de humo y polvo, y en pocos minutos un impresionante incendio tomó presa de toda la acrópolis convirtiéndola en una antorcha monumental, gigantesca, cuyos reflejos áureos alcanzaban el mar y se extendían por toda la campiña ática hasta donde alcanzaba nuestra espantada mirada. Un clamor jubiloso, desmedido, inhumano, hizo vibrar el campamento y por toda la ciudad se sintió un escalofrío eléctrico: ¡Viva Morosini! ¡Viva Venecia!

Aquello pronto degeneró en una orgía festiva, con gritos de larga vida a Königsmark y toda la pesca. Todos daban por hecho que habíamos acabado la campaña y que no había quedado un turco vivo en aquella bola de fuego que era la acrópolis. Lo cierto es que tardamos un día entero y dos largas noches en comprobarlo. Durante todo ese tiempo, alma mía, ardió la vieja fortaleza de Pericles como arde la yesca y la madera echada a una chimenea. De día podíamos ver a un puñado de turcos yendo de un lado para otro como locos buscando algo con que sofocar aquellas llamas pavorosas que alcanzaban alturas colosales. Se habían olvidado por completo de nosotros, como si no estuviéramos allí prestos a echarnos sobre la presa herida, y nosotros, un poco estupefactos ante el devenir de los acontecimientos, dejamos pasar el día sin atacar de nuevo hasta que el fuego pareció controlado y nuestro capitán general Morosini mandó un emisario a parlamentar con los defensores. El día 28, dos días después de la explosión, un edecán del comandante de la fortaleza, que había perecido bajo las ruinas de los monumentos destrozados, nos mandó sin disimulo vaffanculo, todo ufano y orgulloso, puesto que esperaban a Serasker de un día para otro. Y no iba desencaminado aquel fulano descamisado al que veíamos gesticular desde nuestra posición en la Pnix: aquella misma tarde nuestras posiciones de vanguardia en el Ática chocaron con la avanzadilla de un gran ejército otomano que bajaba a toda mecha desde Tesalia. Sin embargo, la caballería alemana de Königsmark se los zampó en dos avemarías, para gran escarnio de los pocos defensores que desde la acrópolis asistieron a la escaramuza. Como por milagro, ese gran ejército turco tan esperado por amigos y enemigos dio la vuelta al primer encontronazo con los alemanes y salieron pitando hacia el norte otra vez. El mismo edecán turco que nos había dicho nones enarboló su banderita blanca y la acrópolis, por fin, fue nuestra. O bueno, ya sabes. Lo que quedaba de ella.

No te miento si te digo, Rufina, que el espanto en la ciudad fue inconmensurable. Tras siglos y siglos vegetando bajo unas joyas irrepetibles de la raza humana a la que poca cuenta habían prestado dada la utilidad religiosa o militar que siempre les habían dado los invasores extranjeros, ahora los atenienses lloraban por las esquinas viendo su gran colina hecha un montón de ceniza por culpa de aquellos venecianos del demonio. Morosini había acabado por tratar a la acrópolis como una simple posición militar que había de ser conquistada o reducida a escombros como fuese, y así fue como la tratamos, para pasmo del mundo: ¿qué pensarán de nosotros las generaciones posteriores cuando adviertan la verdadera categoría de nuestro sacrilegio? Tras la rendición del fuerte, firmada por cinco turcos malolientes, cubiertos por harapos, las cabezas vendadas y la sangre encostrada por cara, ojos, manos y piernas, tiznados por el humo del incendio y con el rostro atemporal de los derrotados, Morosini nos hizo formar a todo el ejército frente a la recién consagrada iglesia de San Diniosio el Areopagita, santo patrón de los atenienses desde los albores de nuestra fe. Después de dar gracias al Señor por tanta destrucción, y de supervisar la retirada de los turcos supervivientes con todo lo que estos infelices pudieron cargar sobre sus hombros desde la gran colina hasta las embarcaciones que pusimos a su disposición en El Pireo y que los dejarían en Quíos, subimos a la fortaleza a comprobar in situ el alcance de nuestra felicísima acción. Ay, Rufina, te juro por San Marcos que jamás se me olvidará lo que allí presencié. Si ya fue doloroso contemplar el desfile de turcos que bajaban tostándose al sol, que era octubre y todavía quemaba como el fuego, sin poder volverse siquiera a por las riquísimas prendas de paño oriental y seda china que iban dejándose atrás, de puritito cansancio, cuando llegamos a la cima y vimos aquello se me retorcieron las tripas. De los 400 turcos que empezaron el asedio habían sobrevivido menos de cien. ¡Calcula el horror! He visto luego grabados y dibujos de la acrópolis en su esplendor, lo cual ha acrecentado mi terrible pesar por el estado en el que aquel día me la encontré: pilas y montañas de escombros ensangrentadas y negras por el humo y el fuego, trozos de cuerpos desmembrados aquí y allá, restos de casas, de metralla, vigas ciclópeas de madera rotas que desafiaban al cielo como huesos astillados y el enorme templo de Atenea, un edificio, Rufina, que excede todo lo que un hombre pueda imaginarse, desventrado como un caballo bellísimo al que lo han abierto en canal en mitad de la carrera y ahora se muere mugiendo empavorecido junto a la carretera.

La explosión lo había hecho colapsar por completo. Tres quintas partes de sus fascinantes esculturas, colocadas en un friso asombroso que lo recorría por todas sus fachadas, se habían caído al suelo y hecho añicos para espanto general de los que recorríamos sus cascotes. No quedó nada del techo en su sitio. Decenas de sus infinitas columnas, que lo rodeaban como un cinturón de hermosa solidez, estaban mutiladas; todo el riquísimo mármol pentélico, del que estaban hechas columnas, metopas, triglifos, arquitrabes de finísimo detalle, quedó desparramado de cualquier manera por el suelo y en torno a lo que del templo permanecía en pie. Cientos de casas adosadas a este templo, al llamado de Atenea Niké, al Erecteion con sus bellísimas figuras de mujer en el porche, también se habían venido abajo sepultando a todos los soldados acogidos en ellas durante el bombardeo. Era indescriptible la desolación. Morosini, impávido, frío como un bloque de hielo, lo miró todo sin decir esta boca es mía y se quedó mirando un grupo escultórico colosal que aún retaba a la muerte colgando en una cornisa del gran templo, pendiendo sobre nuestras cabezas. De inmediato mandó que lo bajaran pues pensaba llevárselo como premio, pero a pique estuvimos todos de perecer aplastados por aquella mole de mármol que se precipitó sobre nosotros en cuanto un equipo de trabajadores se afanó sobre ella. Era tan precario el estado de todas aquellas bellísimas y trágicas ruinas que Morosini decidió entonces arramblar con cuantas figuras leoninas hubiera en la ciudad, incluido, por supuesto, el famoso león del Pireo que ya verás lucir en nuestro arsenal, para mayor gloria de Venecia y de nuestro santo patrón San Marcos.

El resto de nuestra campaña, hasta este mes de abril de 1688, carece por completo de interés, mi pequeña y jugosa Rufina. Nuestra situación se deterioró rapidísimamente. Pronto Morosini y Königsmark empezaron a disputar a cuenta del botín y de los dineros. Los alemanes, presa de la inactividad, cayeron en la embriaguez que en ellos es habitual en tiempo de paz y en pocas semanas nuestra convivencia, en nuestro ejército y con los propios atenienses, se vio en serio riesgo de derivar en altercados peligrosos. Nos alojamos en la ciudad estableciendo barrios y campamentos por nacionalidades, pero ni así logramos reducir la tensión que el retraso en las pagas y el ocio impuesto por el invierno y la retirada de los turcos había hecho fermentar entre nosotros. Los atenienses se sometieron con mucha celeridad a la República y Morosini respetó su autonomía, nombrando un gobernador general y un comandante de la fortaleza, aunque, ¡infeliz comandante aquel que ejerce su poder sobre un infinito montón de piedras! Como no había médicos suficientes ni material para atenderlos, los heridos y moribundos turcos fueron abandonados al cuidado de su dios mahometano y sus muertos, enterrados de cualquier manera por los campos que circundan Atenas, o lanzados al mar. Pronto se sucedieron los casos de violaciones y asaltos en casas de honrados atenienses por parte de soldados alemanes y por qué negarlo, Rufina, también venecianos, pues ya sabes lo malo que es para el soldado permanecer mano sobre mano y encima sin dinero teniendo tan al alcance todo cuanto necesita, que no es más que una o varias mozas alegres y con carne para apretar, y un barril de vino. En la ciudad nos aposentábamos como conquistadores, no como aliados ni socios de nuestros pobres atenienses, que por más que se esforzaban por complacernos no lograban calmar nuestra sed de expolio y aventuras. Así las cosas y ante la inutilidad de la fortaleza como posición defensiva, dado su deplorable estado, Morosini reunió otro consejo de guerra y propuso abandonar la ciudad tras haberla minado y destruido por completo, para que los turcos no pudieran ocuparla efectivamente de nuevo. Ninguno de los razonamientos de Königsmark, el único de entre nosotros al que parecía importarle algo Atenas como vestigio esplendoroso de un pasado brillante, pudo convencerlo: para nuestro gran capitán Atenas no era más que otra plaza que había que abandonar al enemigo con lo menos que éste pudiera usar en su provecho. Sospecho, no obstante, que la derrota que sufrió nuestro Peloponesio Morosini hace más de veinte años en Creta, cuando hubo de rendirla a los mismos turcos que ahora se acercaban, acabando el invierno, con renovado brío desde Tesalia, influía en su empeño terco y obtuso por demoler Atenas desde sus cimientos. Como no hubo tiempo, por mor de la desorganización y de la precipitada puesta en marcha del plan de fuga, de minar convenientemente la ciudad, se optó en definitiva por lo que ya te he contado, que era la evacuación de sus habitantes y la huida en nuestros barcos llevándonos consigo todo lo que pudiésemos arramblar para mayor gloria de nosotros mismos.

Y aquí me ves, Rufina. Echándote de menos como un condenado a galeras, bebiendo morapio en Pilos mientras mis camaradas retozan con griegas adictas a nuestra plata reluciente y a nuestra juventud desbocada, poniendo pies en polvorosa rumbo a la añorada Venecia con los despojos de Atenas llenando las bodegas de nuestros barcos. Pronto seré tuyo, por fin, de una vez, y espero que para siempre, mi querida Rufina.

Tuyo siempre,

Delfino.

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