Llevaba más de dos horas conduciendo y empezó a cansarse. Salió con la última luz del día, que también era la del año, y en su camino había visto ennegrecerse el cielo con el mayor espectáculo del mundo. Una bruma púrpura emergió desde el centro de la tierra y fue mutando en azul añil hasta fundirse con el negro caído desde donde terminaba la tierra; lo contempló distraído y en silencio, apagadas la radio y la carretera -era nochevieja, todo el mundo estaba donde tenía que estar, excepto él- hasta que por fin el fulgor naranja salido del mar, el lugar del que él huía, pidió el armisticio y fue sojuzgado por la noche. Comenzó entonces un rato dilatado, una franja sin tiempo, en que sólo veía lo que los dos faros del coche abrían a tajos frente a él.
Eran las once largas cuando aparcó en la gran estación de servicio desparramada a un lado del camino como una ballena varada sin aire en la playa. En el inmenso estacionamiento, tres coches. Limitando con la negritud del horizonte invisible pero intuido, la gasolinera con sus luces chillonas y chocantes que le recordaron las balizas de colores que descifran la bocana de los puertos a los navegantes nocturnos. Al salir el frío le golpeó en la cara con insolencia y fue a coger el abrigo, echado sobre el asiento del copiloto, pero recordó que dentro estaba el móvil con cien mensajes de whatsapp sin contestar y siguió adelante.
Dentro de la galería comercial no había más que tres empleados mustios como las flores que se marchitan en los nichos de los cementerios, atendiendo un bufé medio vacío y las mesas de un comedor en donde no se sentaba nadie. Eligió una cerveza cualquiera, pagó fijándose en la cara de hastío de la dependienta, una muchacha en la treintena aún guapa que lo sería mucho más, pensó, si perdiera cinco kilos, y abrió la puerta que daba al porche protegido del relente por un toldo sucio y raído lleno de agujeros.
Se estaba encendiendo un cigarro cuando le sorprendió el ruido de la puerta y antes de girarse el perfume fuerte, quizá demasiado, se dijo, le anunció a una mujer que iba de fiesta. Tienes fuego, le preguntó, y él le contestó acompañando el mechero con una sonrisa tímida. Como siempre le pasaba cuando lo miraba una desconocida se arrepintió de la barba descuidada de una semana, de su americana de cuadros pasada de moda, de su camisa abierta por el pecho a pesar del frío, de sus ojeras bajo las gafas en exceso cuadradas y grandes y de su pelo manchado de blanco, heraldo de los cuarenta que todavía no había cumplido. Ella lo miró con interés y expulsó una larga bocanada de humo volviendo la cara al frente, hacia la carretera, que era en aquel momento una serpiente iluminada por la luz blanca y mortecina de un quirófano. Él sintió sobre sí los ojos curiosos de ella mientras abría la lata de cerveza y otra vez sin hablar se la ofrecía.
Dos cosas le golpearon bajo el vientre como un puñetazo imprevisto: que aceptara y el tacto gélido pero vivo, como la sangre derramada por una puñalada que palpita y humea un instante en la nieve, de su mano al coger de la suya la lata. Entonces se fijó en ella por primera vez: joven, sobre los veinticinco, atractiva pero tan maquillada como una geisha, lo cual le afeaba el rostro pero no lo suficiente; alta, una ligera redondez en todo el busto y en el cuello que lo atraía como al gato que observa a un ratón obeso, y de pelo color del cobre hecho ondas y suelto sobre los hombros igual que una parra henchida por el mes de septiembre. Vas a llegar tarde a las uvas, le dijo riéndose con una desenvoltura preñada de un presagio. A él se le había erizado hasta el último vello de su cuerpo.
Estaba descifrando ese presagio cuando recordó su casa vacía, sus padres muertos, su hermana en una diferencia horaria imposible y sus amigos rogándole con una condescendencia insoportable que pasara la noche con ellos. Le iba a contestar que llevaba toda la noche huyendo precisamente de tener que tomarse las uvas, esforzándose por no cerrar un año de pus, soledad y miedo, como si recreándose en lo voluptuoso del dolor se aliviara algo el cansancio por el peso del mundo que sentía sobre sus hombros, pero no le dio tiempo porque otra vez se abrió la puerta.
Un muchacho alto y robusto, embutido en un traje negro que brillaba como el reflejo de la luna sobre la mar en calma, salió hablando con expansión alcohólica por el teléfono y la rodeó con el otro brazo alejándola de allí. Ella sólo pudo devolverle la cerveza con apuro y sonreírle, esta vez con un pudor virginal tan súbito como también inapropiado pero sorprendentemente excitante, reflexionó él, y le dijo en un susurro feliz Navidad, y feliz año nuevo. Luego se dio la vuelta, bajó los escalones abrazada a su hombre como Perséfone cuando la rapta Plutón y desapareció en uno de los coches que había atracados junto al suyo en aquel muelle de cemento.
Los engulló la noche y él a lo lejos se quedó escuchando el murmullo vacilante de una música machacona, venida de cualquier polígono cercano, de un cotillón para gente como aquella mujer o algo parecido. Y el nuevo año le atrapó con la chusta del cigarro colgando de la boca igual que una bandera a media asta, la cerveza a la mitad aún oliendo a los labios rozagantes de ella. No se atrevió a tocarla hasta que la fragancia de hembra fue confundiéndose con el vapor de la noche y el humo de su cigarro, pero sintió un vigor palpitante renaciendo bajo su cuerpo fofo y descuidado de año viejo, de hoja sin valor del calendario.