11 de abril de 1688:
Amadísima y añorada Rufina,
Dejamos atrás ya la bonita pero poco hospitalaria Malvasía, que al igual que a la ida sólo nos ha ofrecido en la vuelta su fachada esmeralda y sus tejas alazanas, sus muros de piedra vieja y su muy hostil baluarte, único de toda Grecia que no hemos podido rendir en esta campaña. Al pasar les hemos soltado una graciosa andanada, para que se lleven un buen recuerdo de la Serenísima República de Venecia, que Dios la bendiga y la guarde muchos años. No hemos tardado mucho en alcanzar la costa del Peloponeso, por fortuna. Has de saber, mi querido tesoro moreno y fiero, que tenía ganas de olvidar las patéticas imágenes que dejamos atrás en Salamina. Allí dejamos a gran parte de la flotilla de refugiados atenienses que salió con nosotros del Pireo. Se les veía bajar sus bártulos, todo lo que es posible transportar de una casa encima de sus cabezas, los cántaros, las tinajas, el equipaje zarrapastroso y la ristra de niños que esas mujeres arrastraban tras ellas como pequeñas cabecitas de ajo. ¡Oh, Madonna! Más de la mitad decidió establecerse allí, cerca de sus viejos hogares, en espera de poder volver por la gracia de los otomanos. Como te conté en la otra carta, huir de Atenas y dejársela a puntito de caramelo de vuelta para los turcos ha sido lo peor, de largo, de esta interminable campaña que pronto, si Dios quiere, veré finiquitar.
Acabé mi anterior escrito diciéndote que nuestro primer contacto con Atenas, en septiembre del año pasado, no fue ni largo ni demasiado agradable. Pero no te conté lo mejor: aquel pisaverde del cónsul, Giraud, sin duda queriendo congraciarse con las señoras como bien sospecha mi fino olfato de galán italiano, nos largó junto al león de mármol del puerto algunas cosas interesantes que prestamente corrimos a contarle al capitán general. Entre otras, que en la ciudad reinaba la extrañeza: unos querían pagar el tributo que los venecianos exigían por la liberación, otros se negaban, y la mayoría deseaba que interviniésemos dada la eximia fuerza que los turcos tenían desplegada en la ciudadela. Por lo visto, allí arriba, en aquel fortín amurallado que en otro tiempo albergó fantásticas y nunca igual repetidas maravillas de la Antigüedad, sólo había 400 de ellos, mal armados y peor provistos. En la ciudad, sin embargo, no había ni un solo turco.
Cuando regresamos a Corinto nos encontramos que en el campamento, desenrollado sobre las faldas del istmo como una alfombra persa, nuestro Morosini y nuestro conde Königsmark parlamentaban con unos delegados atenienses que, cosas veredes, les estaban contando más o menos lo mismo, incitándoles a atacar cuanto antes por ser cosa fácil y de pocos días el expulsar de Atenas a aquellos infieles. Nuestro capitán había mantenido hasta entonces, en los días que llevábamos estacionados en la hermosa Corinto, una actitud contraria, no obstante, a cualquier ataque sobre la ciudad. Se decía que, oponiéndose a la abrumadora mayoría de sus oficiales y Estado Mayor, incluido el lamesables de Königsmark, el viejo zorro no veía beneficio alguno en conquistar Atenas puesto que era una posición difícil de mantener, de poca ganancia material y que nos obligaría, debido a su cercanía temporal, a pasar el invierno dentro de ella, con el ejército que los turcos, se escuchaba, estaban reuniendo en la Tesalia acercándose al mismo paso que el frío.
Mi Rufina, ya sabes, por otras cosas que te he contado, que nuestra campaña, a pesar de marchar por su cuarto año, estaba siendo todo un éxito. Saltábamos de triunfo en triunfo como el que se está comiendo un racimo de uvas y todas ellas son granadas y lustrosas, a reventar de jugo y sabor. Tanto es así que acumulábamos un botín incalculable, que a cada poco expedíamos a Venecia con todo lo que despojábamos de las posesiones griegas del Sultán. A nuestro capitán general el propio Senado de nuestra excelentísima república le había concedido, como bien sabes y te habrás enterado, el título glorioso de El Peloponesio. ¡Cuánta felicidad! Avanzábamos con método y paciencia por toda la costa griega; los más audaces hablaban de Constantinopla como destino final, y comentaban que el imperio del Sultán estaba herido de muerte desde su desastroso asedio a Viena, cinco años antes. La cosa es que Atenas se presentaba ante nosotros como un goloso pastel al que parecía sencillo hincar el diente, y allá que fuimos. Morosini cedió ante la ebullición general del campamento, siempre ávido de más botín: no en vano, a esos rufianes alemanes que luchaban bajo el mando de Königsmark les había prometido el conde un aumento considerable de su soldada si se tomaba Atenas. Se les dijo a los notables atenienses que perdieran cuidado, que la campaña empezaría cuanto antes, y así fue. Morosini ordenó el día 19 de septiembre que media flota navegara hacia Evvia como distracción, y el mismo día 21 la fortaleza turca se despertó con toda nuestra armada anclada en El Pireo y nuestros 10 mil hombres en tierra. Con sus 900 cañones.
El espectáculo, mi pequeña y dulce Rufina, era para verlo: allí estábamos todos bien formados, enhiestos, luciendo nuestros estandartes con un orgullo que no cabe en la laguna veneciana, desparramados por la explanada del Pireo y mirando a Atenas como el gato que no pierde de vista al ratón que se va a comer. Rápidamente se nos acercó una embajada de ciudadanos que se dieron, literalmente, patadas en el culo por jurarnos fidelidad absoluta, sumisión completa a la República y por poner sus vidas y haciendas, por qué no decirlo, en nuestras manos. Sospecho que en el fondo lo que aquella buena gente no quería era que entrásemos en la ciudad como entra un elefante en una teinda de porcelana: pensaron, con mucho juicio en mi opinión, que era mejor congraciarse con los vencedores, sobre todo teniendo en cuenta el aspecto terrorífico de nuestros uniformes y de nuestra artillería, cuya fama había corrido como la pólvora por todo el Mediterráneo.
Aquellos griegos contritos y sulfurados, con la frente goteando de sudor (hacía un calor del demonio, ¡no sabes lo que es el septiembre griego!) nos confirmaron, otrosí, las informaciones previas: todos los turcos de Atenas habían salido disparados hacia la fortaleza, que se levantaba delante de nosotros majestuosa y fiera. Era imposible no fijarse en ella, por otra parte. Domina no sólo la ciudad, sino todo el Ática, con su efigie dura y compacta: es una colina monstruosa y a la vez, de una belleza difícil de expresar, sobre todo para mí que soy un soldado y la palabra, tú lo sabes bien, no es lo mejor que tengo. Por encima de la mole de piedra sobresalía una torre, por lo visto levantada hace unos siglos por los francos mientras eran dueños de la ciudad. Era difícil distinguir la silueta de los antiguos monumentos y templos paganos, puesto que envolvía la ciudadela como una compresa un muro corrido y de aspecto impenetrable que los turcos, lo podíamos advertir desde abajo, se afanaban por reforzar en algunos puntos justo ante nuestras narices. Aquello pintaba bien.
Raudo como una flecha nuestro estirado conde alemán cabalgó junto a 150 jinetes y ocupó la ciudad, con la excusa, siempre conveniente, te lo aseguro, de proteger a sus habitantes. De inmediato se mandó un heraldo a la ciudadela, que como te digo aquí se conocía antiguamente como acrópolis, requiriendo a los turcos allí atrincherados que se rindiesen y ofreciéndoles abandonar pacíficamente la ciudad con todo lo que buenamente pudieran cargar consigo. El comandante de la plaza, un tal Ali Agca, o Alí el Agca, o vete tú a saber cómo diablos se enteró que se llamaba el pobre enviado al que mandamos a parlamentar con él, se rió en nuestra cara muy ufano, amenazándonos con la total destrucción de nuestro ejército. Alá, dijo el tío, nos iba a aniquilar con la espada de su venganza, que era el general Serasker, comandante en jefe a la sazón del las fuerzas armadas del Sultán y fiero caudillo que se acercaba, según decía aquel Alí Agca, a marchas forzadas desde la Tesalia. La respuesta de Königsmark a esta retahíla del turco fue rodear Atenas con una fuerza combinada de infantería y caballería, tomar posiciones en torno al Ática, entre olivares, viñedos y las enormes haciendas ubicadas en la riquísima campiña, en previsión de un ataque desde Tebas y emplazar en varios puntos estratégicos nuestra poderosísima artillería, con la cual íbamos a darles candela fina a aquellos malditos otomanos. Se movió muy a lo vivo y determinadísimo el alemán, como suelen ser los de su nación en el arte de la guerra. Morosini, viendo que la condesa y sus damas de honor no nos iban a necesitar por el momento, me ordenó, junto a mi pelotón, acompañar una de las baterías principales de nuestros cañones en la bella colina de la Pnix, frente por frente de la ciudadela.
Como oficial adjunto de una de las baterías, Rufina de mi alma, puedo contarte con pelos y señales cómo se desarrollaron los funestos acontecimientos que terminaron con aquella incomparable maravilla monumental que tenía por lo menos tres mil años. Tres mil años, que se dice pronto; tres mil años allí, sobreviviendo a invasiones, que de todos los colores las ha habido en esta desgraciada tierra desde que murió aquel gran hombre llamado Pericles, para que lleguemos nosotros y en una campaña de mierda, inútil hasta decir basta, nos la carguemos de un cebollazo. Pero me estoy adelantando. Situamos 15 de nuestros más potentes y mejores cañones en la Pnix, una colina al oeste de la acrópolis, repito preciosa y con poca hierba, en cuya meseta de roca dura se reunía en el tiempo antiguo la asamblea de Atenas. Debía ser curioso aquello, y reflexioné largamente sobre el particular mientras nuestros artilleros se aplicaban con todo su oficio a demoler la fabulosa construcción que a pocos metros de nosotros se levantaba arrogante, como retándonos sin rubor, a lo callado, desde algún lugar muy lejano en el tiempo. Se me acaba el papel y el tiempo, Rufina mía. Seguimos costeando esta magnífica costa del Peloponeso y el buen tiempo nos acompaña, aunque parece que no por muchos días más. Se avecinan tempestades y puede que tengamos que cobijarnos en alguna de las fortalezas que hemos ido liberando a lo largo de toda esta costa. En cuanto pueda, retomaré mi relación, pues son todavía curiosos, inauditos y de muy provechosa lectura los acontecimientos vistos por estos ojitos que han de comerse los gusanos, y que he de narrarte.
Siempre tuyo, entero, de cabo a rabo y viceversa,
tu Delfino.