España vuelve a perder

Con las palabras se construyen mundos nuevos y se destruyen los viejos. Así ha sido siempre. Especialmente desde la derrota del comunismo soviético, el socialismo internacional se ha especializado en importar a Occidente las estrategias de perversión del lenguaje que alcanzaron su perfeccionamiento absoluto durante el estalinismo y lo que siguió. No obstante esto no lo inventaron ellos, pero su ímpetu ideológico renovado ha transformado el debate público de las democracias liberales. Lo ha inundado con sus efectivos retruécanos gramaticales y lexicosemánticos, que han sido adoptados por todas las fuerzas políticas que de manera más o menos directa pretenden subvertir el status quo.

En la España contemporánea el caso paradigmático es el vasco: la lucha del Estado democrático contra los terroristas de ETA reveló la podredumbre moral de gran parte de la sociedad de aquellas tres provincias. A modo de táctica defensiva de notable éxito la palestra política quedó prisionera de las deformaciones lingüísticas y conceptuales que fue inoculando la llamada «izquierda aberchale», es decir, el corpus político y de agitación propagandística afín a los asesinos. Expresiones tales como «la paz», «el fin de la violencia» o «el conflicto vasco» se hicieron tan comunes que no sólo los proetarras, sino casi todos los políticos y representantes públicos, sin importar su procedencia partidista, terminaron asumiéndolo.

De tal manera que el éxito de los terroristas en el campo de la lengua y las palabras fue paralelo a su desarticulación policial y a su enjuiciamiento criminal: habían establecido una relación de igualdad entre asesinos y asesinados, creando con el lenguaje ángulos discursivos muertos, distorsiones de la verdad de los hechos y realidades alternativas en los que la existencia de un grupo de criminales que mataba y extorsionaba a otros españoles se legitimaba por la opresión brutal y de carácter histórico que un Estado filofascista ejercía sobre el conjunto de la población vasca. En vez de acción terrorista intolerable sobre una parte de los habitantes de Guipúzcoa, Álava y Vizcaya, había «un conflicto»; no había una banda de criminales cometiendo los más nefandos delitos y siendo perseguidos por ello por la policía, sino que contendían dos fuerzas legítimas, por lo que era necesaria «la paz», que por supuesto incluía la gracia para unos presos que no estaban condenados por actos terroristas de diversa gravedad, sino «por conciencia», sufriendo «torturas», etc. Nació así la narrativa del Estado español autoritario, de tanto éxito en el putsch catalanista, incluso entre corresponsales extranjeros de ilustres medios. Todo esto fue asumido con agrado y sin cortar por fuerzas políticas de relevancia y agregado a su bagaje argumental: el Partido Nacionalista Vasco, primero, y la caverna filocomunista que gracias a la crisis socioeconómica y política creció a partir de 2007 hasta convertirse en la tercera fuerza parlamentaria del país bajo el nombre de Unidos Podemos.

Con el golpe de Estado catalanista estamos viendo otro tanto. En lugar de enfrentarse a golpistas, sediciosos y racistas, PP, PSOE o Ciudadanos han terminado autoproclamándose sin rubor como «constitucionalistas» que, por la oposición necesaria, tienen en frente al «independentismo». Ha hecho fortuna otra expresión, aún más lamentable: «unionistas», en referencia a todos los partidos que respetan, acatan y defienden el imperio de la ley y el Estado de Derecho. En el caso vasco también se popularizó el nombre de «demócratas», en contraposición a los «aberchales», en mucha menor medida calificados como proetarras o filoterroristas por los medios de comunicación y los representantes públicos. Hay cierto pudor en llamar a las cosas por su nombre en España. Dice uno que Carles Puigdemont es un golpista y poco menos que lo arrinconan en la esquina de los «radicales», es decir, de quienes, carentes de respetabilidad intelectual o pública (por decisión infusa de los «creadores de opinión» o manufactureros del «relato») no pueden valerse de sus argumentos, denigrados sin reflexión de ningún tipo, incluso antes de ser argüidos.

Pero demócrata, a fin de cuentas, es un adjetivo que no estaba tan mal usado en aquel momento: delimitaba en el País Vasco, con claridad, a quienes creían en el sistema que resuelve conflictos, o al menos lo intenta, de forma pacífica, justa, equilibrada y de acuerdo a una tradición jurídica incontestable, y los separaba de quienes creían en la imposición sangrienta, coactiva y totalitaria de sus objetivos políticos. Quienes, naturalmente, sólo podían ser conocidos por terroristas. En Cataluña, sin embargo, se establecen correlaciones involuntarias (quiero pensar) entre agresores y víctimas cuando se usan palabras como unionismo o constitucionalismo. Resulta evidente que si hay un unionismo se entiende que España está «unida» por algún sitio por partes bien diferenciadas, de carácter diverso en origen. Que su esencia nacional es un puzzle, y que por lo tanto es legítimo aspirar a desunirla. Hablar de unionismo es negar implícitamente el carácter indisoluble y único de la nación política española, que no nació de ninguna manera uniendo trozos que estaban sueltos, como se infiere de la oposición dialéctica «unionismo-independentismo». Es, en suma, desconocer profundamente la Historia de España, y no sólo de su nacimiento como nación política, sino del proceso comenzado hace más de cinco siglos que deparó la nación histórica española. Esto lo explicó infinitamente mejor que yo el filósofo Gustavo Bueno.

Con constitucionalismo ocurre algo parecido, aunque con otro matiz. Donde hay un constitucionalista se colige que hay otro que quiere romper esa constitución. Esto, a priori, es perfectamente legítimo, en España y en cualquier parte. La misma Constitución vigente de 1978 establece los mecanismos para su propia reforma e incluso transformación completa. Ocurre que en Cataluña quienes se han autodefinido como constitucionalistas no tenían enfrente a gente que quería cambiar la constitución, sino expulsarlos de su propia tierra, quitarles sus libertades civiles y marginarlos de toda vida pública, más allá de cualquier amparo legal posible. Para ello, muchos de estos «independentistas» se han valido (y muchos más han avalado con su voto en las últimas elecciones del 21 de diciembre, con su silencio, y con su aplauso en muchos casos) de medios ilegales, inmorales y directamente delictivos. Llamarse a sí mismo constitucionalista en una situación así es legitimar a tu agresor y despojarlo del cariz inconfundible y propio de la indecencia.

Pero ahí está Inés Arrimadas, a quienes algunos de sus contrarios niegan incluso el derecho a presidir la Generalidad catalana por haber nacido en Jerez de la Frontera, llamándose a sí misma lideresa del «bloque constitucionalista». Es otra gran derrota de España y de los españoles.

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