Diciembre. 26.

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Decía Vittorio Gassman en Nos habíamos amado tanto de Ettore Scola que su generación se había portado vergonzosamente. La suya al menos, en la película, había echado a los nazis de Italia. La mía, ufana y pretenciosa, hace tiempo que se aficionó al ruido, se hizo adicta al humo que desprende la nada, empaquetada con colores chillones y atractiva música de feria. Puede que sea el sino de las generaciones nacidas y crecidas en la libertad y la abundancia. Escribió Dostoyevski que ni un hombre ni tampoco una nación sobreviven sin una idea superior que los empuje. Sospecho que es verdad, aunque el combate contra esa concepción utilitarista de la vida me lleva hacia un amargo empate dentro de mi cabeza. Nos deja, como individuos, como espíritus capaces de crear, en un ridículo espantoso.

Es terrible advertir la labor de zapa que puede llegar a hacer el tiempo. También, lo necesario que resulta vivir ajeno a este conocimiento, como si no existiera dicha zapa y todo consistiera en un fluir monodimensional. En ir pasando los días tal y como van viniendo, y nada más. Creo que mi generación, gozne entre dos mundos, adolece en general de un engreimiento notable: si es malo tomarse demasiado en serio a uno mismo, imagínense darse una inusitada importancia como ente colectivo y creerse que dentro de sí se alberga un cambio político nacional o internacional, o alguna nadería por el estilo. Mi generación ha traído la moda de decorar el vestíbulo de sus pisos de alquiler con placas de metal escritas con mensajes de Paulo Coelho y de la prosa de autoayuda más repelente. Como para darle a reformar la Constitución.

En el fondo advierto un trémulo y por otra parte, natural y humano deseo palpitante de alcanzar una existencia sosa, previsible y por ello, controlable. Nada hay de malo en eso salvo que mi generación alumbró otra de las notables características del espíritu de este tiempo: aparentar que se quiere una vida de salvaje inestabilidad y de continua, constante y tenaz imprevisibilidad, simulando que en ese modus vivendi alocado y de saltimbanqui reside la felicidad de los originales. Dibujábamos absortos las fronteras de un nuevo mundo en la arena de la playa, o esa vanidad teníamos, pero hemos acabado peleándonos sórdidamente por las mismas miserias sin grandeza que todas las generaciones que nos precedieron. Mi generación ha convertido la superficie del mundo en el reino de lo ñoño, de lo mojigato y de lo empalagoso. No obstante, bajo esa superficie siguen latiendo las pasiones habituales. Al fin y al cabo, nos creímos más que humanos, hasta que, pasada la treintena en la mayoría de los casos, cada uno de los individuos de esta quinta mimada descubre que todo tiene un límite, empezando por su propia inteligencia. Que también les hicieron creer que era infinita.

Lo peor es haber perdido el contacto con lo inevitable, con la fatalidad. Haber olvidado que hay muchas más cosas fuera de nuestra irrisoria capacidad de influencia y control, que dentro. También, el haber nacido sin ese sentido, aprehendido desde el principio y por boca de los mayores, del dolor de las cosas, del dolor de la vida. Como cada vez que llueve el agua moja, ese dolor termina aprendiéndose y empujándonos a callejones sin salida, echándonos en brazos de painkillers y distracciones, más accesibles, materialmente, que nunca en la Historia del hombre. Tener la fatuidad de considerarse por encima de las circunstancias es lo que va a condenar a esta, mi generación.

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