Consideraciones europeístas

Al europeísmo como idea le veo algunas taras. La crisis catalana y el afloramiento de la nación española como realidad tangible y observable me ha permitido intuirlas. La idea de Europa es una idea elitista, en el sentido de que sólo se identifican con ella franjas muy minoritarias de la población. Lo que en otro tiempo se llamaría la intelligentsia. No es que eso sea un obstáculo insalvable para una futura constitución de los Estados Unidos de Europa. La Historia está llena de cosas que se impusieron verticalmente: el euro, sin ir más lejos. A ver a quién le preguntaron. Yo soy muy partidario de perder soberanía, empero. Cuanta menos capacidad tengamos los españoles de dañarnos a nosotros mismos, tanto mejor. Pero yo no dejo de formar parte de una cierta élite, entiéndaseme: ni económica ni cultural, ni intelectual, tampoco política, sino, digamos, de una élite de curiosos o extravagantes. Al fin y al cabo eso somos los europeístas en España en nuestros días. Una banda de snobs diletantes. La cuestión es que construir una identidad en torno a una nación política europea es un trabajo al que no le veo rentabilidad alguna. El europeísmo como entelequia, como sujeto de tertulia, como debate teórico, gira en torno a un esqueleto ético desprendido voluntariamente de la carne nacional, es decir, sentimental. Una Europa nación de naciones, una supernación europea, tampoco es lo que se pretendía en origen. «Europa se construyó contra el nacionalismo», y es verdad. Pero la crisis catalana, como digo, ha dejado claro que cuando se invoca inconsciente y colectivamente, como zumbido de colmena (¿alguien sabe quién colgó la primera bandera en su balcón? ¿alguien promovió el asunto? Esa es la gran diferencia entre el independentismo catalán y el patriotismo español: la espontaneidad, la naturalidad, o sea, la verdad) el «la Patrie est en danger», la gente, los ciudadanos anónimos que prescinden del elemento patriótico en su vida normal, salen  a la calle «como alcaldes de Móstoles declarándole la guerra a Napoleón», que dijo Roca Barea. Esa carne que digo, emocional, no la tiene el europeísmo, y no la va a tener como no se cambien tantas cosas que no consigo siquiera enumerar en mi imaginación. Y tengo mucha. Europa como idea no vale nada sin esto, por más que se diga desde el sanedrín olímpico de los intelectuales, ¡de la intelligentsia!, que hay que votar con la cabeza, que un ciudadano se erige a sí mismo de una manera absolutamente racional, etcétera. Todo eso está muy bien, como Europa, pero está también muy lejos de la realidad. Cuando apago el ordenador y cierro Twitter, no me encuentro con nadie al que le duela Europa. España, sin embargo, sí duele. Sigue doliendo y creo personalmente que debemos estar satisfechos de que eso, por lo menos, continúe siendo así.

6 Comentarios

  1. Solo nos queda Europa si queremos ser o participar en algo que la Historia pueda considerar ‘algo’. No hay potencia superior que pueda convertirse en acto para las naciones europeas. No podemos sobrepasar el límite que nos ha delimitado el pasado, ya tocamos techo y rebasarlo exige alterar la escala y con ella la plataforma de lanzamiento.

    Pero sigue siendo irreal llevar a cabo el proyecto. Menuda putada.

  2. No tengo todavía claridad cuál podría ser el centro de gravedad de la «unidad europea», tengo la noción que, como dices, se reduce a meros intereses de élite. Ello lo vi con espasmo y como extranjero frente al caso de Grecia y pregunto en el plano ético: que principio de solidaridad y hermandad entre los gobiernos y los pueblos plantea la Unión Europea. Vivo en Alemania y no lo encuentro.

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