Noviembre. 22.

Noviembre es un tránsito tétrico y agotador. Es como un viaje en autobús interminable, una plancha de plomo entremetida entre el final del verano y la Navidad. Entre esas dos alegrías, un parpadeo febril, trémulo, de una insanidad emocional que abruma porque no puede uno deshacerse de ello. Noviembre es un porrazo que te aturde. Está lleno de frialdades, de escasez, es una ciudad en la que ha entrado la peste. La gente no tiene dinero pero es necesario beber más que nunca: un repliegue general de las cosas del mundo empuja a los individuos con un estremecimiento. Hay que buscar algún tipo de calor, puesto que flota en el aire el átomo de la muerte. Resulta hasta obsceno pensar en el futuro cuando se halla uno en el mar de los sargazos del mes de noviembre. Ocurre que es muy difícil imaginarse alguna luz. Es un mes estéril que agrava las depresiones, un mes cargado de presagios nefandos que obliga a recluirse, a parapetarse tras alguna muralla. A meterse en algún cuartel de invierno y dejar que el cristal opaco que de pronto cegó la luz en el salón se vaya por sí mismo. Quizá es la factura que hay que pagar por las dos explosiones de humanidad dorada y miserable que son el verano y las pascuas. Sin embargo, la sensación de abandono es más tangible que nunca en noviembre, como si no pudiera encontrarse ningún amparo, como si alguna fuerza sobrehumana hubiera alejado el consuelo y la esperanza en el vertedero del confín del mundo. No hay nadie más sabio que los gatos. Al igual que los pobres, ellos conocen el secreto de la supervivencia: cuanto más se duerme, menos hambre se tiene, y menos se piensa en la muerte.

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