Ser francés

De un tiempo a esta parte sospecho cuál es la verdadera pulsión del catalanismo. Tiene que ver con eso que ha dado en llamarse (y explotarse propagandísticamente por el Partido Popular) «hispanofobia», aunque no del todo: no dejan de ser una parte sustancial de España, y sería algo así como que mi brazo, de poder hablar, abominase del resto de mi cuerpo. Pero sí, atisbo que el catalanista convencido en el fondo desea ser francés. Ítem más, que ya se creen los franceses de España.

¿Y qué entenderían ellos por ser francés? Es bonito elucubrar sobre ello. Tradicionalmente lo francés, visto por un español inmerso en el costumbrismo de los días al sur de los Pirineos (y qué es un catalanista sino un español en bruto) es sinónimo de lo bello, lo bueno y lo justo. Grosso modo.

El artefacto simbólico funciona por el mecanismo de la contraposición: a lo francés se opone, claro, lo español, que es todo lo contrario de lo mencionado arriba. Por lo español se entiende lo feo, lo malo y lo arbitrario.

La ambición francófila del catalanista es entendible, como es natural. Quien haya estado alguna vez en París, aunque sea un ratito, habrá querido hacerse de allí. Vivir, en una palabra, con París en la piel, sea en París o en cualquier otra parte del mundo. Ser francés todo el tiempo, es decir, parisino, y tener ese porte de chulo bon vivant que tiene Manuel Valls o de ejecutivo guay que contiene en su grácil mirada toda la sensibilidad de la Tierra, como Macron. Por eso los catalanistas acunaron en lo más profundo de su corazón, desde 1898, la ensoñación de ser algo más que simples españoles. No en vano Francia siempre estuvo allí, tan cerca. Y tan lejos. Y España tan lejos. Y tan cerca. Tan dentro.

Porque hay poco más español, más íntimo y genuinamente español, que no querer ser español. Que detestar ser español. El que lo probó, lo sabe. En el imaginario catalanista lo español se confunde a menudo con lo africano, con lo magrebí; España es un monstruo que huele a ajo, bajito, cetrino, que vive en un antro quemado por el sol y áspero, donde llueve tres o cuatro veces cada cinco años, rodeado de toros bravos y otras bestias ancestrales. Nada que ver con la Francia de los cafés y las terrazas que se sienta en chaqueta azul de sport y camisa blanca impoluta a tomar barroquísimos aperitivos mientras ven subir por el Sena elegantes barcazas como salidas de un cuadro de Monet. Los vecinos de terraza leyendo Le Monde o France Soir y no el Marca, etcétera.

En el fondo, lo que el catalanista no quiere ser, como también le pasa al nacionalista vasco, al galleguista o al andalucista, es español. Los sentimientos son libres, bien lo sabe Dios. Ellos no se sienten españoles, o quisieran que España fuese Francia. El resultado de este dilema irresoluble es que se sienten los franceses de España. Lo comprendo: yo me siento parisino a pesar de haber nacido en Jerez de la Frontera. Es muy legítimo sentirse de cualquier parte. Otra cosa es la realidad, que es la que es y además es irrebatible. Yo soy de Jerez y el catalanista, el vasco, el galleguista o el andalucista son tan españoles como yo.

A los nacionalistas antiespañoles les pasa como a los nacionalistas españolistas, que creen que ser catalán, español o vasco es lo que ellos digan que es. Conozco a uno que me niega que para ser español sencillamente sólo se necesite nacer en España. Esa es la identidad, la única, que proporciona eso tan útil que se llama nación política. Es lo que mucha gente aún no ha captado todavía. La identidad que integra, la identidad que es una gran matrona mediterránea, que acoge calurosa en un seno en el que cabe todo el que quiera entrar.

Esa simplicidad de la ley, que naturaliza a quien nace aquí o a quien vive aquí y no requiere más que esa circunstancia vital, por otra parte accidental, es la que no pueden soportar. Porque el sentimiento está por encima de la ley, según ellos. Es lo que ahora se llama nativismo, que es palabra importada del inglés y suena mejor que racismo, pero que viene a decir lo mismo.

Nosotros no somos así, nosotros, en fin, somos otra cosa. No olemos a ajo, ya me entiende usted. Ni gritamos en los bares.

El Fútbol Club Barcelona siempre ha sido el baluarte estético y pop del catalanismo nativista, y también eso lo entiendo. Para una cosa rotundamente exitosa, popular, brillante y de una excelencia mundialmente reconocida como superior que tiene España, resulta ser el Madrid. Y no ellos. Esto no lo pueden soportar. Por eso se inventaron aquello de més que un club: si no puedes ser el mejor, sé una cosa distinta, una cosa que nadie sepa explicar con datos empíricos o hechos contundentes (por ejemplo, 33 Ligas y 12 Copas de Europa). Y en eso, claro, serás el mejor, por que sólo tú sabes lo que significa, y significa lo que a ti te de la gana. Una de las ventajas del nacionalismo es que pueden redefinir el sentido de las cosas y de las palabras a su antojo, según les vaya viniendo mejor o peor. Eso y la movilización. Uno que se siente mejor que otro ha de expresarlo de continuo, porque es como el que va a comer a un restaurante de dos estrellas Michelín, o pasa el finde por ahí: si no lo enseña, si no lo proclama, ¿de qué vale haber ido?

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