El día que salvé al Emperador

Grenadier-a-pied-de-la-Vieille-Garde

No me lo podía creer. Puede que nadie se lo crea, nunca, cuando lo cuente. Si es que algún día lo cuento. Para eso tengo que sobrevivir a este puto frío ruso. No será fácil. La tundra que atravesamos sólo guarda en sus entrañas miedo, furia y muerte. Pero no se me olvidará en la vida, por los clavos de Cristo: el Emperador a caballo rodeado de un enjambre de cosacos, a punto de ser capturado. O algo peor. Lo que no entiendo es cómo pudo pasar. Cómo se pudo exponer ese Júpiter que todo lo ve, todo lo intuye y todo lo anticipa, en una taiga tan abierta junto a un bosque por explorar que parecía una señal del cielo, de tan sospechoso que resultaba. O por qué nadie en el Estado Mayor que lo acompañaba cayó en recorrer el bosque. En asegurarlo. Por favor, si esto es lo primero que se nos enseña en la instrucción. Y más teniendo la línea enemiga al otro lado del maldito río, que casi podíamos oler la bosta de sus caballos. El caso es que ahí estaba, con su propio sable en mano, casi a punto de caerse del caballo por que, verbigracia, el Emperador tiene infinitos talentos pero no el de la montura. Pálido como la cera, sospecho que no sólo por el frío que hacía esa mañana llena de bruma y niebla. Y venga a salir cosacos aullando del bosque. No paraban. Eran un río desbordado, un torrente. Desbordándose sobre los nuestros, claro.  Habían roto el silencio de la mañana como un trueno. Casi me atraganto del susto.

¡Copan al Emperador, copan al Emperador!, gritaba nuestro sargento, Bourgogne. Y allá que salimos zumbando dos escuadrones de granaderos a caballo de la Guardia, por que si no. Si no…prefiero no pensarlo. Nuestros camaradas, los cazadores que acompañaban al séquito imperial, no daban abasto. Los pude entrever en la refriega, sujetando a los caballos, moviéndolos como culebras sobre sus patas traseras; con los colbacs cimbreándoles encima de sus cabezas como las copas de los álamos cuando los azota el viento; con sus dolmanes llenos de alamares brillantes que no brillaban tanto, esa es la verdad, embutidos que estaban en sucios capotes de campaña y sobados una y otra vez por el filo reflectante de las cimitarras de los cosacos. Cómo ululaban, por Dios santo. Y los nuestros mascullando órdenes y blasfemias, mientras intentaban cubrir al Emperador y cubrirse ellos mismos, sobre todo las riñoneras, de las picadas del enemigo. Que eran muchas, porque eran muchos. Y el general Rapp sudando la gota gorda, con el frío que hacía, echándose sobre Júpiter para que no le alcanzase ningún lanzazo de alguno de esos rusos que seguían llegando a borbotones desde el bosque, como si alguien hubiera tajado la femoral de aquellos putos árboles y no se pudiera contener la hemorragia.

Les caímos encima como un rayo, después de cabalgar al galope el trecho que nos separaba de donde se estaban concentrando, delante de la comitiva del Emperador. Azucé a mi escuálido jamelgo, ya en las últimas después de un mes desenterrando raíces  para él en torno a Moscú, para que comiera algo y no se me muriera entre las piernas, quitándomelas a mí mismo de la boca como aquel que dice, cuando se me cortó el hipo de golpe: un cosaco, desenganchado del grupo que peleaba a cara de perro con el de Rapp, se acercaba trotando a Júpiter. Con las intenciones que se puede uno imaginar: más mala idea que un caimán. Nada bueno. Suerte que reaccioné a tiempo, y eso que no se veía, literalmente, una puñetera mierda, con la bruma confundiendo uniformes, hojas mates saliendo y entrando de mi campo de visión, espaldas contorsionándose, aceros chocando por todas partes como los masteleros de los barcos en los muelles cuando hay tormenta, imprecaciones en muchos idiomas distintos. Una jodida locura, con todo chorreando por culpa de la niebla. Capote, casaca, guantes, chacó. Todo. De pronto veo al cosaco irse para Napoleón levantando la lanza y mascullando algo en el idioma ese que hablan en la puta taiga.

Fui hacia él y le di las gracias a todos los santos del cielo porque mi montura aún conservase la gracilidad de hace meses, cuando cruzamos el Niemen y todo era Jauja. Le metí un sablazo por la espalda, justo cuando el Emperador ya alzaba la mirada hacia nosotros y, puedo dar fe de eso, abría la boca como queriendo decir algo. Sin concretarlo. No observé más señales de vida en su rostro. El cosaco dejó de gritar de inmediato, entre otras cosas porque del sablazo se cayó hacia un costado; le arreé con los nudillos apretados en los cuartos traseros a su caballo, un magnífico ejemplar del Don, pequeño y poderoso, y respiré aliviado mientras el tipo era arrastrado hacia la niebla con la bota enganchada en el estribo. Se alejó sin decir nada, tragado por la mortaja neblinosa que nos envolvía, como un buen paisano. Sin duda era un tipo sobrio, también en la derrota. Miré al Emperador y el Emperador me miró a mí. Sólo pude empezar a sentir la excitación eléctrica que sucedía cada vez que Júpiter te miraba, incluso cuando te miraba como me miró a mí entonces, yerto y hasta ensimismado en su propio miedo, porque de pronto escuché un silbido a mi derecha.

Y en eso que me veo a un tío viniendo hacia el Emperador a toda hostia con una lanza en ristre, como los caballeros medievales que se metían mano en las justas aquellas que organizaban para impresionar a las damas. Mi cerebro sólo procesó una cosa: peligro. Danger. El tipo venía con una lanza cosaca, en actitud más que sospechosa; además, una pelliza oscura y un gorro de piel encasquetado lo hacían parecer lo que en efecto parecía: un cosaco, uno de los últimos pues ya Rapp y sus cazadores, repuestos del primer susto, habían logrado reducir la primera embestida del manantial de cosacos furiosos que salían del bosque; lo veo venir y no me lo pienso. Taconeo los pobres muslos, todo pellejo, de mi caballo, en las últimas pero de verdad, lo enfilo y sin darle lugar ni siquiera a mirarme le metí un sablazo bajo el brazo, justo entre la clavícula y las costillas. Pam. Escuché el crujido y sentí el tarascazo en la raíz de mi propio brazo. Un chasquido doloroso, como una descarga, me forzó a abrir la mano y cuando me di cuenta miré hacia atrás y vi mi sable ensartado en el cuerpo del fulano. Al que por cierto, veo caerse lentamente, desplomándose a peso muerto, plof, de la montura, ante la mirada incrédula de todos los que me rodeaban.

Pues no va y resulta que el tipo era francés. Uno de los nuestros, vaya. Un edecán, nada menos. De Berthier. Viejo camarada de Lannes. Hay que joderse. Le Coulteux se llama, el genio. Veterano de Italia y toda la pesca. Un auténtico petimetre de la corte. Menos mal que va a sobrevivir, o eso dicen los médicos. Lo llevaron rápidamente al coche del mismísimo Emperador, y ahí está, exánime, que parece un Cristo el Viernes Santo. Le había quitado la lanza a un oficial cosaco tras abatirlo y no sé qué cojones venía a hacer hacia donde estábamos blandiéndola como un gilipollas. Con la pelliza y el gorro de piel de oso, que a ver quién era el lince que lo identificaba así vestido. No me lo podía creer. Puede que nadie se lo crea, nunca, cuando lo cuente. Si es que algún día lo cuento.

 

 

 

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