Hace 100 años el partido bolchevique (la facción mayoritaria, bolshevik, del viejo Partido Obrero Socialdemócrata Ruso) tomó el poder en San Petersburgo, entonces Petrogrado, por la fuerza. Es decir, que dio un golpe de Estado, aunque la historiografía moderna se empeñe en llamarlo revolución de octubre. La revolución había sucedido en febrero, y lo que derrocaron los bolcheviques no fue al Zar y su autocracia secular, sino al Gobierno Provisional de la nueva y turbulentísima Rusia que aquello deparó. No obstante, los bolcheviques no hubieran llegado jamás a donde llegaron sin Vladimir Ilich Uliánov, el pequeño Volodia, hijo mediano de un brillante y cultísimo funcionario del Ministerio de Educación y de la acomodada hija de un médico y terrateniente de ascendencia judía. Robert Service aprovechó el breve interludio entre la glasnot de Gorbachov, la caída del Muro de Berlín y la perestroika para estudiar documentos inéditos hasta la fecha sellados en el Kremlin desde 1924: la biografía del historiador británico es un retrato minucioso e íntimo del mítico santo revolucionario, pero sobre todo, es una fotografía a contraluz tan magnífica que ninguna propaganda antisoviética habría conseguido recrear nunca motu proprio.
Porque Service, valiéndose de correspondencia familiar de incalculable valor, del epistolario del propio Lenin y de inúmeros decretos, órdenes internas, circulares de partido y borradores autógrafos sin publicar, desviste al Lenin sin mácula y con poderes sobrenaturales que la hagiografía soviética (y occidental) exhibió en un altar durante décadas. Estudia las raíces no sólo genealógicas sino también intelectuales de su familia. Concluye cosas muy interesantes. La principal, que el terror estalinista posterior ya fue prefigurado por Lenin, un «niño mimado que raras veces tenía problema para conseguir la atención que necesitaba» y que estuvo siempre hechizado por el autoritarismo y el poder coactivo de la sangre.
Lenin era nieto de un judío renegado y de alemanes luteranos, por parte de madre, y llevaba sangre asiática por parte de padre. No era, étnicamente hablando, un ruso; la Rusia que se proyecta siempre hacia Occidente es la Rusia moscovita, la Gran Rusia, el grupo étnico que conforma la cultura nacional de ese país único que no es ni Europa ni Asia, sino un pequeño mundo en sí mismo. Sí que era, espiritual, política y culturalmente hablando, un ruso convencional, por que así lo quisieron sus padres. Service subraya la condición de asimilados de los Uliánov: «viviendo junto al Volga, entre rusos, eran un poco como inmigrantes de segunda generación. Tenían un afán tremendo de triunfar y transmitieron ese afán a su progenie». Noble por mérito -distinguido inspector escolar de provincias- su padre, Ilia, se esforzó toda su vida por inculcarle a sus herederos las nociones de la nueva Rusia que en aquella segunda mitad del XIX parecía estar naciendo tras la manumisión de los siervos y el aperturismo de la apulgarada administración imperial.
Los padres de Lenin también eran notablemente más cultos, inquietos y curiosos que sus vecinos de Simbirsk, el lugar donde se establecieron y donde nació Lenin: «Les atraían las tendencias de la Rusia contemporánea que hacían hincapié en la relación con el resto de Europa. Toda la gente progresista quería aprender francés y alemán. Los Uliánov, lo mismo que otros nobles, pasaban a veces del ruso al francés. Su capacidad lingüística era notable. También lo eran sus inclinaciones musicales. No todas las casas de la ciudad se interesaban por las óperas de Richard Wagner. Además los Uliánov leían sobre los últimos acontecimientos científicos, filosóficos y artísticos europeos. Ilia y Maria Uliánov eran rusos cultivados; eran patriotas. Querían construir una sociedad moderna, europea, occidental e ilustrada. Lenin fue hijo de sus padres».
El historiador británico pone empeño en auscultar las raíces no sólo genealógicas sino sobre todo espirituales e intelectuales de Lenin para esbozar al caudillo del futuro. Es, quizá, lo más interesante de una biografía completísima y agotadora, por lo exhaustiva. El punto central es fijar esa descripción de Lenin como una aleación de su educación rousseaniana y de su naturaleza despótica, oriental. «La posibilidad de explosión era algo permanente. Lenin era una bomba de relojería humana. Sus influencias intelectuales le empujaban a la revolución y su cólera interna llevaba ese impulso al frenesí. Le impulsaba más la pasión destructora que el amor al proletariado».
Germanófilo y universalista, el Lenin que desfila por sus páginas está imbuido de esa fuerza ciega y brutal que otro historiador de la Revolución, Richard Pipes, describió como «el impulso de golpear y destruir» inherente al alma rusa. No sólo quería asolar la Rusia vieja, sino la Europa vieja. El internacionalismo del Komintern ya está en Lenin desde que Lenin es un jovenzuelo enamorado de Chernishevski y su ¿Qué hacer? En la construcción causal de ese Lenin, primero alumno brillante de una familia ilustrada y europeizante, después vengador herido que busca en la biblioteca la manera de aniquilar a su adversario y luego, finalmente, ingeniero social obsesionado con la tabla rasa, invierte Service lo mejor de su trabajo de documentación.
El resultado lo merece. Es una biografía escrita desde el detalle íntimo. Todas las cualidades, todos los defectos, todas las magnitudes del personaje estudiado pueden explicarse desde la menudencia comprobada por cientos de cartas, escritos, bosquejos, tratados y relaciones de sus contemporáneos. El niño fascinado por La cabaña del Tío Tom, admirador de Lincoln, traductor incansable en el instituto de los clásicos grecorromanos (dice Service que «sus estudios le inducían a prestar especial atención al significado preciso de las palabras; los años que pasó analizando verbos latinos y construyendo yámbicos griegos dejaron huella») terminó siendo el exégeta autoproclamado como único y verdadero del ídolo Marx.
También es esta biografía un recorrido incluso divertido de las interioridades del marasmo revolucionario ruso, de toda esa intelligentsia que vivió a caballo del zarismo moribundo y los estertores que anunciaban la revolución: todo un bodegón de los hombres y las mujeres que conformaron el mítico Partido Socialdemócrata Obrero de Rusia, matriz de eseristas, bolcheviques y mencheviques, una de las dos cabezas de la hidra revolucionaria que acabó con el zarismo (la otra, la liberal, igualmente dividida y carcomida por inquinas personales cuyo único sustrato era el ego y la intolerancia intelectual). Una corte de bufones, sinceros devotos, ilustrados, oportunistas, sanguinarios e hiperbólicos jefecillos, así como de teóricos con alma de sacerdotes, estrategas, intrigantes profesionales y diletantes de cafetín. Un cosmos absolutamente endogámico de donde saldrían los cuadros de mando de la Rusia post-zarista.
Llama la atención que Lenin, que pasó más de dos tercios de su vida metido en una sala de estudio, en una biblioteca, estuvo a punto de morir de forma accidental muchas más veces que cualquier persona normal. Ahogado en una charca pestilente de joven; congelado en una poza finlandesa cuando huía de la policía zarista, ya de mayor; atropellado por un tranvía suizo o arrollado por un ricachón inglés mientras recorría los arrabales de París. Etcétera. Él mismo creía estar predestinado para algo muy grande, y en realidad sólo hace falta creérselo para alcanzar ese estado de afortunado providencialismo que suele acompañar el transitar por la vida de los iluminados.
La biografía de Services puede servir incluso de esqueleto para el guión de un biopic exuberante: el punto de giro fundamental es la ejecución de su hermano Alexéi, el mayor. Cuando Vladimir, Volodia para la familia, aún era un adolescente que sacaba matrículas de honor en Simbirsk y se preparaba para acceder a una educación superior que se presumía brillante, la Ojrana cazó a su hermano, universitario en San Petersburgo, metido hasta el cuello en un complot del grupo terrorista La voluntad del pueblo para asesinar al zar Alejandro III. Alejandro II, su padre, el emancipador de los mujiks, había muerto precisamente en un atentado revolucionario; el zar no tuvo piedad y a pesar de los agónicos ruegos de la madre de Lenin, no perdonó la vida de Alexéi. Era 1887. Un año antes había muerto Ilia, el patriarca. En esos dos años cambió la vida del joven Volodia para siempre: el objeto de ese odio motriz de la vida de Lenin toma cuerpo en la Rusia oficial que negó el reconocimiento social a su familia tras la catástrofe de Alexéi y, naturalmente, en la Rusia que lo ejecutó.
Lenin fue siempre un hombre rodeado de mujeres devotas. Casi siervas. Su madre vivió con abnegación para todos sus hijos, especialmente para él, desde la muerte de los dos cabezas de familia. Educado con unos modales exquisitos y una rectitud cuartelaria, Lenin consiguió casi siempre esconder sus reacciones más viscerales bajo una máscara de hieratismo que, no obstante, les era propia a todos los Uliánov. Esto iba a servirle en su carrera política. No siendo un donjuán, fue capaz de tener a madre, hermanas, cuñadas, suegras y amantes orbitando en torno a él como un auténtico sol de magnetismo irresistible. Sin estas muletas jamás habría sobrevivido por su propio esfuerzo en los duros años del destierro siberiano y del exilio centroeuropeo. Service ahonda en el extraño triángulo formado por Lenin, Krupskáia e Inessa Armand, la amante franco-rusa que sin embargo guardó toda la vida una lealtad inquebrantable no sólo hacia Lenin sino también hacia la legítima esposa, lealtad correspondida de una inaudita manera.
La explicación que da Service es que la causa, es decir, la Rusia nueva y europea que Lenin logró desarrollar como constructo intelectual una vez superada la etapa de formación académica y personal, estaba por encima de todo. En ese sentido Lenin y su séquito persona fueron genuinamente revolucionarios, augurando la fidelidad de autómatas (y de mártires) que la Unión Soviética exigiría a sus súbditos décadas más tarde.
Lenin era un amante de la actividad al aire libre, lo cual constituía para él la única válvula de escape cuando la actividad intelectual finiquitaba sus fuerzas. Le gustaba caminar, subir montañas en bici o a pie; era sobrio y espartano en sus costumbres diarias, ortodoxo de la rutina y radicalmente quisquilloso: no toleraba el mínimo ruido cuando, enfrascaso en sus disquisiciones teóricas, se anclaba al escritorio como una lapa. Probablemente sólo amó una vez en toda su vida, y brevemente, y sólo a Inessa Armand. Con la Krupskáia se casó por conveniencia, y para él fue un aya, un ama de llaves, una secretaria, una esposa en el sentido tradicional y litúrgico de la palabra (estaban casados por la iglesia, aunque Lenin nunca fue creyente) pero nunca un ser al que consagrarle la vida.
Todo lo contrario. Lenin sólo creía en sí mismo y esa fe, durante muchos años delirante y motivo de burla en los círculos revolucionarios rusos en el exilio, fue lo que lo sostuvo como una malla invisible a lo largo del tiempo. En 1917 Lenin era apenas uno más de los nombres que plagaban la extravagante constelación de revolucionarios y subversivos antizaristas rusos. Poco conocido más allá de los círculos intelectuales de Moscú y Petersburgo, un don nadie para la masa campesina (a la que despreció desde joven), su vanidad, oceánica, y su fanática devoción por la interpretación del marxismo que él mismo había desarrollado como única opción válida para la Rusia que había de venir tras el derrocamiento de la autocracia, fueron a la postre los motivos de su victoria definitiva.
También da cuenta Service de los bandazos ideológicos que jalonaron su ascenso al poder en nombre del pragmatismo: a pesar de su ortodoxia académica innegociable, fue un tipo extremadamente intuitivo a partir de febrero de 1917. Su habilidad para detectar el momentum y maniobrar sobre el terreno desmintió toda una trayectoria plagada de falsas creencias y errores estratégicos de bulto, como pusieron de manifiesto los hechos de 1905 y su fuga precipitada hacia Finlandia en 1907. Diez años después, Lenin estaba preparado para surfear la gran ola revolucionaria y golpear, aupado por la inercia anárquica propia del espíritu de la Rusia plebeya, a la asustadiza y timorata clase patricia urbana que resultó incapaz de sostener el edificio democrático y parlamentario que salió de la abdicación de Nicolás II en frebrero. Camaleónico, orador agresivo y electrizante, hechizaba a sus auditorios y se movía entre las sombras como un Júpiter poseído de la certeza de que era entonces o no iba a ser nunca. Fue el personaje que menos dudó en desdecirse y en acaparar posiciones políticas contradictorias durante los agitados meses de 1917, y quien tuvo más voluntad de poder. Por eso ganó.
Era un hombre cruel, poco empático. A pesar de haber escrito mucho sobre la eliminación física de segmentos enteros de la población, y de impulsar con vehemencia a la limpieza sistemática de sus adversarios (tanto individualmente como en bloque) durante los terribles años de guerra civil que siguieron a octubre de 1917, no soportaba la violencia cerca de él. Vivió de las diversas rentas familiares que la condición terrateniente de su familia le depararon desde la primera madurez.
Service colorea el carácter del joven Lenin aprovechando la efímera etapa en la que hubo de hacerse cargo de la finca familiar, una vez muerto su padre y ejecutado su hermano. «Un muchacho de diecinueve años menos libresco habría establecido relaciones con sus campesinos. Pero la transformación de Vladimir en un revolucionario se procesó a través de libros que hablaban de los campesinos y no a partir de una experiencia directa y continuada de la realidad». Vivió siempre como un burgués a pesar de la estoica austeridad que el exilio le impusiera a veces. Conoció el mundo por ensayos y tratados de sociología y economía, y desde esas concepciones creyó, con la fe jacobina de los revolucionarios franceses, que podría revertir milenios de evolución genética, antropológica y cultural a base de piquetes de fusilamiento, propaganda y control social de un Estado leviatán. Fascinado desde la infancia por la audacia de los terroristas socialistas de La voluntad del pueblo, era un amoral, entendiendo por ello que no abrazaba más valor político ni principio ético que aquellos que contribuyeran a la creación de la sociedad alumbrada por Marx.
Su desprecio por la vida era absoluto, como refleja esta anécdota a la que Service otorga categoría de principio para conocer la naturaleza del fundador del primer Estado de partido único del mundo. También es útil para adivinar el carácter inhumano de los totalitarismos en ciernes. Con diecinueve años, «vivía en una región, las provincias del Volga, azotada por la hambruna. Los campesinos se arrastraban hasta las poblaciones donde suplicaban que les diesen alimentos y trabajo. Se encontraban cadáveres tirados por las calles. Pero Uliánov, una vez efectuado su análisis intelectual, no se dejaría desviar por el sentimiento. No era sólo un testigo de los horrores del hambre generalizada, sino que estaba implicado en ella. Su familia obtenía ingresos de una finca de la provincia de Samara y él pese a todo insistía en exigir que sus administradores de la finca les pagasen exactamente lo que habían acordado; y esto significaba que los campesinos tendrían que pagar a los administradores todo sin tener en cuenta las circunstancias. Para Uliánov, el capitalismo tenía que perjudicar, por su propia naturaleza, a la mayoría de la gente, y que matar a mucha de ella. Las contramedidas humanitarias no sólo serían ineficaces sino perjudiciales porque retrasarían el desarrollo del capitalismo y en consecuencia el posible avance posterior hacia el socialismo. Así, el hambre, de acuerdo con Lenin, desempeñaba el papel de un factor progresista, por lo que se negó en redondo a apoyar los esfuerzos para aliviarla».