
El independentismo catalán ha resultado ser como ese niño que durante horas altera la paz de un vagón en un viaje de larga distancia en tren. Desde septiembre, mediante el putsch en el Parlamento autonómico, y sobre todo desde el 1 de octubre, se suceden acrobacias propagandísticas y fraudes de ley que están revelando la naturaleza delirante de la conciencia catalanista, su inaudita separación de la realidad. Con el vídeo famoso, el del Help Catalonia, con la organizadísima agitación inmediatamente posterior al encarcelamiento preventivo de Los Jordis (parece el nombre de un tándem de cómicos malos, de verbena popular, el dúo sacapuntas indepe) y el crujir de dientes ante el inesperado -para ellos- apoyo institucional de la Europa que importa al Gobierno de España, están poniéndose en evidencia justamente en el medio que ellos pretendían tener controlado con su supuesto cosmopolitismo cool, que les viene de fábrica.
Ese niño indepe no para de patalear, de recorrer el vagón arriba y abajo, de incordiar al resto de los pasajeros, que disimulan, sonríen con indulgencia o directamente bufan mirando a los padres, que somos nosotros. Es decir, nuestro Gobierno, el Gobierno de la nación, que como padres que han consentido al niño todo lo que ha querido desde la cuna, sufren apurados. El viaje es largo y el niño quiere bajar; quiere asaltar la cafetería, quiere golpear el espaldar del asiento contiguo; quiere despatarrarse en medio del pasillo, y quiere, sobre todas las cosas, que le presten atención. El niño hace, en realidad, lo que está acostumbrado a hacer, puesto que nadie, nunca, le dijo que no a nada. El padre y la madre debían haber educado mejor al niño. No hay duda respecto a eso. Ahora miran a los vecinos de vagón, ruborizándose, como disculpándose con los ojos. Éste niño, ay. Cómo es, que no para quieto. Rueguen ustedes una dispensa.
Al niño indepe lo han malcriado todos los gobiernos que ha tenido España desde la restauración democrática de 1978. Cuando ya talludito ha venido a reclamar lo que creía derecho inalienable a hacer del mundo su cuarto de los juguetes, por la fuerza, se ha encontrado en frente al gobierno más pacato, ordenancista y funcionarial. Es decir, al Gobierno percibido como más débil en el momento más inestable y frágil del país en los últimos 30 años. Se puede conjeturar que el Gobierno de Rajoy sólo concebía, en la hipótesis más extrema, un putsch catalanista al viejo estilo decimonónico, pero se ha topado con un ataque contemporáneo en toda regla: la democracia española lleva más de un mes bajo el fuego violento y exageradamente agresivo de unos tipos que han recurrido a todas las armas propagandísticas a su alcance (son muchas en 2017, con los precedentes de Crimea, Brexit, etc, en la mochila) con el objeto de abrir un boquete en la muralla del parlamentarismo a base de mentiras, falacias e inventos. El niño indepe ha demostrado poseer ya una capacidad maquiavélica para llorar y golpear más propia de un adulto convencido y fanático que de un tierno prepúber.
El niño indepe ha agarrado el bolso de los pasajeros de varias filas más allá y chilla estridente. Parece un cochino el día de la matanza. Pero hay pasajeros que tienen memoria, abuelos polacos o eslovenos, primos croatas, serbios y bosnios. El mohín de disgusto por lo cansino del niño ha girado en ceño verdaderamente fruncido: pero cómo se atreve este niñato a decir lo que está diciendo…Es particularmente llamativo que las reacciones más explícitas a la propaganda internacional del independentismo catalán vengan de ciudadanos anónimos que conservan cicatrices de los procesos más devastadores de la Historia reciente de Europa: el ruso aquel que atravesó la barricada el día 2, el polaco de los comentarios de Youtube, los periodistas y diputados bosnios que cuestionaban estupefactos a algunos representantes españoles en Estrasburgo. O los gitanos de Gerona, no en vano la única etnia secularmente desdeñada dentro de España. Esta lejanía que tenemos los españoles de hoy con respecto al sufrimiento cierto y verdadero queda bien reflejada en la forma en cómo los abuelos que van quedando con experiencia real de la Guerra Civil la cuentan, y en cómo la cuentan los portavoces tradicionales de la cultura mainstream.
En esa diferencia narrativa está todo.
Esta capacidad para golpear no tendría que ser propiamente la misma capacidad para hacer daño si en España no existiera una idiocia social sin parangón en la Historia reciente. El culto (acrítico, como todos los cultos) a la diosa democracia ha conformado una generación sensible hasta el dolor a la manipulación sentimental. Lección para el futuro: no por ser nativo digital se es inmune a la ponzoña dispersada a través de esos medios, sino, al parecer, todo lo contrario. La ficción indepe se ha estrellado con el muro de la realidad no sin descubrirnos hasta qué punto una serie de instituciones legítimamente establecidas y votadas por la población mediante sufragio libre y universal pueden comprar a periodistas dentro y fuera de sus propias fronteras. En especial, fuera. El niño indepe pensó que Bruselas era la Atlantic City de Nucky Thompson y desvió ingentes caudales de dinero público con el objetivo de envolver su putsch legitimidad emocional, ya que de la democrática no podía. Se va a reformar la Constitución del 78 y esa es una buena noticia, aunque parte de la derecha mediática brame que esta es una cesión inaceptable al PSOE de Pedro Sánchez a cambio del apoyo al 155. Los padres de la criatura van a aplicarle precisamente ese 155 cogiendo al niño delicadamente por los hombros, poniéndoselo en el regazo y palmeándole el culo mientras le susurra pedigüeño que deje de portarse mal. Convendría que la Constitución limitara la patria potestad de estos padres, más que nada para que en el futuro los niños sepan viajar en un vagón de tren con el resto de las personas.