Me acuerdo de cuando una profesora de Literatura española contemporánea, en la carrera, nos explicó qué era el amor líquido. Según ella, era estar sin estar. Es decir, el fin del matrimonio como institución canónica, tradicional y secular. El fin, naturalmente, de lo estable, y el triunfo de lo incierto, o sea, no comprometerse y vagar de aquí para allá evitando afrontar la siempre dura tarea de dilucidar qué es lo que uno siente y sobre todo, que es lo que desea. Un limbo emocional, para entendernos. Por aquel entonces no comprendí muy bien la idea y también me asustó un poco puesto que yo esperaba para mi amorosa vida futura otra cosa muy distinta de lo que estaba diciendo aquella señora, pero también esperaba trabajar al final de la carrera. Luego, cuando salí al mundo, se empezó a hablar de la postmodernidad y ya todo fue líquido: la verdad, la política, el mercado laboral y diez años después de comenzar a estudiar periodismo descubrí que también los golpes de Estado.
El problema de lo líquido perdurará mientras nadie asuma el coste de meter el agua en el congelador y hacerla cubitos de hielo. Ayer eran las seis y veinte cuando salí de mi casa por mor de un inoportuno mandado. Menos mal que los golpistas tuvieron la ocurrencia de aplazar el Pleno una hora, y así me dio tiempo de regresar justo cuando se sentaban para la gran actuación. Vi las calles llenas de gente, como todas las tardes y más con este otoño de 30 grados que parece junio. La gente atestaba las terrazas. Los niños jugaban en los parques, con la despreocupada mirada de los padres controlándolos de lejos. La gente iba y venía, hacía sus cosas. Entraba en las tiendas, compraba. Recordé todo lo que he leído y visto en televisión acerca del 23-F, las historias de sindicalistas rompiendo sus carnets a toda prisa y tirándolos por el retrete hasta colapsarlos, o cruzando la frontera portuguesa cagando leches. La gente pegada al televisor, y más a la radio. Las calles vacías. El país en un puño, etcétera. Quizá la diferencia fundamental de un golpe de Estado líquido está en el uniforme de los rebeldes. Tejero vestía como lo que era, un coronel de la Guardia Civil. Puigdemont, también. Un presidente autonómico legítimamente elegido por los catalanes en sufragio universal y libre.
¿Eso es todo? ¿La estética determina la percepción popular del peligro que afronta el país? No he dejado de preguntármelo, y no he llegado a ninguna conclusión. La gente abarrota Tuiter, claro (¡arden las redes!) y los medios de comunicación asumen la gravedad del asunto, pero no dejo de imaginarme cómo estaría viviendo todo esto mi abuelo. Que ya vivió el de Tejero. España respira y late como siempre, al menos lo que puede verse, puesto que soy consciente de que pasar tanto tiempo colgando de la actualidad tuitera (uno de las dos dimensiones de este golpe desde que empezó en septiembre) distorsiona la perspectiva. El sentido de la urgencia cuando ves los sucesos desarrollarse minuto a minuto, foto a foto, vídeo a vídeo y tuit a tuit, desemboca en una suerte de alienación. Luego voy a por el pan y aterrizo en otra realidad: la gente está preocupada, ma non troppo. Es imposible no pensar que hace 30 años las calles estaban vacías, por que el golpe era militar, la información llegaba mucho más filtrada (y pasteurizada) y todo ocurría en el espacio de unas horas. A lo sumo días. Y de una sola vez.
El golpe de Estado de la Generalidad de Cataluña del año de 2017 empezó la primera semana de septiembre, por que además de darlo civiles promovidos por una parte del propio Estado, elegidos por los votantes en sufragio legal, transcurre dilatándose en el tiempo engarzando bit a bit a través de las semanas. Es un clímax sostenido: nunca demasiado bajo, nunca demasiado alto. La declaración de independencia fugaz de Puigdemont, ayer, respondería a ese patrón: romper del todo no sirve a la estrategia de desgaste sine die. Es otro juego, con otras normas, al que no estábamos acostumbrados. Con este panorama cualquier decisión contundente del Gobierno de España es vista y vendida como una rudeza irreversible de naturaleza autoritaria, por más justificación legal, jurídica, constitucional y moral que pueda tener: da lo mismo, el líder de la tercera fuerza parlamentaria de la nación la desacreditará con un lenguaje falaz y agresivo fabricado precisamente para un corte de telediario de minuto y medio o dos minutos. Lo terminante, es decir, establecer un límite, se percibe como fascismo de más o menos intensidad en función del ruido que puede hacerse contra el agente en escenarios que aquél no controla y que no gozan de una verdadera legitimidad ciudadana, como las redes sociales o la calle. El miedo a la reacción turbulenta (esté justificada o no) es el narcótico más poderoso de la política contemporánea. Así se juega a esto ahora, como digo, a lo líquido, hasta que alguien tenga el coraje de enchufar el congelador y meter en la nevera de una vez el agua, manchando el suelo y lo que haga falta.