El año 1898 cambió España, que aún no ha vuelto de aquella fecha. El noventayochismo, la herida melancólica que supura complejo de inferioridad y nostalgia de un pasado idealizado, no ha encontrado cura entre otras cosas, por el comportamiento de los líderes políticos contemporáneos. Lo que está ocurriendo en Cataluña desde el domingo testimonia que la España oficial, la que mandó a sus barcos de guerra de madera a luchar contra los destructores de acero de los Estados Unidos, sigue ocupando los mismos puestos de responsabilidad. Es la España de Annual, la que envió a la muerte a miles de sus soldados por la incompetencia, nulidad e infamia de sus mandos. Las élites que controlan los resortes de poder de esta España democrática y constitucional de 2017 se parecen demasiado a las élites políticas que condujeron al país a sucesivas quiebras morales y materiales, a las tragedias consignadas en los libros de Historia. Es disparatado constatarlo, pero ha cambiado muy poco. El ciudadano corriente y ordinario, el que espera ser amparado por sus leyes y por sus representantes, por los que mandan, sigue sintiéndose desplegado a la buena de Dios por un campo de batalla desconocido gobernado por la incertidumbre. Parece ciencia ficción, sobre todo por que el mundo de hoy es más próspero, más seguro y más justo que el de hace 80 o 90 años. El noventayochismo, un sebastianismo a la española cargado de terror al qué dirán, reverdece en quienes se flagelan por la mierda de país en el que han nacido, sin distinguir causas y consecuencias, acciones y reacciones, culpables y daños colaterales. En esa asunción ciega de una culpa original e imborrable, está la renuncia. La renuncia al futuro.
Regreso a 1898
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