Carne de cañón

Si el plan del Gobierno era confiar en que los mossos tuviesen controlados todos los colegios electorales identificados previamente, cumpliendo así la resolución judicial, adoleció de una gravísima falta de previsión. Y de mucha ingenuidad. Se dice que el operativo era, además, intervenir el material electoral a través de los antidisturbios de la Policía Nacional y de la Guardia Civil, y dejar luego que los mossos se encargasen del precinto. Pero los mossos demostraron ser un cuerpo policial puesto al servicio de una Generalidad sediciosa y golpista, en flagrante violación del mandato legal que los obliga a servir con neutralidad a todos los catalanes.

Se desplegó a diez mil agentes sin tener asegurados todos los potenciales puntos de votación, contando con la colaboración de una fuerza policial cuyo mando había dado ya repetidas muestras de dudosa lealtad. La estrategia de Rajoy era dejar que se llegase a este punto; como ciudadano particular, presumía que mi Gobierno tenía todos los ases en su baraja. El desarrollo de los acontecimientos a lo largo del domingo demostró que no, y guardias civiles y policías nacionales que cobran de media 1400 euros (entre 400 y 500 euros menos que un mosso) y que no tienen derecho a sindicarse, soportaron sobre sus hombros todo el peso de un Estado que dio la impresión de estar desbordado y de ser ineficaz.

Ellos fueron, literalmente, el Estado. Nada ni nadie más. Lanzados a una ratonera hostil, su actuación fue casi perfecta, sobre todo dadas las circunstancias de extrema tensión ambiental y continua provocación tumultuaria. Pero su profesionalidad fue la única razón que le dio ayer el Estado a los españoles de que la probable declaración unilateral de independencia no quedará sin contestar. No se evitó la secuencia audiovisual de un Gobierno catalanista proclamando una independencia desde el balcón (a través de una pantalla. Este es el sentido de la épica del catalanismo moderno. Si lo viera Macià), en este caso para dentro de tres días. Que la base para ello sean los lisérgicos resultados de una pantomima amañada es lo de menos. El catalanismo ya tiene su hecho consumado. Le queda otro. El último.

El Gobierno de Rajoy ha tenido cinco años para restablecer un orden constitucional que los poderes públicos de la autonomía catalana han violentado repetidas veces, subiendo de grado cada vez. La presidenta del Parlamento autonómico declaró que la institución que presidía no acataría las leyes españolas. Era noviembre de 2015, y Rajoy aún gozaba en el Congreso de los Diputados de una mayoría absoluta. Quienes hablaban entonces del establecimiento del Estado de Sitio en Cataluña fueron vistos como pirómanos. El 155 (de torpe redacción, por otra parte) se contemplaba como una solución tan remota que parecía marciana. Pues bien, hemos llegado al fin del trayecto. Sólo hay dos escenarios posibles: o se independizan y el Estado no comparece, y por lo tanto los secesionistas ganan, o el Estado comparece, aplicando el 155 y deteniendo a los instigadores del golpe.

Ayer por la mañana, al mediodía y por la tarde, mientras las fotografías daban la vuelta al mundo (a menudo falseadas, ensuciadas con el veneno de la falacia y la mentira) y la carne de cañón de siempre soportaba no sólo el insulto en las calles sino el oprobio en las redes, y la humillante desafección de los líderes políticos parlamentarios, los promotores de la sedición se manifestaban ufanos ante los medios. No se ha hecho ni el intento de detenerlos todavía. El jefe del Gobierno, a las 8 y media de la tarde, más de diez horas después de que lo gordo hubiera sucedido y con el timbre de voz y las hechuras de un funcionario, de lo que es, admitía que hace un mes se pisoteó el reglamento del Parlamento autonómico y que nadie ha movido un dedo por castigar a los infractores.

Es normal que el ciudadano pedestre crea que le ha salido la sota de bastos, sobre todo si tiene algún conocimiento de la Historia de España. Mientras tanto, los miles de policías nacionales y de guardias civiles, sin cobertura narrativa de ningún tipo por parte de sus superiores políticos, desmoralizados, muchos de ellos golpeados, duermen en un barco decorado con el muñeco Piolin. Se sabe hasta lo que desayunan, y los encargados del puerto de Barcelona publicitan con impunidad la amenaza constante de un sabotaje a su rutina diaria. Decía Pasolini, un terrible fascista, que entre los hijos de la élite y la policía, elegía siempre a la policía, por que para algo eran los hijos de los pobres.

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