Palabras vacías

La subversión de las palabras, la corrupción de su significado, forma parte esencial del fenómeno separatista que emponzoña la actividad pública española en nuestros días. Se han vaciado de contenido conceptos como el de democracia. Democracia ya no significa nada. Democracia es votar, dicen, no sólo los independentistas. Lo sostiene toda la izquierda, por supuesto no sin intención. Se le otorga a la palabra democracia propiedades taumatúrgicas, como si por sí misma arreglase algo; no sólo algo, algún conflicto particular, sino más aún: todo lo que está mal en el mundo. Si no se deja votar, como si el hecho de votar contuviese per se toda la esencia del sistema democrático, entonces hay fascismo. Se han erigido dos conceptos como antagonistas, Fascismo (sea esto lo que quiera que signifique hoy) como la némesis de Democracia, todo entendido al estilo de las luchas entre los absolutos, entre el Bien y el Mal. Democracia, compendio de todas las bondades agregadas, de la buena voluntad de la gente, contra Fascismo, súmum de la esclavitud, la oscuridad y las mezquindades de los que oprimen los deseos de los niños Disney.

Sorprende, aunque cada vez menos, que la generación de españoles que más han ido a la Universidad, que más han viajado, que más fácil han tenido el acceso a libros y fuentes documentales, sean los que menos filtros tienen contra la propaganda. Se han creído de verdad que democracia es sólo votar, y eso que han vivido toda su vida en democracia. Nuestros abuelos, que no la cataron en 40 años, que no habían visto un procedimiento democrático prácticamente desde que nacieron, sabían mejor que nosotros cómo funciona el parlamentarismo. Pero da igual, porque esto no le importa realmente a nadie. El culto a la diosa Democracia ha generado un estado de opinión que no tolera negación alguna de sus deseos oníricos: si se les dice que para votar son necesarios unos límites, un marco jurídico, unas garantías y unas formalidades reglamentarias mínimas, en seguida se activan unos resortes emocionales iracundos, irracionales. No cabe discutir cuando esto sucede. Sencillamente es imposible. Es Fascismo. Lo peor es que esa gente lo cree de verdad, lo siente de verdad, porque es un problema que ha infectado la convivencia, y que está destruyendo los parámetros convencionales del parlamentarismo. El fascismo es algo tan serio y tan grave, de unas consecuencias históricas tan devastadoras, que su continua banalización ha logrado un objetivo puramente fascista: frivolizar el daño del virus totalitario usando la palabra como estigma.

Sobre el que cae el estigma, queda bloqueado: es un ostracismo maquiavélico, pero muy efectivo. Anula el mensaje del adversario. Cuando las palabras se quedan vacías, es sencillo convertirlas en armas con las que disparar al discrepante, convertido ya en enemigo. La poesía, dicen los cursis, es un arma. Están en un error: el arma es la palabra vuelta como un calcetín.

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