
Quienes rechazaron siempre la legitimidad de los símbolos democráticos españoles no han perdido el tiempo ahora y gimen por el uso que la gente hace de ellos. Sin embargo, las banderas autonómicas, cuya legitimidad viene derivada de lo que la nacional simboliza, jamás causaron mohín alguno. No digamos ya esas estrelladas que parecen clones de la cubana. Esas nunca originaron desprecio entre nuestros ilustres fariseos. Ocurre que ahora la gente se siente insultada por una legión de xenófobos y acude a la bandera que guarda su libertad y su igualdad. Y molesta. Es culpa de los medios, que los manipulan. No como los que salen a la calle exigiendo ser mejores que los demás, que son todos Aristóteles.
Todo esto viene de la repugnancia que a la izquierda española le causa la bandera. El pecado original, se supone, es que la del régimen franquista también era rojigualda. Siempre obvian decir que como la de la I República, que era federal y terminó en cantonalismo. Por algo la rojigualda es tricentenaria, colores asociados a España prácticamente desde el principio de la Modernidad, aunque con raíces profundas en las expansiones imperiales mediterránea y atlántica de las dos coronas fundacionales. ¿Acaso creen que de los doce bocetos presentados a Carlos III por su Ministro de Guerra, Valdés y Fernández Bazán, cinco contenían el rojo y el gualda por casualidad? No obstante, ahora en nuestros días es percibida como un signo identitario exclusivamente castellano, según esa torpe visión periférica de la nación española como un artefacto excluyente y específicamente mesetario.
Esto, en términos históricos, sencillamente no se sostiene; pero al relato onírico del catalanismo le viene de perlas. Y a la izquierda. Llama la atención el uso de la palabra «régimen», tan ligado en la narrativa populista a la connotación peyorativa de la Constitución aprobada en 1978: «el régimen del 78» es una expresión que alude indubitablemente a la maldad supuestamente instrínseca de la democracia española en vigor. También les he leído a veces a estos pequeños marxistas-leninistas la perífrasis «cerrojo del 78», de moda en estos días gracias a que secesionistas catalanes de todo pelaje comparan al sistema español con democracias fallidas como la turca o con tiranías como la norcoreana.
Cabe inferir de todas estas cuestiones que el problema de la rojigualda no es, para la izquierda española, el estigma franquista, sino otra cosa: que entre 1975 y 1978 el proceso constituyente no deparase una república soviética, sino una democracia liberal al estilo de la Alemania por entonces federal. Que es lo que simboliza la bandera, desde aquella fecha: el parlamentarismo. La izquierda, a excepción de aquellos veteranos del PCE que habían perdido una guerra civil, nunca asumió como suya la bandera rojigualda, como jamás asumió como suyo el sistema parlamentario del que es estandarte. Bastaron dos décadas de deficiente pedagogía democrática por parte de los guardianes del centro-izquierda y del centro-derecha, un torrente nefando de corrupción y una crisis económica devastadora para que el dragón saliera de la jaula.
En todo este tiempo, esa izquierda arrabalera y suburbial se hizo con la agitación callejera, construyó un relato underground en los márgenes de la opinión pública general, y conquistó dos posiciones notables: la universidad pública y la herencia memorialística, historiográfica, literaria y emocional de la II República. Del mismo modo que ellos abandonaban el campo iconográfico del constitucionalismo, el centro-derecha huía de la verdad histórica republicana, dejando que fueran los otros quienes se apropiasen del imaginario republicano. Se edificó así un relato histórico falseado que es un monstruoso monumento al maniqueísmo. Desde esa atalaya la izquierda saltó al mainstream en cuanto la catástrofe de 2008 empezó a empobrecer a las clases medias de todo el país. El terreno estaba abonado: la rojigualda ya era únicamente una pulsera y un cinturón que se ponían los pijos, y los hijos de los pijos, y los que querían ser como los pijos.
La cuestión separatista catalana no hace más que evidenciarlo. Molesta y perturba el patriotismo de la gente normal que en una situación de ofensa sin precedentes al quórum democrático, a la convivencia y al imperio de la ley, se acoge a los símbolos de la nación política que los ampara como ciudadanos. Sin embargo, que el espacio comunitario lleve décadas ocupado por símbolos que anuncian una absurda predestinación histórica, y lo que es peor, un atropello inmoral de las libertades fundamentales de más de la mitad de la población catalana, sigue sin ser visto como un delirio peligroso. Molesta menos, por que quienes se sienten irritados por el espontáneo despliegue rojigualda (no dirigido por ningún establishment regado por el presupuesto público) creen, en el fondo, que la democracia liberal no es una opción de convivencia legítima. Y están ante una oportunidad extraordinaria de desequilibrar el status quo.