Vida y muerte del general Batet

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Los libros de Historia suelen reservarle a Domingo Batet Mestres unas pocas líneas en las páginas centrales de dos grandes acontecimientos de la España de los años 30: el golpe de Estado de la Generalidad de Cataluña, en 1934, y el golpe de Estado de los generales, el 18 de julio de 1936. En ambos sucesos, Batet, general de División del Ejército de Tierra, se mantuvo leal a la legalidad republicana; tras la primera sublevación, fue condecorado y homenajeado. Tras la segunda, fue detenido, humillado y ejecutado. Pero la historia del general Batet es la historia misma de los españoles justos, honestos y generosos: una historia de dolor, frustración, injusticia, incomprensión y muerte. Como escribió el profesor de Historia Contemporánea de la Complutense Juan Francisco Fuentes hace 23 años, «militar, catalán, católico y republicano, la situación límite de la guerra civil haría imposible su posición tolerante y conciliadora, censurada, a la postre, desde ambos bandos, que crearon en torno a él una especie de leyenda negra de doble uso. Tachado de traidor por cierto sector del nacionalismo catalán a causa de su lealtad al Gobierno central en octubre de 1934, la extrema derecha española no le perdonó ni la prudencia con que actuó en Cataluña como jefe de la división orgánica ni su fidelidad a la República en 1936, aparte de lanzar contra él la consabida -y en este caso falsa- acusación de pertenecer a la masonería».

Nació el 30 de agosto de 1872 en Tarragona, en una familia conservadora, católica y dedicada al comercio de la madera. No había militares en ella. Él fue el primero. Ingresa con 15 años en la Academia de Infantería de Toledo, y con 23 se alista como voluntario para ir a Cuba. Marchó como teniente, y dos años después, volvería allí como capitán, ascendido por méritos de guerra. Había participado en 40 misiones. En España, continúa con su formación, en vistas de acceder al Estado Mayor. Alcanza el rango de coronel en 1919, y en 1922 interviene como instructor del que fue llamado Expediente Picasso (por el general de División encargado de redactarlo, Juan Picasso, tío del pintor). Esto marcaría su futuro.

En 1921, España sufrió su peor derrota militar tras las pérdidas de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. 13 mil soldados españoles murieron tras desembarcar en la bahía de Annual, en el Rif. Fue una tragedia colosal, producto de la incompetencia y de la negligencia del Alto Mando del ejército colonial. Batet, como juez especial, fue comisionado a Melilla para elaborar un informe que se incluiría en el célebre expediente, concebido para aclarar culpabilidades. Sin embargo, escribe su biógrafo, el historiador y dominico Hilari Raguer: «Escandalizado por el favoritismo con que se procedía, pidió ser relevado y transmitió al ministro de la Guerra, Niceto Alcalá Zamora, un informe sobre la ineficiencia y corrupción de los oficiales africanistas, entre ellos los hermanos Franco. De Ramón cuenta las orgías y escándalos. De Francisco escribe: “El comandante Franco, del Tercio, tan traído y llevado por su valor, tiene poco de militar, no siente satisfacción de estar con sus soldados, pues se pasó cuatro meses en la plaza para curarse enfermedad voluntaria, que muy bien pudiera haberlo hecho en el campo, explotando vergonzosa y descaradamente una enfermedad que no le impedía estar todo el día en bares y círculos. Oficial como éste, que pide la laureada y no se la conceden, donde con tanta facilidad se han dado, porque sólo realizó el cumplimiento de su deber, militarmente ya está calificado”. Han corroborado este juicio de Batet, los historiadores Carlos Blanco Escolá, que ha podido ver la hoja de servicios de Franco, y Paul Preston, que explica la habilidad con que el futuro “Caudillo” utilizaba a los periodistas para forjar su leyenda y exigir la Cruz Laureada de San Fernando, la más preciada decoración militar española. Tendría que autoconcedérsela al término de la guerra civil, con la farsa de renunciar momentáneamente a la Jefatura del Estado para que el general Jordana, vicepresidente, se la decretara y el bilaureado general Varela se la impusiera».

El Expediente Picasso no depuró ninguna responsabilidad, pues, entre otras cosas, no fue publicado. Miguel Primo de Rivera, en connivencia con Alfonso XIII, finiquitó el régimen parlamentario de la Restauración un año después. Pero Domingo Batet se granjeó enemigos poderosos: había frenado la carrera del joven y prometedor general Franco hacia la Laureada de San Fernando. Parece que nunca se lo perdonó, así como casi ninguno de los africanistas, de quienes escribió en su informe cosas como esta: «Algunos oficiales de Regulares y del Tercio se sienten valientes a fuerza de morfina, cocaína o alcohol; se baten, sobre todo los primeros, en camelo: mucha teatralidad, mucho ponderar los hechos y mucho echarse para atrás y a la desbandada cuando encuentran verdadera resistencia». Al fundador de la Legión lo vistió de limpio: «El teatral y payaso Millán, que tiembla cuando oye el silbido de las balas y rehuye su puesto y explota de la manera más inicua una herida que en cualquier otro hubiera sido leve, y por condescendencia de un médico, llega a ser grave». Batet fue ascendido a general de Brigada en 1925, y destinado a Alicante. En 1926 participó en la Sanjuanada, un pronunciamiento de corte liberal contra la dictadura de Primo de Rivera en la que también estaba involucrado el hermano de Franco, Ramón. Fue absuelto tras pasar por un Consejo de Guerra.

La proclamación de la II República lo coge en Mallorca, desde donde no tarda en trasladarse a Barcelona: Azaña lo nombró Jefe de la IV División orgánica del Ejército. Era el cargo equivalente al antiguo Capitán General de Cataluña. Desde entonces, y hasta octubre de 1934, asiste como observador privilegiado al desarrollo de la cuestión autonómica. Según las fuentes, su mano izquierda, su flexibilidad y su lealtad al Gobierno republicano fueron proverbiales. Impide excesos represivos por parte de sus subordinados, pero mantiene firme a la nueva fuerza policial de la Generalidad, los Mossos, así como a los escamots, milicia paramilitar fascista sufragada y entrenada por el presidente de las Juventudes de Esquerra Republicana de Catalunya, las llamadas «Joventuts d´Esquerra Republicana – Estat Català», Josep Dencàs. Dencàs era, a la sazón, Consejero de Gobernación y Defensa del gobierno de Companys en la Generalidad. Sus escamots no perdieron oportunidad alguna de hostigar a las unidades del Ejército acantonadas en Barcelona, poniendo a prueba la paciencia de Batet ante circunstancias tan extremas como las detenciones arbitrarias.

En octubre de 1934, la CEDA entra, por fin, en el Gobierno. El hecho fue percibido por las izquierdas como un apocalipsis: prevista una huelga general revolucionaria en todo el país, sólo Asturias y Cataluña se levantan en armas contra el Gobierno. Las revoluciones tomaron distinto cariz. La asturiana fue una auténtica sublevación anarcosindicalista que terminó en un baño de sangre; la catalana, un golpe de Estado promovido por la Generalidad. Companys declaró el «Estado catalán en la República federal española», e invitó a Batet a ponerse a su disposición. El general se negó, asumiendo toda la autoridad civil y militar en Cataluña y declarando el Estado de Guerra.

Lo cuenta Hugh Thomas en su estudio de la Guerra Civil: «Aquel verano había inundado toda Cataluña una oleada de nacionalismo catalán y de hostilidad contra todo lo castellano, que Companys, hombre débil, no había podido resistir. Resultaron muertas cuarenta personas. Los anarquistas se mantuvieron al margen diciendo que no colaborarían con la Esquerra. Dencàs se apresuró a arrestar a Durruti y a otros dirigentes anarquistas. Batet, aunque era catalán, se puso a las órdenes del gobierno central y declaró el estado de guerra. Actuando con deliberada lentitud para salvar vidas y permitir fugas, arrestó a Companys y su gobierno con la excepción de Dencàs, que encontró el camino de la libertad a través de una alcantarilla y se escapó a Roma. Toda la resistencia de Barcelona fue dominada rápidamente, y Companys dirigió por radio un digno llamamiento a sus seguidores pidiéndoles que depusieran las armas».

A pesar de la limpieza y eficacia con que Batet había domeñado el golpe, surgió otro encontronazo con Franco, fruto de la casualidad. Éste se hallaba en Madrid aquellos días, de visita privada. El Ministro de la Guerra, Diego Hidalgo, un republicano radical, lo nombró asesor encargado de los acontecimientos que estaban teniendo lugar en Asturias y Cataluña. Batet pasó por encima de las órdenes perentorias de Franco. Según HIlari Raguer, Franco «envió una flota de guerra a Barcelona con un Tercio de la Legión y ordenó a Batet que asaltase aquella misma noche el Palacio de la Generalitat. Pero el cargo de Franco no era oficial: el Jefe de Estado Mayor legítimo era el general Carlos Masquelet, y Batet explicó al ministro Hidalgo, al jefe del gobierno Alejandro Lerroux y al presidente de la República Alcalá Zamora que aquella operación nocturna causaría muchas bajas de los insurrectos, del Ejército y también civiles; y que, en cambio, lo tenía todo dispuesto para tomar el Palacio pacíficamente en cuanto amaneciera. Hidalgo, Lerroux y Alcalá Zamora confiaron en Batet. Tal como había prometido, al amanecer del día 7 bastaron unos cañonazos de aviso para que el presidente Companys y su gobierno se rindieran. Al día siguiente Batet promulgó un bando deplorando haber tenido que emplear la fuerza. José Antonio Primo de Rivera declaró que aquel bando era “indigno de un general español”. El historiador Ricardo de la Cierva, que ha dispuesto de mucha documentación, asegura que Batet se ganó aquella noche una injusta reprimenda de Franco. Y éste se tomó aún peor que se concediera a Batet, en esa ocasión, la Laureada que él mismo tanto codiciaba».

Batet recibió a partir de entonces, además, el aplauso público de la burguesía catalana por haberlos salvado de aquel cataclismo. Sin embargo, aquello duró poco: en cuanto Companys y los demás presos fueron encausados judicialmente, a Batet dejaron de adularle en el Liceo de Barcelona. En 1935 pidió ser relevado de su puesto, y tras ser nombrado Jefe del Cuartel Militar del Presidente Alcalá Zamora, le fue concedida la jefatura de la VI División orgánica, con sede en Burgos. Era junio de 1936.

El 16 de julio Batet recibió en Logroño al general Emilio Mola, cabeza de la conspiración en ciernes. Batet no lo sabía, como tampoco que su propio Jefe de Estado Mayor, el coronel Moreno Calderón, estaba en el ajo. Pero el ruido de sables era ensordecedor, y como hombre de honor, le pidió a Mola una declaración de que él no estaba implicado en ningún golpe contra el Gobierno. «Le doy mi palabra de que no me embarcaré en ninguna aventura», cuenta Hugh Thomas que le respondió Mola. El mismo Mola le había jurado lealtad personal inquebrantable un mes antes, cuando el nombramiento de Batet levantó suspicacias entre el recién constituido gobierno autonómico de Companys en Cataluña. Tres días después, la sublevación triunfó en Burgos sin derramamiento de sangre. Un coronel, Marcelino Gavilán, arrestó personalmente a Batet, que contaba entonces con 64 años, y que, naturalmente, se había mantenido leal al Gobierno republicano, como hiciera en Barcelona dos años antes. Con Batet preso, Mola se encargó de que «lo trataran bien», como reconoció su propio secretario, José María Iribarren.

Pero Mola murió en junio de 1937, y a partir de entonces, la España nacional iba a ser, inevitablemente, la España de Franco. Al menos, Mola consiguió que a Batet no se le diera el paseíllo, tan habitual en aquel momento. Se había abierto «causa ordinaria» contra Batet el 1 de septiembre de 1936: se le acusó de rebelión militar, en una de las bromas con que la Historia fue prolija en aquellos días oscuros.

El coronel Miguel Riba de Pina, un mallorquín culto, cuya familia pertenecía a la aristocracia rural de la isla, miembro correspondiente de la Real Academia de Historia y experto en Historia militar, asumió su defensa. Cuenta Raguer que «cuando el fiscal acusó a Batet de rebelión militar, Ribas de Pina se limitó a transcribir, sin comentarios, la definición del art. 237 del Código de Justicia Militar entonces vigente: “Son reos de rebelión los que se alcen en armas contra la Constitución del Estado Republicano, contra el Presidente de la República, la Asamblea Constituyente, los Cuerpos Colegisladores o el Gobierno constitucional y legítimo”. Fue fulminado al día siguiente, se le separó de su regimiento de artillería, al que mandaba, se le defenestró en el gobierno civil de la provincia de Palencia, y se le impidió todo ascenso desde entonces. Se retiró en 1943 con el mismo grado de coronel que tenía el día en que accedió a defender al general Batet.

A Batet, a instancias de Franco, se le retiró, mientras tanto, la pensión correspondiente a la tenencia de la Laureada de San Fernando, inembargable según la ley. Batet apeló y volvió a infligirle una simbólica derrota personal a Franco, pues a pesar de la arbitrariedad legal de aquel Estado que estaba naciendo con los partos del golpe de Estado, la pensión le fue reconocida. Las diferencias entre Batet y Franco iban más allá de los desencuentros puntuales, pero significativos: eran dos espíritus absolutamente contrapuestos. Incluso el catolicismo de ambos era distinto: de raíz humanista el de Batet, milagrero y oscurantista el de Franco. Franco no compartía ni un ápice de la grandeza humana de Batet, un hombre siempre inclinado hacia el liberalismo; era vengativo e inmisericorde, y por encima de todo, antiliberal, pues su fe en que todos los males de España procedían de la ideología liberal se demostró esencia nuclear de su posterior régimen autocrático. Batet no pudo evitar que se le diese de baja formalmente del Ejército en diciembre, por «su desamor a la Patria demostrado en momentos trascendentales para la vida de ella», según el general López Pinto, encargado del proceso contra Batet.

El 8 de enero de 1937 fue definitivamente condenado a muerte, en un Consejo de Guerra. «Auxilio a la rebelión» fue el cargo por el que se le sentenció. El piquete de ejecución lo formó una sección del regimiento de San Marcial, encargado de cumplir la condena el 18 de febrero, en el campo de tiro burgalés de Vista Alegre. Han quedado sus últimas palabras: «Soldados, cumplid un deber sin que ello origine vuestro remordimiento en el mañana. Como acto de disciplina debéis disparar obedeciendo la voz de mando. Hacedlo al corazón; os lo pide vuestro general, que no necesita perdonaros, porque no comete falta alguna el que obra cumpliendo órdenes de sus superiores»». Estaba amaneciendo. Habían intercedido con vehemencia por él ante Franco nada menos que los generales Queipo de Llano y Cabanellas, así como el cardenal Gomá, primado de España. Fue en vano. «La forma como se llevó a cabo la rebelión militar, y la forma en que respondió a ella el gobierno en las primeras horas provocaron un desenfreno que no se había visto en Europa desde la Guerra de los Treinta Años», escribe Thomas Hughes. Batet, termina diciendo el historiador británico, «murió como un español».

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