Ayer por la mañana, un hombre, un hombre cualquiera, un ciudadano anónimo, se dedicó a arrancar panfletos, carteles y esteladas con que la vociferante turba había empapelado la fachada de la Consejería de Economía de la Generalidad de Cataluña la noche anterior. Su gesto fue espontáneo. No se sabe quién es, pero sí se sabe por qué lo hizo. Lo grabaron en vídeo mientras dos o tres independentistas lo increpaban. «Porque está prohibido», contestó a la pregunta de «¿por qué hace esto?». El tono en el que fue inquirido por parte de quien graba (supongo) el vídeo denota sorpresa. Como diciendo: «¿Y esto?»
Esto es el valor cívico, sin más. El gesto de este ciudadano solitario que decidió trazar una raya y decir que no, que esa mañana, en concreto, no iba a seguir transigiendo, al menos en su negociado. Quizá trabajase dentro de la Consejería; en ese caso, su coraje valdría doble, teniendo en cuenta su condición de funcionario de un Gobierno autonómico en proceso de sedición. Hay una frase por ahí, muy repetida, cuyo autor desconozco, que dice que el mal triunfa no por que los malos hagan de malos, sino por la incomparecencia de los buenos. A este hombre nadie le va a aplaudir: es mucho más probable, en cambio, que se lleve una hostia por erguirse ante los bárbaros con el orgullo del habitante de la polis. O dos. Este señor, este ciudadano, decidió ayer que el ruido y la furia vomitada por una canalla teledirigida por la élite política catalanista necesitaba el minuto de silencio y sosiego que aporta siempre la acción de un hombre normal. De un hombre tranquilo. Por que el bien, cuando se ejerce, no hace ruido. Esa es la diferencia estética más notable respecto del mal.
Uno de los tipos que lo increpaban le decía que no hiciera violencia. No hagas violencia, mientras arremetía a manotazos contra la estelada que el hombre anónimo, el hombre normal, mantenía enrollada bajo el brazo. «La bandera de Cataluña es la señera», le replicó muy tranquilo, antes de advertirle, en la mejor escena de la secuencia, con mucha parsimonia: «no se complique la vida, caballero». Esta imagen no será elevada a la condición de icono, por que a unos no les interesa (es un ataque frontal al imaginario disparatado y embustero sobre el que han construido su artefacto clasista, supremacista y xenófobo) y a otros, sencillamente, les parece irrelevante. Pero no es irrelevante, en absoluto. Como bien están demostrando los sediciosos catalanistas, los símbolos son herramientas poderosísimas.
Este señor es un símbolo; pero su determinación, cuando por la mañana, supongo que tras tomarse el café y desayunarse con el eco de la pestilencia que está infectando Barcelona en estos días oscuros, fue absolutamente libre. Y valiente. Menos de la mitad de sus conciudadanos catalanes pretenden mearse y cagarse encima de su libertad política más esencial. Y lo están consiguiendo, por que en el envite entre élites, la sediciosa es la que más claro ha tenido siempre hasta dónde va a llegar el adversario. Este señor se jugó la cara, por que Cataluña, hoy, padece una enfermedad maligna que amenaza gravemente la seguridad y la integridad, física y moral, de todos sus habitantes.