Sobre Blas Infante

Yo era muy pequeño cuando inauguraron el parque de mi pueblo: un solar magnífico, antiguo eucaliptal atravesado por un arroyo, reconvertido en estupendo bulevar ajardinado con un anfiteatro en medio, merced a la inversión pública. Le pusieron de nombre Blas Infante. Una placa enorme fue estampada en lo alto de uno de los muros del anfiteatro, junto a una gran bandera de Andalucía. En la placa ponía, y todavía pone: A Blas Infante, padre de la patria andaluza. Intenté que me explicaran qué significaba ser un padre de la patria, pero nadie supo. Luego descubrí que era un título honorario que concedió por primera vez el Senado romano a Camilo por salvar la ciudad de los galos. Mucho ha llovido. En 1983, el Parlamento andaluz declaró que Blas Infante era Padre de la Patria andaluza.

Indagando por Internet, compruebo que Infante no guardó Roma, ni aun España, de conspiración, asedio o catástrofe alguna. Parece que lo contrario. Notario de provincia con inquietudes, destacó durante toda su vida por una intensa actividad de diletante, pergeñando teorías sociopolíticas descabelladas muy en el tono del romanticismo nacionalista de la época. Criticaba la escasa legitimidad histórica de la bandera rojigualda española, al tiempo que se inventó motu proprio unos símbolos regionales andaluces inspirados en vaguedades históricas sin demasiado fundamento. Cumpliendo la vieja tradición nacionalista del burgués idealista que redescubre las costumbres del pueblo y se le aparece como en una epifanía la verdad esencial de las clases bajas, Infante pertenecía a una familia pequeñoburguesa de la Málaga rural: es nieto del cacique de Casares. Una de sus citas más célebres, sacadas de su libro Ideal andaluz, es aquella de «Yo tengo clavada en la conciencia, desde mi infancia, la visión sombría del jornalero», que confirma lo que dedujo el historiador Eric Hobsbawn en su Naciones y nacionalismo: «desde las postrimerías del siglo XVIII, y en gran parte bajo la influencia intelectual alemana, Europa era presa de la pasión romántica por el campesinado puro, sencillo y no corrompido».

Hobsbawn lo llamó «redescubrimiento folclórico», que Infante no limitó al pueblo, sino también a la Historia. El andalucismo, curiosamente, ha sido siempre un movimiento agudamente vertical, incluso en sus precedentes históricos más remotos. Con plaza de notario desde los 24 años, Infante tuvo mucho tiempo para imbuirse de lleno en el volcán nacionalista que sacudía Europa desde el final de la Guerra franco-prusiana. España padecía una situación delicada, material y moralmente hablando: el derrumbe del 98 abre el melón de las agitaciones separatistas en Cataluña y Vasconia, al tiempo que la cuestión obrera se volvía palpitante, se agravaba el asunto colonial marroquí y Andalucía se retorcía entre convulsiones anarcosindicalistas. El diletantismo de Infante quedó finalmente impregnado de una cierta inclinación anarcoide a negar el Estado, vindicando «el Estado natural» basado en el «genio» particular de los pueblos (una idea que el filósofo Gustavo Bueno ligaba con perspicacia a los primeros nacionalistas alemanes y la secularización del concepto divino de la gracia) y de la reclamación más o menos constante de una reformulación confederal de España.

Continúa Hobsbawn: «El seguramente más decisivo criterio de protonacionalismo es la conciencia de pertenecer o de haber pertenecido  a una entidad política duradera. Es indudable que el aglutinante protonacional más fuerte en lo que en la jerga decimonónica se denominaba una nación histórica, en especial si el Estado que formaba el marco de la posterior nación se encontraba asociado con un Staat-Volk o pueblo-Estado especial». Infante creía que los orígenes de la nación andaluza se hallaban en la fábula de Tartessos (mito ampliamente desmentido a día de hoy), en la provincia romana de la Bética, y en Al-Andalus, tomada por Infante como una Arcadia feliz violada por el militarismo cristiano de Castilla, con un fervor rayano en la devoción religiosa. Tanto es así que llega a escribir, como en trance, que «El fundamento de nuestra característica voluntad de ser, el fundamento más próximo de Andalucía, está en la Andalucía medieval que la conquista vino a interrumpir». Fascinado por el islam, se dice que probablemente se convirtió a la fe mahometana en un viaje a Marrakech, siguiendo la pista de Al-Mutamid. Existen testimonios documentales que así lo probarían, aunque su hija lo niega. Infante publicaba abiertamente su ascendencia, como andaluz, morisca, a pesar de que su apellido, de manifiesta raíz latina, tiene su origen en Zamora.

Siguiendo el esquema convencional de los historiadores, se puede colegir que Infante perteneció a la segunda generación de nacionalistas, que el historiador Anthony D. Smith bosquejó en su obra Nacionalismo: «Hobsbawn afirma que, tras la primera gran época del nacionalismo europeo, de 1830 a 1870, que era incluyente, cívico y democrático, en Europa oriental se extendió un esgundo tipo de nacionalismo, caracterizado por el llamamiento a la etnicidad o a la lengua, o ambas. Este tipo de nacionalismo, explica Hobsbawn, difiere del primero en tres puntos: primero, abandonó el principio de umbral, que resultó tan fundamental en la era liberal. A partir de este momento, cualquier comunidad que se considerase una nación reclamó para sí el derecho de autodeterminación, que en última instancia, significaba el derecho a un Estado independiente soberano para su territorio. En segundo lugar, y como consecuencia de esta multiplicación de naciones ahistóricas potenciales, la etnicidad y la lengua pasaron a ser los criterios centrales, cada vez más decisivos e incluso los únicos de nación potencial. Hay, sin embargo, un tercer cambio que afectó no tanto a los movimientos nacionales de las naciones-Estado como a los sentimientos nacionales dentro de las naciones-Estado ya establecidas: un brusco desplazamiento a la derecha política de nación y bandera, para el que se inventó realmente el término nacionalismo en las últimas décadas del siglo XIX.»

Blas Infante es, en la actualidad, una figura sagrada dentro del panorama político andaluz. Su santidad no admite réplica, duda o cuestionamiento: cualquier partido que se separe un centímetro del relato institucional prefigurado por el andalucismo oficial (curiosamente, tejido por el Partido Socialista, ya que el andalucismo político es un detritus sin representación social reseñable) está condenado de antemano al ostracismo. No es aventurado imaginar que, de no haber sido cruelmente asesinado por la represión falangista tras la caída de Sevilla en manos de Queipo de Llano, al principio de la Guerra civil, hoy no pasaría de ser considerado como una extravagancia propia de la época.

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