Hace unos días se cumplieron 120 años del nacimiento Manuel Chaves Nogales. Más o menos a la vez, cumplí yo 5 con mi título universitario de licenciado en Periodismo por la Universidad de Sevilla. En mi facultad, durante otros 5 años, sólo leí el nombre de Manuel Chaves Nogales las veces en que acudía al salón de actos, que lleva su nombre. Ni un texto suyo, ni siquiera una cita, en cinco años: de lo que infiero que se lo pusieron por sevillano, no por maestro de periodistas. Fue más adelante, perdido en la ciénaga del multitaskismo y del paro, cuando por mí mismo leí por primera vez algo suyo. Es esta una época turbia para el antaño ilustre, bien pagado y socialmente considerado oficio de periodista; no lo es, como cree la generalidad, por la degradación material y económica de la profesión, si no por la moral: el periodista ha dejado de creer en que existe la verdad. Así me lo dijeron a mí mismo, en segundo de carrera, en una asignatura que se llamaba Teoría de la Comunicación: la verdad no existe. Cuando advertí que casi nada de lo aprendido en los años universitarios me iba a servir de gran cosa, topé con el prólogo de Manuel Chaves Nogales a su compilación de relatos de la Guerra Civil española: A sangre y fuego. A pesar de que un periodista que quiera trabajar debe hacer en nuestros días muchas cosas extrañas y adquirir numerosos, difíciles y costosos conocimientos tan volátiles que a menudo caducan en un año y pico, no he encontrado mejor manual que éste:
«Yo era eso que los sociólogos llaman un pequeñoburgués liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria. Trabajador intelectual al servicio de la industria regida por una burguesía capitalista heredera inmediata de la aristocracia terrateniente, que en mi país había monopolizado tradicionalmente los medios de comunicación y de cambio (como dicen los marxistas), ganaba mi pan y mi libertad con una relativa holgura confeccionando periódicos y escribiendo artículos, reportajes, biografías, cuentos y novelas, con los que me hacía la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo. Cuando iba a Moscú y al regreso contaba que los obreros rusos viven mal y soportan una dictadura que se hacen la ilusión de ejercer, mi patrón me felicitaba y me daba cariñosas palmaditas en la espalda. Cuando al regreso de Roma aseguraba que el fascismo no ha aumentado en un gramo la ración de pan del italiano, ni ha sabido acrecentar el acervo de sus valores morales, mi patrón no se mostraba tan satisfecho de mí ni creía que yo fuese realmente un buen periodista; pero, a fin de cuentas, a costa de buenas y malas caras, de elogios y censuras, yo iba sacando adelante mi verdad de intelectual liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria».
De Chaves Nogales he aprendido una lección sencilla que encapsula toda una posición vital ante el mundo y cuya grandeza reside en el reconocimiento de la finitud del periodista: yo sólo sé ir, caminar y preguntar. Así hacía sus reportajes, y le tocó ver y contar los sucesos más grandes del siglo XX. El periodismo es una profesión necrosada por la vanidad. Puede que eso, lo fácil que es disfrazarse de intelectual, utilizar un lenguaje alambicado y manosear abstrusos conceptos pseudocientíficos, esté en el origen de la podredumbre: al fin y al cabo, si dejas de sentirse modesta herramienta en la búsqueda de la verdad, puedes empezar a sentirte Dios. Chaves Nogales recorrió la Unión Soviética y en París, entrevistó a los despojos humanos de la Revolución rusa. Releyendo aquellas páginas por las que transitan duques arruinados, condes ludópatas y herederos Romanov de tercera generación, se da uno cuenta de que muy pronto el mismo periodista iba a ser también un émigrée. Todos los Maestres y aspirantes a que hoy no dudarían seguro en exaltar su figura, deformándola (toda glorificación deslinda lo verdadero de lo conveniente; el mito traspasa los modestos y hasta ridículos límites de lo humano, algo ciertamente molesto) le reprocharían, de vivir en nuestro presente, no alinearse. Es decir, ser un cuñado, un centrista, un ñoño o, verbigracia, un facha. Personalmente no albergo duda alguna de que esos serían los primeros en volver a destruir la república democrática y parlamentaria de Chaves, como fueron los primeros en afanarse en su destrucción desde 1931 hasta 1936.
La tragedia republicana del siglo XX español es que esa república sólo perteneció a Chaves y a cuatro gatos como él, que aspiraban a eso tan naíf -alguno diría que romántico, y por lo tanto ingenuo, y hasta cursi- de «avivar el espíritu de sus compatriotas». Manuel Chaves Nogales describió la nazificación de la sociedad alemana, retrató la composición social y espiritual de las dos Españas enfrentadas después del 18 de julio de 1936; escribió la mejor biografía jamás hecha en español (la historia de Belmonte cumple varios mitos: el del self made man, el del héroe pícaro español, el del hijo de nadie que desafía a su destino, el del guerrero enamorado de la muerte) rescató los horrores inéditos de la sovietización de Rusia y Ucrania cuando sólo era un testimonio perdido de la mano de Dios en la cabeza de un maestro de flamenco español, y contó la debacle moral de Francia como un epílogo a la propia catástrofe civilizatoria de los que como él, habían creído en que era posible vivir con un digno savoir faire, sin deberle nada a nadie, en un sistema homologable al de los faros de Occidente. ¡Qué terrible angustia debió sentir al cruzar el canal de la Mancha, habiendo comprobado que esos faros también se habían apagado!
Escribió en La agonía de Francia un párrafo que todavía no ha sido superado por ningún periodista nacido en España:
«En Francia se ha producido en los últimos tiempos un extraño fenómeno de claudicación espiritual. En todos los sectores de la vida nacional se advertía un rebajamiento de las calidades espirituales inaudito en un pueblo de la tradición espiritual del pueblo francés. Nunca Francia ha ofrecido al mundo un espectáculo tan lamentable de pobreza espiritual, de ramplonería, de falta de gracia, de platitud, incluso de grosería y ruindad. Esta decadencia espiritual francesa, que era fácilmente perceptible, no ha sido sin embargo, como los enemigos de Francia y de la democracia han querido hacer creer, el reflejo de un agotamiento de la capacidad creadora, de un rompimiento de la continuidad de la cultura francesa. Adviértase bien que hablamos de decadencia espiritual y no de decadencia intelectual, de espíritu y no de inteligencia. Hay que tener presente la diferencia que existe entre la escala de los valores humanos. La inteligencia francesa quizá no haya existido nunca tan aguda como en los últimos tiempos, quizá no haya trabajado nunca con tanta intensidad. Pero esta inteligencia trabajaba en el vacío, giraba vertiginosa e inútilmente como la hélice de un buque cuya proa ha encallado en un banco de arena y cuya popa levantada se queda fuera del agua. El barco estaba varado y en la bajamar de la democracia las aspas de la inteligencia francesa batían el aire vanamente.
No era la inteligencia de las minorías, sino el espíritu de la masa lo que fallaba en Francia. A esta masa se le había destruido estúpidamente su vieja fe en la democracia, la libertad, las virtudes cívicas que la habían sostenido y animado salvándola de todas las catástrofes. Falta de este impulso generoso del liberalismo, al que había debido siempre toda su espiritualidad, la masa francesa había caído en una abyección gregaria no por circunstancial menos odiosa que el gregarismo consustancial del germano. Ésta ha sido la obra funesta de los enemigos de la democracia, tanto de la derecha como de la izquierda, tanto de los comunistas como de los fascistas. Francia ha ido sucumbiendo a medida que se extirpaban en el pueblo las virtudes de la democracia. Querían destruir el espíritu liberal y han destruido el espíritu francés. Este espíritu, que había conquistado el mundo entero, estaba últimamente aherrojado por la nueva barbarie del antiliberalismo y Francia, por ello, había caído en tal miseria que ni siquiera tenía fuerza espiritual para crear un estribillo popular».