Cuando era niño, la ensoñación de escribir un libro (y verlo publicado, se entiende) era muy recurrente. Llegaba hasta a obsesionarme con una imagen: mi yo adulto contemplando una estantería repleta de libros firmados por mí. Con el tiempo comprendí que lo que me fascinaba no era era más que un hijo bastardo de la vanidad, inherente a cualquier actividad que se hace para que otros la vean. El ego, una quinceañera guapa, pija, coqueta e insaciable. Nunca logré hacerme una idea clara de qué representaba aquella portada que yo veía tantas veces en mis fantasías, con mi nombre; es decir, mi nombre era lo único claro de todo el asunto. La única visión diáfana. No había historia porque había muchas historias, mi cabeza siempre bulló como las ollas a presión, y yo ya me veía famoso y celebrado. Hace unas semanas me llegaron las pruebas de imprenta. En el argot, los ferros. Ahí estaba mi nombre, en una tapa limpia, blanquísima, que me agrada mucho por lo despejada y nada pomposa que luce. Comprobé que pesaba más de lo que me había imaginado. Llegó a través del cartero, firmé en una pda, hacía calor. Lo dejé encima de una mesa, entre las sombras, mientras en casa seguían haciendo la comida, limpiando, yendo de acá para acá, sonando la tele de fondo, las voces de la calle, como todos los días, y a mí me diera miedo tocarlo. Me di cuenta de que había ocurrido lo que tantas veces había fabulado pero el mundo no se había parado para hacerme una fiesta ni tirarme confeti. Sin embargo, la historia que contiene me la sé de memoria. Entiendo, rozando la treintena, que el fetichismo, otra derivada del ego y la vanidad, es fast food: sopesaba el libro en mis manos, lo manoseaba, lo miraba desde lejos, y no me sentía ufano. Ni me siento. Sólo una acuciante necesidad de que la historia haya sido bien escrita y presentada con corrección y donaire. Y una angustia palpitante, por que no me debo a mí mismo (nunca lo hice, desde que abrí este blog, o desde que decidí publicar lo que escribo) sino al que está detrás de esta pantalla, y estará tras cada hoja de Hombres armados. Nunca supe cómo disfrazarme de enfant terrible o de canallita rebelde, aunque sé lo útil que siempre fue hacerlo en la mascarada de las letras. Sencillamente prefiero identificarme con uno de los flâneur contemplativos de los cuadros de Caillebotte: miro, digiero, escribo y lo presento, procurando que la siguiente página sea mejor que la anterior. Con ese espíritu está hecho Hombres armados. Si gustan, lo tienen aquí, y aquí.
Hombres armados
0